Me fui con el extranjero porque se parecía a Froloff. Esa fue la única razón. Quería volver a tocar esa mezcla de piel blanda con barba incipiente de su cuello. Según el obituario Froloff había muerto hacía siete años; según yo, aún sigue vivo; pero tocarlo, lo que se dice tocarlo, sólo puedo hacerlo en sueños. La manía humana de desear tocar me persigue y me enferma. La carencia del tocar me angustia. Una vez pensé en hundirme en un lago helado, congelar la enfermedad. Sin embargo ante la asquerosa humanidad freudiana del impulso sexual, ante el vacío de la enfermedad, ante la angustia, Froloff me regala una hoja o un pétalo, ofrenda que es como un caramelo para calmar el berrinche. Supe que el extranjero aparecía en mi camino puesto por él mismo, por Froloff. Justo en ese momento y en ese lugar, el Tapón de Darién. Hasta ahí había llegado en auto, “la autita”, pero a partir de ahí, no se podía seguir, no hay más ruta, no hay más carreteras. Son solamente cien kilómetros que desconectan el cuerpo de América. Dicen que es por la selva, porque esa selva devora con tanta ferocidad lo que se le interpone, que es posible ver cómo brotan las plantas ante nuestros propios ojos. Dicen que la selva del Darién se mueve más rápido que el minutero de un reloj, que las ramas se multiplican el doble de lo que podrían ser taladas, que las lianas se enredan en las piernas antes de que estas puedan dar un paso más, atrapan en una red, y asfixian. Dicen que el Darién se mueve y podemos verlo si estamos dispuestos a morir en el intento. Nadie ha dado más pruebas que palabras o historias como esta. Pocos escaparon a las lenguas voraces dejando tras de sí el misterio sin revelar, la cámara de fotos y la cordura sepultadas en una parva verde infinita y húmeda. A riesgo de todo eso decidí cruzar el Darién a pie. No hay riesgo fatal si pienso en Froloff. Uno junto al otro nos veo ir por una nebulosa, una cornisa en medio del aire, codo a codo entre las sombras y los disparos de la luz, vamos, vagamente entre la muerte y la vida. Codo a codo con Froloff, cualquier sendero, cualquier cumbre, cualquier selva es posible.
Después de muchos días de averiguaciones en Panamá -todo el mes de diciembre estuve dando vueltas con esto-, encontré una compañía naviera que se ajustaba a mi presupuesto. Me explicaron que podían trasladar a la autita en ro-ro y que eso era más barato que dentro de un contenedor. Yo debía llevarla y entregarla con la llave puesta en el Puerto Manzanillo, luego ellos la subirían a la cubierta de un barco que la llevaría hasta Cartagena de Indias, Colombia. La autita debía pasar el Darién por mar en un barco de carga, era la única manera, y yo, en avión o en lancha. O caminando.
Hacía dos meses que había arrancado en Guanajuato, México, y había recorrido, cantando, la cintura delgada pero sinuosa de América Central. Cantaba a viva voz a los colores sin nombre, los verdes incalificables que pasaban por las ventanillas. Cantaba a Froloff, a su aura erguida entre los verdes de la ventanilla y mi mirada. Él, el acompañante, iba sentadito al lado mío, la transparencia de su mano se dejaba caer sobre mis venas alertas en la palanca de cambios. Sentaditos los dos, nos quedamos mirando a la autita que se mezclaba sin timidez aunque sonrojada -al rojo vivo- entre miles de autos estacionados, como si ella fuera la única. Un puntito avanzando en el espacio de un playón interminable.
La miramos, tomando mates con el agua que quedaba en el termo y un injusto sabor a desprendimiento. Una amargura que no valía la pena pero que tenía que ver con la desprotección de pronto. La autita era la casa, la casa con ruedas, y la casa se alejaba de nosotros para cuadrarse en un lote de vehículos con número de orden y bill of lading.
Pero no había forma de seguir en ella en ese angosto tramo del camino, y abrigué a la nostalgia con la ilusión del reencuentro. En pocos días más. Ellos dijeron “una semana”. Sonreí y, sin soledad pero a simple vista sola, acomodé la mochila de entretiempo, y caminé a la salida del puerto.
El Puerto Manzanillo está en Colón. Colón tiene fama de ser una de las ciudades más peligrosas del mundo. La gente que pasa por Colón va al hotel y se moviliza en taxi. Del hotel, taxi al centro, taxi al hotel. Nadie camina por las calles de Colón. Es el segundo puerto libre más grande del mundo después de Hong Kong. Los trámites son enrevesados pero como por debajo de la mesa, la mercadería circula rápido. Uno no alcanza a ver nada. Tampoco a entender. Aunque en Panamá hablan castellano, uno no entiende. Las maniobras se hacen solas mientras una voz que sale de una coladera de metal, nos automatiza, y, embobados, pasamos papeles sellados en una caja que va y que vuelve por debajo de una ventanilla negra.
Con la mochila liviana colgando de un solo hombro, me paré en el borde de la ruta para hacer dedo. Sintecho. No andaba nadie. El vaho del calor de la siesta levantaba un reflejo alucinante hasta la altura de mis ojos. Recordé a ese tipo, el extranjero. Él también andaba viajando en auto al sur, en una camioneta. Nos habíamos conocido entre esas idas y vueltas tratando de encontrar una naviera. Yo le había visto el cuello y se lo había deseado. Esa mezcla de piel blanda y barba incipiente. Hablé con él como si no hablara con él, él no me interesaba. Imaginé que si así eran los pliegues de su cuello, que si hacía esa arruga en el borde de la sonrisa, posiblemente tendría más de Froloff para darme. No tenía su mirada. Nadie la tiene. Pero al menos era una mirada clara. Y quizás si se callara, si lograra hacerlo callar y que no hablara en inglés, entonces podría volver a tocarlo a él, a Froloff. La manía humana de querer tocar. La enfermedad asquerosa. El extranjero también tenía que embarcar algún día de esos. También tenía que hacer el trámite, contratar la naviera, ir a Colón, no cruzar el puente y seguir de largo para entrar en Manzanillo, hablar con el robot por la coladera de la ventana negra, pasar los papeles por la caja, equivocarse, ir otra vez abajo del toldo, poner otro sello, volver al edificio de la naviera, volver a pasar la caja, volver a hablar con nadie y salir a esta calle, esta ruta donde el vaho de la siesta levanta un reflejo alucinante hasta la altura de mis ojos y entre el vaho se ve llegar, como otra alucinación, una camioneta azul.
Dijo que estaba verificando el camino, que era un hombre precavido y quería asegurarse cómo era eso de ir a Manzanillo y no cruzar el puente, pasar de largo, entrar a puerto; familiarizarse con el lugar, las ventanillas negras, los edificios, el toldo, el playón interminable. Lo invité a invitarme. Querés que te acompañe, yo ya hice todo. Así que lo llevé. Le mostré la secuencia de oficinas por las que debería pasar a sellar algún día de esos, cuando embarcara la camioneta. Y ahora cómo te vas a ir, me preguntó. Caminando, me encogí de hombros.
Estábamos sobre la costa del Atlántico, el Caribe, y yo debía volver al interior y viajar hacia el sur hasta el final de la ruta. Luego adentrarme en el Darién. Al principio habría un camino de tierra, después senderos de poblados, caseríos cada vez más ralos, y la selva. El Tapón de Darién que cerraba su propia fronda de secretos y al que yo, lejos de temer, ansiaba. El carguero saldría en una semana y ahí estaba el extranjero, hablando en inglés, admirándose en inglés oh, my god, de la sorpresa de volver a encontrarnos, y preguntándome en inglés si quería pasar un par de días con él recorriendo la costa del Caribe panameño. Pasaríamos por Puerto Lindo donde él se había alojado, recogeríamos sus cosas, compraríamos algo para comer, y nos iríamos a una finca de unos conocidos suyos que ahora no estaban. Como si lo hubiera planeado. Sonaba bien, aún en inglés. Podía quedarme ahí, al borde de la ruta, hacer dedo hasta el centro de Colón donde todo el mundo toma taxis, ir a la terminal y tomar un autobús que me acercara lo más posible al Tapón, quizás hasta Metetí, uno de los últimos pueblos al que la carretera se las arregla para llegar antes de enmadejarse en la jungla. O podía irme con él. Subirme en la camioneta azul, viajar a Puerto Lindo y después adónde, le pregunté. A Nombre de Dios, me dijo con esa arruga al costado de la sonrisa. Nombre de Dios, digna paradoja para esta aceptación al infierno, pensé, y me subí a la camioneta.
Froloff es francés, a pesar del apellido ruso y los ancestros, y además tiene una voz grave de esas que hacen tambalear los cimientos. El extranjero, no. Tampoco era desagradable sino todo lo contrario, era simpático, era muy amable, ni siquiera era denso ni un tipo baboso. Me habló de su historia, de su pasado, de por qué viajaba. Yo prefería mirarlo a escucharlo. Buscarle a Froloff entre los dedos. El extranjero era de su misma edad, esa edad en la que Froloff ya no podía gemir más que de dolor. Yo quería saber, tocar más acá de los sueños, como sería él, cómo sería su piel, y yo sabía, además, que esa oferta de la realidad, tan visible, y tangible, no era una casualidad. Mi soledad no era la soledad plena. Podía sobrevivir a la vacuidad del tacto. Podía ser feliz, era feliz, lo estaba siendo aún sintecho y a simple vista sola, en el peor lugar imaginable del mundo y ante las peores perspectivas. Era el propio Froloff el motor de esa camioneta azul que me estaba llevando al mismísimo Nombre de Dios. Lo dejé hacer. Y al otro, lo dejé hablar en inglés. Íbamos rodeando los vericuetos rocosos de la costa, el ruido del motor, música en inglés más inglés, el chasquido de las olas, mi brazo afuera de la ventanilla dejándose remontar por el viento. Yo ya había sido transportada a otra galaxia. A la cornisa de la nebulosa. Y si lo miraba, la arruga en la sonrisa. No tenía dudas. Me entregué.
Llegamos a la tardecita a Puerto Lindo y salimos a caminar entre dos hileras de árboles al costado de la bahía. La transpiración de la tierra se condensaba en la corola de las ramas.
Las olas débiles se rendían agonizando contra la voluptuosidad de las rocas. Nos sentamos frente al agua por una súplica de frescor para nuestras mejillas. Apenas por una súplica de frescor. Pero él sonrió con la arruga al lado de la boca.
Dos botes se apareaban sin temor a la incertidumbre. Dos botes entre la costa tan cercana como inaccesible y el océano impreciso. Dos botes horizontales. Dos cuerpos anclados.
Cuando la noche se tendió sobre las sombras y uniformó el pudor en un solo tono oscuro, volvimos a la camioneta. Tomamos la ruta de la costa, una ruta sencilla, de pavimento o alisado de material pero sin marcas. Aparecen curvas y caseríos a la luz de la luna y de las candelas. A estas horas, únicas en las que se apacigua el calor, la gente saca las reposeras a la calle. Hay chicos jugando. Un muchacho trata de besar a una mujer contra el marco de un zaguán. Unos chicos manotean chicles de una mesita iluminada con velas, la mesita es un quiosco y lo atiende una viejita doblada en dos. Como en Iquitos, recuerdo. Voy mirando. No escucho nada de lo que me habla. No quiero escuchar. Sólo cuando paramos me doy cuenta que hubo una decisión imprevista. Vamos a comer algo en ese lugar. El lugar es el patio de una casa. Bajamos y me propongo no ser injusta. El hombre es definitivamente amable. Gracias a la vida, y gracias al hombre que me saca fotos cuando las hijas de la del restaurante juegan a la peluquería con mi pelo largo y me hacen trenzas. Lo dejo que me tome la mano, tal como si fuera él mismo, un amigo, quizás, un amigo por qué no, pero no puedo dejar de encontrarle a Froloff entre los dedos y entonces le beso las manos. La arruga al costado de la sonrisa me lo agradece y yo me acerco a besarlo, se me escurren las trenzas entre los deditos mulatos de las nenas, las trenzas se deshacen en jirones y yo me deshago en lágrimas.
La madre, la que cocina, reta a las nenas pensando que me han hecho mal. Podemos hablar en castellano, pero es difícil encontrar las palabras para explicar lo que me pasa y no me pasa nada. La cena está lista.
Nos indican cómo seguir el camino a Nombre de Dios. Ya no queda nadie ni la noche misma afuera, es lo que dirían una boca de lobo. Entramos con la camioneta azul en la boca del lobo, no puede haber cordero más inocente en Nombre de Dios. Acampamos y nos acostamos largo rato sobre el pasto a mirar las estrellas. Hablamos en susurros aunque nadie vaya a despertarse. Estamos, o él lo cree así, absolutamente solos en esa finca. Los grillos. Las ranas. Las estrellas. Las vemos caer y pienso en todos los deseos que tengo. Los digo en voz alta, él no entiende nada, qué va a entender, cordero de Dios en la boca del lobo en Nombre de Dios. Porque puede haber víboras nos metemos a dormir en la carpa, pero no dormimos. Le busco la piel debajo de la ropa y le encuentro otra piel. Le amo la piel que no es suya. Toda la noche. El cuello y la piel blanda con las asperezas de la barba incipiente. Gracias a la vida maldigo a tu muerte y gracias al hombre que es, y al hombre que fuiste.
El extranjero duerme fulminado. Un tipo macanudo. Empieza a amanecer y yo ya no puedo verlo más. Saco mis cosas de la carpa, me desperezo estirándome en la inmensidad, me sobrecoge un silencio ajeno al mundo y, en ese silencio, sin el más mínimo ruido posible, me visto, cierro mi mochila, y me pierdo en la espesura hacia el interior y hacia el sur en dirección al Darién.
En épocas de encierro nada mejor que leer sobre viajes. Me gustó mucho, pude sentir todo en la boca del estómago y en la punta de los dedos.
Qué bueno Rocío! Me alegro de poder acompañarte con alguna historia! Fueron momentos de mucha intensidad en aquel viaje en «la autita», mi primer viaje sin mis hijos. Excelente experiencia, recomendable. Pero en bici fue aún mejor! Gracias, y deseo que pronto todos podamos disfrutar de los caminos y la libertad, hoy más valorada que nunca. Abrazos!