(Foto: Valle Sagrado de los Incas. Perú. 1995)
Delirio de circo ambulante que acuné en mi infancia pecando con el pensamiento anticonvencional, descalza en la adolescencia con un poema arrugado que invocaba libertad, libertad prohibida, a dedo en la incipiente juventud. Paz y amor libre. Pecando de hecho. Nómade para siempre. Asimilada ancestralmente a parajes donde hay un hueco despejado que me espera. Un escalón agrietado, una puerta desteñida encadenada, un árbol corvo tallado a la medida de mi espalda. Hallar las huellas del alba entre las cortinas, seguir su rastro hasta el ocaso, reconocer los ruidos de la noche, el crujir de las ramas, los vecinos nuevos, su manera de saludar y volver. Volver de vez en cuando para tocar a los nuestros, recuperar sus olores, el sonido de sus voces, adivinarles la edad del alma y partir. Otra vez. Ciudadanos del mundo. Aún sin nacer mis hijos mamaron la savia volátil indispensable para el vuelo. Aún sin caminar viajaron en mis hombros y escalaron montañas. Aprendieron mi lengua entre vocablos de lenguas indias y adoraron al mestizo. Gatearon entre las ruinas y gozaron de los despegues de aviones verdaderos. Tantos que ya no recuerdan. La caravana se detiene. La mochila aguarda vacía en el ropero, relaja las costuras firmes que resistieron kilómetros de andadas con cargas obesas, el polvo, las lluvias, las ratoneras de los hoteles baratos. Yo también me detengo. Sigo los pasos de mis hijos. Espero.
San Pedro, Argentina. A pocos meses del regreso de Barcelona. Año 2002.