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Zona Prohibida

Antes de internarme en la selva me quedé dos días en Yaviza. No había mucho para hacer, pero mi intención era pura y exclusivamente esa, no hacer nada, nada más que buscar con quien hablar y a quien escuchar acerca del Darién. Sin embargo para ellos era como si no existiera. El Tapón de Darién parecía no pertenecer al imaginario popular de sus pobladores. Su silencio me recalcaba la sensación inexplicable de no hablar el mismo idioma que la gente que, aunque eran de etnias kuna, wounnan, o emberá, todos, además de su lengua, hablaban en castellano.

No lograba explicarme si el Tapón de Darién, la Selva con mayúscula, les era tan familiar que no venía al caso hablar de eso, o tan ajena y desconocida que, aunque hubieran vivido ahí desde el día que nacieron, nunca habían avanzado mil metros más ni por curiosidad, ni siquiera cuando eran chicos, ni de travesura. O quizás fuera un tema vedado. Algo que en el fondo sabían muy bien de qué se trataba y por esa razón, porque sabían, no se metían con eso. Los de la cabaña de Yaviza tampoco me entendían a mí, del mismo modo, como si fuera yo la que hablaba en otro idioma, qué hacía yo, mujer, y sola -aparentemente-, en ese lugar. Acaso en mi país no había trabajo. Pregunta recurrente en los lugares del mundo de los que la gente se va para buscar una vida mejor.

 

Salí de Yaviza bien temprano después de dos termos de mate y con el termo nuevamente lleno. La mujer sola con un morralito en el hombro, no llamó la atención de los soldados que controlan el final de la carretera. Habrán supuesto que salía a husmear, a dar una vuelta. Yaviza resultó no ser el último reducto del camino como había leído, a pocos minutos pasé por un caserío sin detenerme, y al cabo de una hora otro caserío más, y después por el pueblito de Yape.

Sin llamar la atención, aunque la gente de estos lugares parece adivinarlo todo y enterar por telepatía al resto del mundo de lo que vieron. Más adelante los caseríos se hicieron más ralos y la vegetación más tupida. Las chozas ya no eran de madera como las casitas de Yaviza o las de Yape.

Eran palapas aisladas de palos y cañas con techo de palma y pilares de barro. El último rastro humano fue una nena con un bebé de varios meses a upa de su cintura. La mirada de la nena esperaba algo de mí, una explicación a lo insólito, adónde iba la mujer blanca y sola, caminando derecho hacia donde todo se acaba.

No paré para tratar de entender sus ojos ni para explicar. La nena balbuceaba monosílabos al bebé y el bebé la escuchaba fascinado y le manoteaba la cara exigiendo toda la atención y más. Último vestigio de civilización, la nena y el bebé, siameses de dos cabezas sin edad frente a una choza de palos y cañas.

A partir de ahí, todo se hizo lluvia.

Lluvia que caía de las nubes, del techo de la selva, de las ramas de los árboles, de los pastos. Durante todo el día caminé bajo la lluvia al costado de la lluvia y sobre la lluvia. Había buscado información, había leído de todo, hasta una novela en inglés con romance y divorcio adentro del Darién. Pero no dimensioné los datos: precipitaciones, índice de pluviosidad más alto del mundo, nueve mil milímetros anuales; el elemento permanente en la selva del Darién no es la fotografía, no es la imagen muda y seca que registramos, es el agua, la humedad, lo mojado. El agua, el ruido del agua, el olor del agua.

Más de trescientos ríos, más barriales, más los charcos que nadan sobre la plasticidad del suelo y se ensanchan.  Usar mis botas era lo mismo que andar en ojotas, solamente me protegían la planta del pie. A través de la media caña, a cada paso, entraba y se escurría el barro. Había algunos puentes rústicos, troncos cruzados o tablas sin clavar.

Había que tantear bien antes de afirmar el pie y avanzar a paso de caracol. Un caracol se deslizaba a centímetros de mi pie. Era más rápido que yo. Se me ocurrió que en realidad el caracol era más intrépido que yo. Un caracol intrépido parece algo inconcebible, pero así son los caracoles del Darién. Yo avanzaba despacio, más despacio que el caracol, buscando los claros entre la maleza voraz que, sin embargo, no me devoraba. Tampoco las serpientes, las presentía sin admitir el presentimiento. Las negaba. Prefería engañarme, no había visto a esa víbora que tras un siseo fugaz, se escabulló, no era la punta de su cuerpo ese dedal escaramujo detrás de la mata. Prefería a las mariposas azules, la naturaleza no puede ser letal si hay mariposas azules que se pasean como ángeles entre las hojas.

Los puentes colgantes tienen algo apocalíptico. Algún día va a pasar. Algún día se va a caer. Y no es como en la cornisa que flota en el aire y por la que codo a codo cruzo el infinito con Froloff. Los puentes colgantes se van a pique. Algún día va a pasar, sólo espero que no sea hoy, que hoy no sea abril y no sean las cuatro de la tarde porque está lloviendo, y ese es mi destino. Todo el tiempo ha estado lloviendo. La lluvia, el barro, los charcos, no me dejan ver qué pasa en el suelo que voy pisando, pero corro el riesgo, confío en el pulso del instinto. Sigo. El barro se me acomoda debajo de los tobillos y se amasa sobre el empeine, hay otro puente y aprovecho a vaciar las botas y a sentarme un momento. Sólo un momento.

Los puentes colgantes no me gustan pero no deben amilanarme y es preciso seguir. Otro puente colgante. Colgante colgante. Nada más que eso. Sin barandas, sin agarraderas. No tengo de dónde sostenerme más que el brazo invisible, el brazo intangible de Froloff que me acompaña. Su voz se agarra de mi cabeza como una morsa de utilería, sin apretar, pero firme. En el aire no se tambalea ni una gota. La lluvia ha quedado detenida en el espacio por un segundo en el que canta un pájaro. La naturaleza no puede ser fatal si hay un pájaro que canta. Aprovecho ese segundo y ese canto para dar con tranquilidad y hasta diría con alegría, el paso final al puente. La lluvia vuelve a desplomarse, de pronto, como si el mundo entero llorara cuando me paro segura, del otro lado del río. Alguna vez hubo un cable que ahora cuelga de un tronco en este lado. Hubo alguien que cruzó el puente, alguien que enrolló el cable, alguien que lo dejó en el tronco. Alguien construyó el puente y caminó en este mismo sentido asegurándose en el cable, como si sólo así fuera permisible sobrevivir a ese río bravo que se revuelve en sí mismo.

 

El Darién no me devora, no me ahoga ni me encierra, y aunque la selva es profusa no crece más rápido que el minutero de un reloj. No sé qué hora es. No sé qué día es -eso nunca- pero sé que no puede ser abril porque hace apenas unos días era diciembre. Tampoco sé cuántos kilómetros anduve, ni qué río es ese, pero siento que he avanzado, que quizás estoy en la mitad o por llegar a la mitad, y aún puedo ver claros entre la vegetación y seguir mirando al sur. Sigo. Toda mojada y sin remedio ni prenda seca. El punto de empapado no puede ser mayor, ha llegado al límite, la mochila, la ropa, el pelo, los pies. El punto de embarrado tampoco da tregua, donde me paso la mano se embarra la mano y donde me toco se embarra la cara se embarra el pelo.

Ya no veo, el barro y la noche. El fastidio de estar toda mojada y el fastidio de no poder limpiar con nada el barro porque todo está definitivamente embarrado, agota mi fortaleza. No hay opción, volver atrás sería el mismo esfuerzo que seguir adelante. Camino un  poco hasta que no veo nada. Nada más que Nada. Tanteo un sitio un poco ancho y sin charco, extiendo la bolsa de dormir que también está empapada y me acurruco sobre ella para que pase la noche y mientras tanto, descansar el cuerpo. Intento dormir con un solo ojo, alerta en la somnolencia. Aprendo los ruidos, mentalmente clasifico de qué son y mido la distancia de dónde vienen. La oscuridad no me ayuda. La noche me los acerca. Los siento cerca. Muy cerca. Estoy atenta, pero la lista de ruidos es como el rebaño de ovejas que contamos para conciliar el sueño. La lista se vuelve onírica y escribo garabatos que chorrean por un papel mojado como si fuera un tobogán. Quiero leer qué son esos ruidos que escribí pero no me entiendo la letra. El papel se me va de las manos, la lapicera se mezcla con la barza del pantano y me da igual. Aflojo los puños que cerraban la bolsa de dormir sobre mi cuerpo y me quedo dormida.

Cuando un escalofrío nos recorre la piel toda junta al mismo tiempo, dicen que pasó la muerte. La gente se frota para sacársela de encima. Yo, en cambio, la abrazo porque sé que es la presencia de Froloff. Un escalofrío me recorre y me abrazo a mis brazos. No quiero que me despiertes, le pido; por favor. No quiero despertarme. El sueño me ha vencido, y los ojos se niegan a abrirse. Tengo frío, tengo mucho frío. Un frío que no puede ser posible. No puede ser posible en el Darién porque es húmedo pero intensamente tropical, pero yo sigo sintiendo escalofríos, uno enseguida del otro, como si alguien me sacudiera, como si alguien me siguiera sacudiendo, como si me quisieran desabrazar los brazos. Me sacuden la superficie de la piel mojada como si fuera posible despegarla de otra piel y eso me hace tiritar hasta los huesos. Me despierto convulsionada y me quedo dura y fija en sus ojos amarillos. Nunca antes había visto algo así. El lomo agazapado se teje en una red con las ramas del árbol. Es una pantera más negra que la noche. No puedo quitar mis ojos de sus ojos amarillos. Nos miramos fijamente. Sin pestañear. Si llegara a pestañear le daría a entender que soy algo vivo entre la maleza y la lluvia. Ella está quieta, tan quieta como yo, y muy cerca. Dios. Invoco al Dios en cuyo nombre vengo de pecar. Dios en el que no puedo creer. Imploro. Árboles. Seres de luz. Michel.

En medio de la noche, en medio del Darién. Mi peor miedo era al hombre. Miedo a ser asaltada o violada, a que revolvieran entre mi ropa y encontraran las dos monedas de oro que yo creía que podían salvarme, pero el oro no puede salvarme ahora. La pantera eriza el cuerpo y gruñe, no le bajo los ojos y lo único que se me mueve es una lágrima. El agua de la lluvia, el agua del techo de los árboles, el agua de los charcos, del suelo, de la transpiración, y el agua de una lágrima. Dicen que pasó la muerte, digo que es Froloff. Michel, lo llamo.

Una ráfaga de viento y un chaparrón se descuelgan sobre mi cabeza. Un pájaro enorme penetra la fronda en vuelo directo hacia la sombra, chilla o gruñe como la pantera misma.  Se la lleva por delante, se arroja en su cuello y le arranca los ojos amarillos con el pico rapaz. El cuerpo de la pantera se debate entre las garras de una harpía que sale de la fronda como entró, sin dificultad y con una buena presa entre las patas. Toda la selva se sacude como si fueran miles las panteras que huyen atropellándose a través de la jungla. No había leído nada acerca de panteras. No se me había ocurrido pensar que en el Darién hubiera  panteras. Me siento muy tonta, muy ignorante. No había aprendido nada y me creía capaz de todo. En ese momento de miedo, sentí que el final podía existir de verdad y supe que Froloff, Michel, me protege de ese final aunque eso signifique transitar la inmensidad codo a codo por la nebulosa pero sin tocarnos. Sin tocarnos, aunque mi único deseo en este momento es poder abrazar-lo sin abrazar-me.

Encogerme adentro de su pecho. Pero no puedo abrazar-lo y al querer tocar-lo, sólo me-toco. Me paro y las rodillas me abandonan y me desarmo como una marioneta en el lodo. No sé si estoy llorando aunque quisiera hacerlo, pero no sé si soy yo la que llora o qué es toda esta agua, entonces grito muy fuerte. Sé que es él mismo el que me levanta desde las axilas como a un chico y de alguna manera me ayuda a seguir caminando en medio de la noche, en medio del Darién. Camino y todos los charcos estancados se succionan por milagro en el lecho de barro. Voy sin ver y voy más rápido. No veo nada y no estoy perdida como siempre. O estoy loca, o voy bien. Es por ahí y estoy segura.

Empieza el día, agradezco a la luz porque de día todo se ve más claro, y esas palabras tan banales son un alivio después de las tinieblas. No es posible que ya haya llegado a la frontera dudosa con Colombia, sin embargo escucho un silbido, y es un silbido y no un pájaro. Ahora el silbido es un hombre, no sé si debo temer o dar las gracias. Su gesto, su ceño fruncido; se queda mudo cuando me ve, tarda en reaccionar hasta que logra preguntarme y usted adónde va, y anda sola, y acá no se puede andar. Voy a Colombia le explico, mi auto va por barco y yo voy a pie. Esta es zona prohibida. Usted es colombiano, le digo, tiene acento. Lleva un arma colgada y ropa de fajina, pero no sé qué es. Un militar solo, es raro, y no me gustan los militares ni las víboras de dedal escaramujo, prefiero las mariposas azules. El sombrero de tela, estilo piluso, me da confianza porque le quita rigurosidad al uniforme camuflado, es un sombrero gracioso que contrasta con el resto de su apariencia recia. A usted la van a secuestrar o la van a matar directamente, me dice negando con la cabeza, sin margen de error. Esta es zona prohibida, repite con el acento colombiano. ¿Pero esto es Colombia? insisto en preguntarle. Esto es la selva, me dice, tierra de nadie,  yo soy colombiano, pero esas cosas mejor ni se preguntan. Creo que el hombre no sabe qué hacer. Saca un pañuelo del bolsillo, me dice que me va a vendar los ojos y me va a sacar de ahí. Escucho que se está desabrochando el cinto y no quiero pensar lo que estoy pensando. Pero con el cinto me ata las manos y me lleva de tiro como a un perro. Así está bien, compañera. Avance, compañera. Me llama compañera. Usted es de la guerrilla, le digo. Acá esas cosas mejor ni se preguntan, vuelve a decirme, pero una cosa sí le puedo asegurar, si la agarran los paramilitares, la matan, sin margen de error. El hombre habla poco, toda respuesta empieza con “eso mejor ni se pregunta”, sigue con algunos datos escuetos y contradictorios y termina con “sin margen de error”. Yo quiero saber, por curiosidad periodística, y por mi ideología. Pero nada me queda claro. Se me ocurre que tiene cara de Jacinto y lo llamo Jacinto, aunque no se llama así, me dice su nombre que no puedo escribir y me cuenta de cómo se había ido cuando el ejército pasaba por las escuelas reclutando a los chicos antes de ser hombres.  Me cuenta de los muertos de los que no puede hacer la cuenta, de la gente común que aparece asesinada con dos zapatos del mismo pie y de distinto número, de las madres asustadas que no denuncian nada porque ya tienen suficientes hijos asesinados y suficientes hijos sin paradero.  Me saca el pañuelo y lo vuelve a guardar en el bolsillo. Entiendo que no me volverá a vendar los ojos. Me desata las manos y se pone el cinto en su lugar. Es un momento en el que ha parado de llover aunque el cielo parece pesar sobre nuestras cabezas. Nos sentamos a comer bananas y a descansar cerca de un curso de agua marrón. Me señala una víbora con la puntera de la bota, la víbora se regodea en el barro, tiene un capuchón escaramujo en la punta de la cola y sisea. Ya vi de esas, le digo, haciéndome la valiente. Su mordedura es mortal, me dice, sin margen de error. Niega con la cabeza mirándome. De qué manicomio habrá salido, supongo que se pregunta. Una rana celeste se mueve con delicadeza entre los juncos. Me enternecen sus dedos frágiles. Le acerco mi mano para que se trepe pero Jacinto me la saca de un tirón. Puede ser venenosa, parece una arlequín, hay muchas especies diferentes. Jacinto no me suelta la mano, ha visto mi anillo, el único que uso hace años y que es un regalo de mi hijo. Está casada, sugiere; sí, le miento. Y dígame, compañera cómo es eso de que un esposo deje ir a su mujer así. Era un plan de los dos, pero a él le dio la malaria; me espera en Colombia. Caminamos todo el día y hablamos.

Antes del atardecer llegamos a la costa. Al Caribe otra vez. Mañana va a pasar la lancha, y cuidadito que la vuelva a ver por allá adentro, que eso es zona prohibida. Acá ya es Colombia, me dice, y a usted nadie la espera, pero igual la tengo que dejar solita, yo no puedo quedarme, compañera, y usted nunca me ha visto.