Kathmandu kaótico kilombo

Kathamandu,
kaótico kilombo. El encuentro con la capital nepalesa ha sido chocante. Un
tanto inesperado. Demasiada gente en calles estrechas donde se arremolina un
polvo fino que se nos mete en la nariz, se nos pega en los ojos, se nos
incrusta en la piel. En esas calles estrechas se disputan el paso miles de
motocicletas de todos los tamaños, autos desvencijados, jeeps, y los
tradicionales rickshaws con sus tres ruedas y sus carros decorados con antiguas
telas brillantes opacadas por el polvo. La gente parece no inmutarse del barullo
cotidiano. Nadie se queja de los bocinazos o de estar esquivando paragaolpes y
guardabarros. No hay un lugar definido por el que uno deba circular, no hay
veredas en casi ninguna parte, así que todo el mundo, todo este lío de personas
y vehículos se mezcla por la misma senda. Las mujeres envueltas en sus telas,
se protegen la boca del polvo, muchos usan barbijos. Este kilombo discurre
sobre los antiguos esplendores de un escenario sorprendente, debajo del  kaos, alrededor del kaos y entre el kaos, se
alzan altares que pasarían desapercibidos si uno no pudiera mirar más allá del
tinte opaco de la tierra. Están entre la gente y la gente sobre ellos o
alrededor de ellos. Hay miles de altares por toda la ciudad, stupas, y pagodas,
budistas e hinduistas. La gente pasa y hace rodar los rodillos de oración,
tocan la campana, otro sonido típico de los rincones concurridos de Kathmandu,
se pinta la frente, o le da de comer a los ídolos cuyas bocas tienen siempre
algo pegado, y cuyos cuerpos están siempre teñidos de rojo, y rodeados de
caléndulas.  Es fácil perderse en esta maroma de espiritualidad trashumante, de ruido ensordecedor, de puestos de artesanías, y de todo tipo de negocios. No es fácil acostumbrarse, es agotador, y uno requiere la paz del silencio. Alienta saber que pronto estaremos en las montañas.

Ayer vimos a una diosa viviente, la Kumari que significa “pequeña”.
Sale de su pagoda budista seis veces al año, y ayer justo le tocó uno de sus
paseos en palanquín dorado. La esperamos desde las gradas de otra pagoda donde
se amontonaban los colores de la gente. La ciudad huele al almizcle, a sándalo,
a hierbas aromáticas. A curry. Hay fuego encendido alrededor de las stupas y
las gompas, la gente pasa, se persigna en la frente y cerca de la boca que musita
alguna palabra extraña. La comida es picante pero de un picor nuevo, diferente.
Una mezcla de especias que cuajan con agradable placer en el paladar. El té con
jengibre. No hay duda que entre esta batahola contemporánea se esconden muchos
misterios y una magia que aflora y que tenemos que tomarnos la calma de
contemplar. Sin duda nos alimenta el alma de algo nuevo que irá aclarando con
el tiempo y los pasos que demos a partir de hoy hacia más allá de las nubes.

2 comentarios sobre “Kathmandu kaótico kilombo”

  1. Gracias Adrián, tal cual según tu comentario, Nepal es un contraste acentuado entre la belleza conmovedora hasta las lágrimas y el dolor humano, también hasta las lágrimas, pero desde otro lugar del alma. Gracias por acompaniarnos!

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