Cuando uno más se mueve de aquí para allá, es cuando más se encuentra. He tenido encuentros fabulosos durante el Viaje. Podría escribir un libro de unos cuantos capítulos detallando estos encuentros productos de la “casualidad” en lo coloquial pero que seguramente tienen que ver más con alguna conexión que no podemos explicar, una conexión mágica.
Entre 2009 y 2010, viajé en un auto pequeño desde Guanajuato, México, donde había vivido varios años, hasta San Pedro, Argentina, mi ciudad natal. Era mi primer viaje sin mis hijos. Apenas entré a Panamá, tras cruzar ese temerario puente sobre el río Sixaola, decidí relajarme y calentar agua para el mate en una estación de gasolina. Allí se acercó un muchacho curioso que me hizo unas cuantas preguntas acerca de mi periplo. Cada cual siguió su ruta. Quién iba a decir que, cayendo la noche y cuando decidí buscar posada, golpeé una puerta y fue ese mismo muchacho, de quien aún no sabía ni el nombre ni nada, quien me abriera esa puerta.
Durante ese mismo viaje y también en Panamá, tuve que embarcar el coche para cruzar el Darién hacia Colombia, ya que aún no existe carretera para hacerlo. Se trata de un trámite necesario, tedioso, caro, un fastidio y que, además, nos pone de patitas en la calle en uno de los puertos más peligrosos del mundo. Ahí quedé, de patitas en la calle. Y de pronto, como un espejismo en el asfalto, apareció una camioneta azul, era otro viajero con quien había compartido la cocina y la charla en un hostal hacía algunas semanas.
Cuando en 2015 cruzamos en bicicleta América Latina, en Nicaragua tomamos una lancha para visitar la isla de Ometepe. En cubierta conocimos a un viajero de Nueva Zelanda que vivía en Inglaterra. El viajero vio mi bandera palestina sobre mis alforjas y comentó que le gustaba. Entonces le conté que había sido voluntaria allá y él me contó que su esposa también. Habíamos estado ambas en ciudades cercanas. Pero la casualidad no se conformó con eso y, al cabo de un tiempo, este biciviajero nos envió unas fotos en las que aparecía yo, trabajando en la escuela beduina del Valle del Jordán y que su esposa había tomado. Ella había visitado la escuela donde yo trabajaba y habíamos compartido una jornada en Palestina.
En 2013 anduvimos con la amiga Stellete y mi hijo Martín por los Himalayas, y tras escalar esas alturas glaciares, decidimos ir a relajarnos a las aguas tibias del sudeste asiático. Recorrimos varios países y cruzando a pie una de las fronteras, por Camboya o Laos, a una hora en la que todavía estaba oscuro, nos sorprendió encontrar a un chileno con quien, “casualmente”, habíamos compartido la mesa y la charla, en Namche Bazaar.
En la Huella Andina de 2014, que hicimos con un grupo de amigos sampedrinos, llegamos a Puerto Arturo y estuvimos conversando largo rato con un español, hablamos y hablamos, y entre dato va y dato viene, exclamó sorprendido: “-ah! pero tú eres María, la del bló!” Este muchacho llevaba como guía, las páginas impresas de un blog que yo había escrito cuando recorrí la Huella por primera vez.
Mucho antes, en mi tierna juventud, 1985… 1986… fui patinadora de hielo y trabajé en la compañía Holiday on Ice. Cuando me integré a esta compañía, toda la comunicación era en inglés pero yo me manejaba mejor en francés ya que había estado un tiempo en Francia tras haber ganado un concurso de canto. En Holiday on Ice eran exigentes, el inglés era una orden, y el resto del elenco, un poco saturado de vivir viajando en esa especie de circo patinador, no tenía interés en recorrer las ciudades del mundo por las que pasábamos. Aún no tenía a mis hijos y entre el idioma, la exigencia, y mi incipiente nomadismo, me sentía sola. Entonces conocí a un patinador llamado Farid, era marroquí francés y le gustaba aprender del mundo, así que nos hicimos entrañables amigos y compañeros de travesía mientras duraba la gira. Cuando yo decidí no renovar una vez más mi contrato, nos despedimos. Le dije que si alguna vez tenía un hijo varón lo llamaría Farid. No existía internet en ese entonces y nunca más nos volvimos a comunicar. Veinte años después, cuando yo vivía en Guanajuato, volví a patinar. Ya existía internet así que googleé pistas de hielo y hete aquí que mi ex-compañero, Farid, era el director de patinaje artístico de México, se había casado con un mexicano y vivía allí, así que, dos décadas después lo choqué por sorpresa en un flip que se convirtió enseguida en un gran abrazo.
Lo paradójico es que, a más movimiento, más encuentro.
Nada tan mágico, sorpresivo, y hermoso, como encontrarte con tu hijo en un aeropuerto. Cuando viajamos a Nepal, mi hijo Martín y yo, llegaríamos a Katmandú el mismo día con dos horas de diferencia. Sabíamos alrededor de a qué hora llegaría cada uno de nosotros pero no sabíamos qué tipo de vuelo teníamos. Yo hice escala en Nueva Delhi, busqué agua para el mate, y me senté a esperar mi conexión. En eso veo un grupete que viene saliendo de una puerta, de otro vuelo, y en el grupete distingo una chuequera familiar, levanto la vista y aparece ante mí una sonrisa enorme “-qué hacés vieja!!!” Era mi hijo Martín, quien también tenía una escala en Delhi de la que no habíamos hablado para nada. Si hubiéramos sabido y planificado esa mateada en la India, no nos hubiera salido tan bien.
A cada anécdota que racconto aquí y ahora, me surgen espontáneamente recuerdos de más y más. Cuando encontré a Lucie en Samara, canadiense que había sido alumna de la escuela de español donde trabajé, o que Zhionny, alumno también de esa escuela, y amigo, hubiera sido compañero de universidad del hijo de dos amigos de San Pedro exiliados en New York, o el encuentro con los chicos de San Pedro que viajaban en auto cuando nosotros en bicicleta y nos cruzamos en la ruta por el río Tárcoles de los cocodrilos.
O el profesor de batería en Barcelona cuyo contacto sacamos de un papel pegado en la pared y cuyo padre resultó ser que tocaba con Oscar, el pianista de mi antigua banda, o el dueño del Jazzsiclub que frecuentábamos allí y que justo se hospedó en el hotel de Estambul donde yo era recepcionista, y allí mismo, en ese hotel de Estambul, los hijos de una vecina cercana de San Pedro, que al conversar resultó que ya me conocían por charlas, y exclamaron “-ah, vos sos María la que viaja!” O que una amiga virtual se acerque a mi recóndito fogón junto al lago Quillén, o encontrar empleo en Bilbao y enterarme de que a pocas cuadras de mi flamante trabajo vive un vasco con el que compartimos un campamento de paz en Chiapas, o que mi hijo Martín necesite un teléfono en un puerto de Nicaragua y sea Juan, de quien justo estábamos hablando, el que aparece en medio de la calle para prestar su teléfono, o que alguien se cruce en nuestro sendero bajo la lluvia en los Annapurnas y sea una chica búlgara en cuya casa, en Sofia, terminaré viviendo meses después. Cómo explicar tanta “coincidencia”.
No me da la memoria ni la capacidad de redacción para contar y nombrar a cada encuentro. Son infinitos. Tantos encuentros, de este y otros mundos, algunos así de “casuales”, pero clandestinos y secretos y que no se pueden contar, y los que quizás faltarán aún…! Hay algo de hermandad en cada encuentro. Algo que excede nuestra capacidad racional de explicar por qué sucede así, y sin embargo sucede. Andar te pone en vereda, te pone en el sitio correcto. Al menos así me pasa a mí, en el Viaje, así nos ha pasado en el Viaje con mis hijos, desde siempre. Cómo explicar sino la historia ya contada de decidir empezar a buscar los indios de verdad entre Iquitos y la incertidumbre de un 1995 no digital, y que justo en San Pedro, pueblo aún, hubiera una familia de esa ciudad remota. Creo que deberé reconsiderar la posibilidad de un libro de capítulos con encuentros. No solamente con personas, sino también con lugares que tienen algo mágico en relación a nuestra amplia vida, no sólo a este cachito de vida.