Día 1 (21 de marzo de 2015) – De Coyoacán a San Pedro

Llegó el día de empezar a escribir la verdadera historia de cada día de este viaje. Historia que ya había empezado con el sueño en ciernes y los preparativos para llevarlo a cabo. Un amigo de Martín, Alex, compañero de la universidad y de la banda de música, se sumó a hacer la travesía con nosotros. Él viajaría en una bicicleta similar a la mía pero rodada 29 como la de Martín. Salimos de mi última guarida en el barrio de Coyoacán. Coyoacán es uno de los barrios más pintorescos de la ciudad de México y me atrevería decir que del mundo. Una joyita. Abundan las calles con bulevares y jardines en el medio, las avenidas que embotellan en una sola arteria el murmullo de los callejones tranquilos, los frentes barrocos, una plaza que sigue de otra, los bancos a la sombra y las fuentes encendidas. Hay museos, artistas y gatos, historias de amor y de guerra.

El primer escollo con que nos encontramos fue el de amarrar los bártulos. Armar la carga el primer día nos tomó más de dos horas. Empezamos a las 6 de la mañana. Habíamos dormido poco, quién podía pegar un ojo esa noche previa. Estuvimos probando, cambiando la mochila y la carpa de lugar, desarmando las alforjas, sacando una cosa de acá para ponerla allá. Era un lío. Atamos con sogas plásticas comunes. Cada uno trataba de descubrir la mejor estrategia para ajustar la carga con nudos infalibles, sin embargo, apenas habíamos avanzado uno o dos kilómetros, en plena Avenida División del Norte de México Distrito Federal, el bulto de Martín ya se había caído por completo a un costado. Tuvimos que hacer un alto y acomodar otra vez. Para entonces yo ya había parado a poner la cadena. Se me zafó a dos cuadras de la casa y por primera vez en mi vida. Ahí descubrí que no era tan sencillo bajar de la bici y sostenerla con el peso de la carga. Bajar sin revolear la pierna por encima del asiento como de costumbre porque la carga es alta y se atraviesa. Flexionar la pierna a través del caño para subir y para bajar y encontrar un lugar donde poder sostener la bici sin que el peso la tumbe.

Yo había salido antes para no interferir con las despedidas. Salí aullando de felicidad. ¡Al fin el camino! ¡Al fin, vamos! Varios amigos de los chicos se habían congregado frente a la casa de Coyoacán. Uno de ellos, Pablo, nos acompañó con su bicicleta más de 10 kilómetros. Pedaleó junto a nosotros, desacelerando la partida. Por suerte o por desgracia no sufro el apego-desapego. Quizás sea porque siento que mis afectos más entrañables, pocos pero muy entrañables, viajan conmigo a todas partes y me abrazo a ellos en el recuerdo y los sueños. Van de verdad conmigo. En mí. Les escribo desde la carpa. Les escribo esta historia a cada uno y los veo muy cerca, al lado mío, sentados en ronda, acá están todos, y eso que mi carpa es la carpa más chica del mundo.

Salir del DF es como salir de una maraña. Estábamos en una de las metrópolis más grandes del planeta. Mareados de calles, diagonales, avenidas, periféricos; mareados de ilusión e insomnio. A pesar de conocer la ciudad y de haber vivido ahí bastante tiempo, no encontrábamos la salida. La ciudad de México parece eternizarse a lo largo y a lo ancho, parece reproducirse en colonias y delegaciones de nunca acabar. Tuvimos que parar a preguntar muchas veces. Pero fuimos saliendo. Ya estábamos en Xochimilco que nos despedía con la postal viva de las trajineras de chalupas de colores. Arrastramos esta postal en la mirada que se nubló poco a poco al cruzar el enorme Canal de Chalco. Olía a hierbas desgajadas del río y en su interior más profundo olía a podrido, pero salimos de Chalco y tras mucho preguntar otra vez, respiramos el viento y la polvareda hacia Tenango del Aire. Tenango del Aire con su iglesia color violeta y, sin subir a la autopista, un pueblo y otro más, todos derrochando colores y estridencia. Eran las fiestas de San José. México siempre tiene un santo para celebrar y las plazas de los pueblos se inundan de ruido y mercados, puestos y calesitas, y trajes y comidas típicas que conjugan la religión del colonizador con ritos y danzas ancestrales. Nuestras bicicletas obesas de equipaje se abrían paso entre el bullicio popular esquivando copos de azúcar y vendedores de pochoclo. En Amecameca paramos en la plaza central a comer rico pozole y otros sabores mexicanos para acumular nuevas fuerzas y encarar la subida hacia Paso de Cortés, el paso que se abre entre dos volcanes legendarios, Iztaccíhuatl y Popocatepetl. Los vendedores se acercaban con sus bolsitas de aguacate, granada, duraznos. De a 15 pesos la bolsita de fruta. Muy barato. Lástima que ya cargábamos mucho peso y que el viaje en bicicleta requiere liviandad y pocas cosas. Hubiéramos querido comprarles para complacerlos. Insistían con evidente necesidad de vender algo aprovechando el convivio. Me enternece y entristece el recuerdo de los rostros arrugados, las caras de los viejitos, la silbatina desdentada, la voz baja y el silencio. Otra vuelta a la plaza. Quién sabe desde dónde acarrean las bolsitas de frutas hasta el centro del pueblo.

Amecameca marca un hito. El pie de la montaña. Allí empieza el ascenso al Paso de Cortés. Es subida y punto. Si uno mira la carretera hacia adelante parece llana, pero a medida que uno avanza y mira hacia atrás, ve cómo es una ladera sin altibajos, sólo subida. Hicimos 7 kilómetros de esta subida sin tregua hasta descubrir el “Ecoparque San Pedro”. Llegar a un paraje llamado ‘San Pedro’, el primer día, no podía ser más auspicioso. No sabíamos de su existencia y lo interpretamos como una buena señal. Llegar a San Pedro era resueltamente nuestro destino del viaje que acababa de comenzar. De México a San Pedro en bicicleta. Estábamos fuera de temporada, las instalaciones del ecoparque no estaban habilitadas pero nos dejaron acampar sin cobrarnos. Nos atendieron Vicente y Emuel con el beneplácito del propietario, Víctor Plazas. Vicente y Emuel, carabina en mesa, fueron nuestros vigías. Nos advirtieron que esos parajes, alejados y solitarios, son peligrosos. La advertencia de peligro se repetiría prácticamente durante los siete meses y medio de viaje. “Ecoparque San Pedro” está en un bosque de pinos sumergido en la cordillera volcánica. La vista de cráteres extintos y humeantes es increíble. El lugar, parquizado por la naturaleza, incluye un laberinto, juegos infantiles, asadores, canchas, y varias construcciones más, estilo quinchos.

Datos técnicos:


Coyoacán-San Pedro 70.43 km
7.02.52 hs
Total: 70.43 km.

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