Enyovden (Eньовден)

10201466483084369 (2)Yavor, Bulgaria, año 2013
La lápida la encontré en el primero de los manantiales, abajo del roble. A este manantial, donde está la lápida, no precisamos revisarlo antes del ritual. El camino está bien marcado, es un camino viejo, erosionado para siempre por antiguos pasos.
Este camino pasa por las diez casas de la villa; excepto la nuestra, todas las demás están abandonadas. Nosotros elegimos quedarnos, nuestra última morada, no en la que nos vamos a morir, sino en la que viviremos para siempre. Ya no hay nadie más que nosotros dos. Todos se fueron. Quedan los gatos en los tejados, encerrando en las pupilas la caravana invisible que se hunde entre los pastos. El segundo manantial es más inaccesible, está más lejos, bosque adentro; en el bosque oscurece más temprano, y el brote de agua no se sospecha hasta que, al bajar una ladera, una lágrima gotea casi en silencio sobre el ramerío.
Solamente una brecha confusa llega hasta el segundo manantial. Dos días antes del ritual, recorrimos la brecha y la limpiamos. Trabajamos con la guadaña desde que cayó la siesta y hasta el anochecer, abrimos paso en la maleza e hicimos a un lado los árboles caídos. Por ahí, yo tendría que pasar con el cántaro lleno y las manos ocupadas en sostenerlo. El tercer manantial es el que está más cerca, hay que llegar hasta donde termina el camino viejo pasando por delante de las diez casas y cruzar en diagonal un campo de eneldos.
La lápida la descubrí una tarde que fui a juntar bellotas para sembrar un surco de plantines de roble. Acariciaba la hierba buscando entre los tallos las bellotas cuando me pareció que eso no era una piedra normal. Busqué los contornos y limpié las hojas que la cubrían. Estaba tallada, había una inscripción cuyas letras eran más griegas que cirílicas, más geométricas y menos redondeadas. En el medio, la cara de un hombre a la que el tiempo había amputado la nariz. La mitad de la boca estaba tapada por tres dedos rebanados también por el paso del tiempo; esos dedos sostenían algo indiscernible. Quise mover la piedra pero estaba calzada en el suelo. Parecía muy enterrada, parte del terreno y de las raíces del roble. Me impulsaba la curiosidad pero sentí que no tenía derecho a sacarla de ahí. A menos de un paso, se abría la boca del primer manantial.

Justo esa noche, antes del Enyovden, se completaría la luna llena y eso era un milagro maravilloso. Son las lunas más grandes vistas jamás. Salí con tiempo suficiente para recorrer los tres caminos antes de la noche. Yo sola, porque solamente tienen que ir las mujeres y en absoluto silencio para no corromper el poder sagrado del agua. Cuando volví, él desgranaba el trigo junto a la tabla redonda en medio del campo y medía las luces del atardecer con su mirada. Sin hablar, sin ninguna palabra, le sonreí y dejé el primer cántaro en el alfeizar de la galería.
Salí hacia el segundo manantial y comprendí su gesto pacífico pero de advertencia. Él, me esperó junto a la tranquera con una corona de flores de galio que él mismo había trenzado. En total silencio dejé el segundo cántaro junto al primero y fui hacia el tercer manantial, el más cercano. Cuando tuvimos los tres cántaros llenos, los llevamos hacia la tabla redonda en medio del campo y volcamos un poco de cada uno en un cuenco de barro. La noche era completa y la luna más grande iluminaba la superficie del agua. Nos vimos reflejados. Nos reímos tomados de la mano, y nos sentamos junto a la tabla redonda a comer el trigo con miel.
Ya no nos íbamos a dormir. Nunca. Dormir ya no era necesario. Siempre habíamos estado juntos, sin embargo, nos contábamos historias como si hiciera años que no nos veíamos y nos amábamos con locura como dos prisioneros liberados de la condena perpetua. Y agradecíamos y celebrábamos la alegría de poder agradecer. Bailábamos por el campo hasta caer mareados. Esa noche nos quedaríamos así, tirados en el pasto hasta que nos bañara el rocío. Entre los giros de un vals creí ver un rostro en el agua del cuenco. Nos acercamos y miramos al cielo para comprobar que no eran los rasgos de la luna. Sentí que antes, alguna vez, había tocado esos pliegues simétricos que veía en el agua. Rocé la superficie con los dedos y vi el rostro, eran los rasgos tallados en la lápida. Orfeo, dijo él. Él, que me revela los nombres. Él sabe. Volví a mirar y vi los tres dedos entre la mitad de la boca y las cuerdas de una lira. El reflejo se revolvió como un almíbar espeso que trepaba por los bordes del cuenco de barro, salpicaba y se cristalizaba en el aire como el azúcar quemada y crujía como una rama en el viento. Orfeo, volvió a decir él, sube desde el inframundo para pelear con la muerte. Pero la muerte lo quiebra porque él miró atrás.
Orfeo era el padre de los tracios y el Enyovden se celebra desde que la Stara Planina, o montaña antigua, era parte de Tracia. Orfeo que encantaba con su lira a las ninfas y a los demonios y peleaba con la muerte para rescatar a Eurídice. Él y yo habíamos llegado a Yavor sin recordar nada de esto. Antes nunca habíamos hablado de Eurídice o de Orfeo, no habíamos pensado en los tracios o en las tradiciones. Algo nos dejó ahí, en Yavor, en la villa del camino viejo, donde no hay ni un fantasma a quien aúllen los perros ni perros para aullar, donde los gatos se hunden con los tejados entre los pastos porque siguen oteando la caravana invisible. Nuestro andar errático, nuestra vida órfica. Salvar a Orfeo y a Eurídice. Salvar al amor de la muerte.
La lápida tallada estaba en el primer manantial, era fácil llegar sin perderse. Fuimos sin preguntarnos por qué, porque ni esa pregunta ni esa respuesta nos hizo falta. Fuimos. Buscamos cerca de las raíces a un paso del manantial. Cuando encontramos los contornos, la piedra se despegó del suelo y se elevó sobre nuestras manos. La luna era tremenda pero la luz sobre el rostro de Orfeo fue más fuerte que la luna. El roble se arqueó enceguecido, y una voz, un hilo agudo de agua reveló en el fondo del manantial un cuerpo desmembrado. Era como bruma deshecha, como leche cuajada, fragmentos blancos y transparentes de espuma arrancada de la espuma. El hilo de voz se enroscó sobre sí mismo y el cuerpo se armó en su forma de cuerpo, se enderezó, y guiado por la voz se abrazó a la lápida y se fundió en ella. En ese instante pareció morir el encanto. La piedra volvió a aferrarse en la tierra como si nunca en muchos siglos hubiera salido de ahí, el roble se irguió y tapó la luna, y volvió a ser la noche en el camino viejo. Sólo el hilo agudo de voz seguía implorando por un cuerpo. Me agarré de su espalda y caminé sosteniéndome de él. No mires hacia atrás hasta que el sol nos cubra, le recordé el oráculo por el que Orfeo, desesperado de amor, había perdido una vez a Eurídice. No mires hacia atrás. El canto iba en nosotros o brotaba de todas partes. El agua del cuenco de barro sobre la tabla redonda en medio del campo, también estaba cantando. No mires hacia atrás. Me subí a horcajadas sobre su espalda y protegí sus ojos cerrados con caricias hasta que toda la luz de la mañana se hizo en mi cuerpo. Entonces, me fundí en él.
Era el día más largo del año. El sol salía más temprano y debía prepararse para un largo periplo invernal. Antes del viaje, el sol se baña en todas las aguas posibles, en todos los manantiales y cántaros y cuencos. Explaya cada corpúsculo de la luz de sus rayos en cada gota de agua y baila. Uno en el otro, vimos bailar al sol, lo vimos dar tres vueltas en el aire y sacudirse el agua del baño. Cuando el sol baila, y da tres vueltas, y se sacude para secarse, la tierra se empapa de rocío. Es un rocío poderoso sobre el que nos tiramos a rodar por la colina para impregnarnos de la fuerza del sol. Toda el agua tiene la fuerza del sol esa mañana, y todo el campo recibe esa fuerza capaz de curar todos los males. La tradición indica que hay que hacer un ramo con setenta y siete hierbas y media. Setenta y siete para los males conocidos, los males del cuerpo, y media, para los males sin nombre, los males del alma.
Eneldo, galio, alisus, ajenjo, manzanilla, menta, parnasus, lavanda, apio, salvia, lúpulo, amapola, pasiflora, valeriana, achicoria, cardo, boldo, gayuba, genciana, verbena, ajedrea, tomillo, albahaca, escaramujo, diente de león, violeta, alfalfa, nomeolvides, orégano, hierba luisa, arenaria, enebro, cola de caballo, zarzaparrilla, brezo, bardana, harpago, peperina, drosera, fresa, calaguala, copalchy, perejil, hamamelis, malva, regaliz, jaramago, culantrillo, bolsa de pastor, cebollín, azucena, lupino, melisa, equinácea, ulmaria, mejorana, salicaria, jengibre, espliego, agrimonia, ajo, poleo, alholva, trébol, llantén, toronjil, hibisco, tila, cardamomo, alcaravea, verónica, anís verde, rusco, hinojo, cilantro, marrubio, yerbabuena, y.
Setenta y siete hierbas y la media hierba secreta y mágica. No necesitamos buscar en rincones ocultos ni descifrar ningún enigma. Supimos de antemano que la media hierba es la que crece abajo del roble y tiene la forma de la lira, el olor del azúcar quemada, la delgadez de un hilo de agua, el color de las uvas y la flor de sus besos. Con todo eso armamos el ramo y lo sumergimos en el cuenco que seguía cantando. Nos lavamos la cara y nos dimos de beber uno al otro con las manos. Nos desnudamos para bañarnos con el agua sanadora en medio del campo y nos paramos de frente al sol para mirarnos la sombra detrás de los hombros. Dicen los que cuentan la tradición que si la sombra se ve entera, no habrá males irreversibles para el cuerpo. Nos echamos encima todo el cuenco de agua, nos dimos vuelta, y nos reímos eternamente. Detrás de nosotros no había ninguna sombra.

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