La cocina de fierro en el largo pasillo estaría encendida desde mucho antes de que nosotros despegáramos los ojos. Los jarros hervían agua para té común o de jengibre, el café se asentaba, y las salsas disputaban sus aromas entre el patio y la calle. No nos apuramos en salir, presentíamos que por mucho tiempo, muchos meses, no nos volvería a acoger el calor o el amor de un hogar. Además la ropa empapada del día anterior tenía que secarse. Había salido el sol. Un sol momentáneo encargado de levantar las humedades para condensarse otra vez cuando refrescara la tarde. Cruzamos desde la casa de Alfredo y desayunamos con Maribel. Los poblanos tienen fama de mochos -conservadores y pacatos. Sin embargo, en lo personal, los caminos me han llevado a tierras poblanas más de una vez y siempre he sido maravillosamente bien tratada. Una vez, en otro viaje, iba con el mate y el termo bajo el brazo y un poblano me ofreció sin que se lo pidiera, calentarme más agua. Que te den o no el agua caliente para el mate, para mí es clave y, en ese caso, ni siquiera tuve que pedirla. La familia de Pipiz nos conmovió con tanta dedicación. La casa y el corazón abierto. Pensión completa y algo más. Afuera serpenteaba el itinerario, casi escapándose de nosotros hacia el sur.
Cruzamos todo el centro de Tepeaca, atravesamos las vías y luego, al llegar al bulevar, doblamos a la izquierda rumbo a Guadalupe Calderón. El aire huele a cilantro. Más adelante, manzanilla. Y otra vez refresca el aliento del cilantro. Paramos a inflar las ruedas y derechoderecho tomamos la autopista Puebla-Córdoba. Circulamos por el acotamiento, lo que en Argentina llamamos banquina. Mis primeras sensaciones fueron de terror. Martín exclamaba: -“¡este es el viaje más fascinante de mi vida!” A mí, a pocos días de partir, me parecía el más peligroso. Y eso que yo había estado en zonas de conflicto, había estado en campamentos de paz y como voluntaria y hasta de escudo humano en países sometidos por invasiones y bombardeos. Nunca me había sentido tan expuesta al peligro. Los camiones me zumbaban por la izquierda en cada abrir y cerrar de ojos, la bicicleta con toda su carga se tambaleaba, mi cuerpo flameaba como una banderita liviana suspendida en la nada y sólo con mucha tensión en los brazos podía mantener el equilibrio. Me apabullaba el ruido de los motores, el calor de los caños de escape me depilaba la pantorrilla. Los chicos se adelantaban y me dejaban sola. Iba sola
durante horas, vulnerable a cualquier cosa que pudiera pasar al borde de una ruta transitada. Cualquier cosa. En algún momento ellos me esperaban en una garita o en un puesto de venta o una estación de servicios. Ese día de estrés autopístico me esperaron al cruzar un peaje, los vendedores se acercaron con sus bolsitas. Descansamos comiendo platanito con salsa Valentina y masitas caseras. La autopista Puebla-Córdoba es recta, las subidas no son pronunciadas, hay pendiente, pero es leve, y alguna que otra bajadita.
Entramos a Veracruz y nos perdimos en la niebla. Invisibles. Sólo nuestras lucecitas titilando adentro de una nube densa. A partir de Esperanza todo el camino es en bajada. Bajada y bajada. Pero fue bajada con lluvia. Diluvió. Nos servimos de los esporádicos túneles y puentes para esperar a que amainara un chaparrón y le dábamos duro hasta el próximo pero en lugar de amainar -qué Esperanza ni esperanza-, recrudecía. Granizó. Era un espectáculo de la naturaleza pura y salvaje. La naturaleza a su libre albedrío. Los cúmulos de niebla jugando carreras con el viento, el granizo haciendo añicos ese juego y la lluvia como queriendo retar al espectáculo a chancletazos de agua.
“Wow, definitivamente éste se está convirtiendo en mi viaje favorito de los que he hecho. Nunca podría captar en una foto o video la sensación de lluvia con sol y el arcoiris en el agua que levantaban las ruedas de los autos. Los caballos relinchando parados en el granizo, bajando las cumbres hacia Veracruz en medio de una niebla de película, y, para terminar, la adrenalina de ir rápido y de noche bajo la lluvia. Sí, ya sé que estoy loco. Y qué.” (Martín Murzone)
La noche inundaba en reflejos la entrada a Ciudad Mendoza. Muy cerca del acceso a la ciudad hay un hotel que fue el muelle de anclaje. Todo estaba mojado otra vez. Si bien teníamos los cobertores impermeables de tela de paraguas, la lluvia se reiteraba caprichosamente de abajo hacia arriba. Optamos por comprar bolsas grandes de plástico para forrar el interior de las alforjas. El cuarto tenía un balcón techado, colgamos todo y mientras tanto nos dimos una regia ducha caliente y salimos a cenar a un puestito de la calle. Magnífico, 5 pesos las gorditas, 5 pesos las empanadas.