Dormir en el María Isabel fue una bendición. Presentíamos que la etapa que venía del viaje, adentrarnos en la reserva de la biósfera de Calakmul para cruzar desde ahí a Guatemala, sería complicada. Habíamos evaluado una lista de inconvenientes probables, senderos sin uso cerrados por la mata selvática, huellas poco claras, alimentos para varios días, orientación y desorientación, terreno escabroso con desniveles, tierra, piedra o árboles caídos, presencia de animales, oscuridad total por la noche, circulación de migrantes ilegales, ¿narcotráfico? Sólo la experiencia de estar ahí dentro pudo darnos una idea más precisa. En carne propia. La lista de inconvenientes probables era un poco más larga. No lo sabíamos aún.
Antes de dejar Escárcega pasamos por un Super Che a aprovisionarnos de víveres para los días que vendrían selva adentro. Tomamos la autopista con viento en contra. Al principio no resultó complicado. La ruta tiene laderas, sube y baja, pero son pendientes largas y hacen más llevadera la monotonía del paisaje. Sólo se ve hacia adelante la serpentina gris del pavimento. Durante todo el trayecto, a lo largo de 100 kilómetros, no hay ni una sola gasolinera y casi ningún puesto para pedir o comprar agua. A 36 kilómetros de Escárcega y tras casi tres horas de palear contra el viento, nos metimos en un poblado llamado El Lechugal. Fuimos a una tienda a
a la buena de dios, que sea lo que dios quiera. Sin embargo no dejo de pedalear. No llego a ninguna parte, no veo a nadie, sólo ese revoleo de serpentina de cemento. Voy llorando. Quiero hacer esto. Viajar desde México hasta Argentina en bicicleta. Quiero estar en cada lugar y absorverlo todo por todos los sentidos. Y no sólo eso, también quiero superar el reto de hacerlo en bicicleta. Pedaleando. Pedaleo. Kilómetro a kilómetro. Pueblo pedaleo pueblo. Es un reto contra todas esas calumnias del viento. ¡Viento de mierda! le grito. A 20 kilómetros del Lechugal aparece la laguna de Silvituc y mis compañeros que me esperaban en Centenario, pedaleo pueblo que brota en sus orillas. Tomamos agua y cargamos más en un bar llamado La Pasadita.
-Todo plano, -nos mienten.
El camino se pone más bravo. Cruzamos dos serranías de doscientos cincuenta a cuatrocientos metros. Una bagatela para semejantes gacelas. Sin embargo el viento se ha burlado de mí con ganas y me ha dejado hecha una piltrafa. Sólo me salva el deseo y la convicción de estar más allá de su realidad. Es como hacer magia con el pensamiento, tus deseos se harán realidad. Atravesamos por lomadas esta leve pero demandante serranía. El paisaje mejora, hay más vegetación, árboles de caoba y chicozapote, ya no hace tanto calor y al viento, que se ahoga a mis espaldas, le hago pitocatalán.
Hemos demorado más de lo previsto. La tardecita es la peor hora para los ojos. Llega esa hora tenue del día en que las luces y las sombras son lo mismo. La hora ciega. Queremos llegar hasta un campamento llamado Yaax’che, adentro de la reserva, pero la noche en ciernes nos obliga a quedarnos en Conhuas, 7 kilómetros antes. Conhuas, cinco cuadras de un lado de la ruta y un restaurante del lado de enfrente. La señora del restaurante tiene unas cabañas, cuestan 300 pesos. Nos manda con su hijo. La cabaña es amplia, tiene dos camas matrimoniales con mosquitero y baño. Afuera es una boca de lobo. Apenas se distinguen las siluetas negras de las ramas. El chico enciende unas luces. La energía es solar y la luz es débil. Los murciélagos alterados esquivan la danza fantasmagórica de los árboles. Recién al día siguiente podremos apreciar el encanto del lugar. Un preludio sencillo de la magnifi cencia que nos aguarda en la reserva.
Datos técnicos:
Escárcega-Conhuas 98 km8.38.04 hsTotal: 1448.61 km.
23:22 – María Taurizano, nos cuenta como fue su primer viaje en bicicleta. Tres viajeros recorriendo Latino América, la propia María, su hijo Martín Murzone, ambos argentinos, y un amigo oriundo de México, Huáscar Alejandro López Ochoa. Una experiencia que les ha cambiado la vida y que se convirtió en un libro, “América Latina en bicicleta” que alguno de vosotros podréis disfrutar, ya que vamos a sortear dos ejemplares.
La periodista y docente sampedrina protagonizó un viaje de ocho meses, desde México. Esa experiencia, vivida junto a su hijo y un amigo de éste, quedó plasmado en un libro de viajes que será presentado este viernes en la Biblioteca Popular «Rafael Obligado». En los estudios de «La Radio», María contó algunas de las historias que forman la base de este trabajo.
María Taurizano (49) y su hijo Martín (25) concretaron una muy inhabitual travesía por Latinoamérica. Ambos nacieron en San Pedro, Buenos Aires, pero son nómades por naturaleza. Cada uno por su lado ha vivido en distintos puntos del planeta, inmersos en diferentes culturas. A principios del año pasado decidieron reunirse para encarar el apasionante viaje en bici que María nos cuenta a continuación en primera persona. Por María Taurizano
“Lo hicimos. Nos vinimos desde México DF hasta Argentina (a nuestra ciudad, San Pedro) en bicicleta y llegamos siete meses y medio después. La idea fue de Martín (25), mi hijo. Él vivía en México desde 2003. Nos habíamos mudado después de pasar una temporada en Barcelona. Siempre fuimos nómades y en ese entonces los caminos de la vida tomaron ese rumbo. Desde 2003 y hasta la actualidad, mis dos hijos y yo nos seguimos moviendo. Farid, el mayor, regresó a la Argentina para hacer la universidad, yo me fui a Palestina, a Turquía, a Bulgaria. Martín salía esporádicamente de México y nos encontrábamos en algún otro lugar. A caminar el mundo, escalar montañas, navegar los mares. En bicicleta teníamos en nuestro haber dos excursiones breves, una por el Valle de los Reyes y el Valle las Reinas, en Egipto, y otra en los mil templos de Angkor, en Camboya. Pero lo que se dice viajar en bicicleta, iba a ser la primera vez.
La propuesta de Martín se descolgó de alguna elucubración existencial en un momento de esos en que uno se pregunta qué hacer con la vida, cómo seguir adelante cuando el panorama es incierto. ¿Y si nos vamos a la mierda? Irse a la mierda es la liberación ante la incertidumbre de tener que hacer algo con esa vida; en definitiva todo el mundo hace algo de su vida, aún el que no hace nada. Así que mejor nos vamos, seguimos andando y esta vez (por falta de presupuesto y exceso de ganas de conocer palmo a palmo el mundo y nuestras potencialidades), en bicicleta.
Yo compré una bicicleta. Nada del otro mundo, una barata, rodado 27.5, con 21 velocidades y frenos v-brake. Martín tenía una un poco mejor, rodado 29 y con frenos a disco y 24 velocidades. De todo esto cuyo léxico ahora parezco manejar, en ese entonces no entendía nada. No tenía idea de cuándo ni cómo subir o bajar un cambio, ni tampoco de los platos, el piñón o las llantas. Y no me entrené, no. Andar en ciudad de México de casa al trabajo, tal como lo había previsto, me daba miedo. Siempre tenía la visión drástica de que algún vehículo desde atrás me iba a pasar por encima. Todo mi entrenamiento previo se redujo a tres domingos en los que algunas calles del DF están habilitadas para ciclistas. En total, 144 kilómetros de paseo sin interferencias de más vehículos que gente patinando, haciendo footing o jugando al monopatín.
Salir a la ruta en ese estado fue duro. Las alforjas eran de cuarta, hechas de tela como de uso urbano y pequeñas sobre portaequipajes de rodado 26 adaptados con abrazaderas porque aún no se fabricaban o en México no se conseguían para rodados 27.5 ó 29. Teníamos poco dinero. Pero al cumplirse la fecha comenzamos con el propósito.
Atamos los bártulos como pudimos. A una cuadra de la casa se me salió la cadena y a menos de dos kilómetros se nos empezaron a caer las cosas. Pero pusimos la cadena, volvimos a anudar los bultos y arremetimos.
Pedalear en la ruta era mucho más difícil que la imagen idílica que yo me había hecho de circular plácidamente por una calle lisa y plana. América Latina nunca es plana, en ningún tramo. Algo que se me grabó a sangre y fuego para siempre. La bicicleta me estorbaba, el bulto se me bandeaba o se me caía y durante los primeros meses pedaleé con la paranoia de que me atropellara un camión. Martín me aseguraba que ellos me verían, pero me pasaban tan cerca que yo presentía que me esquivaban cuando me tenían a uno o dos metros, como si hasta ese momento no se hubieran percatado de la presencia del ciclista.
Al cabo de unos meses (¡sí! unos meses) empecé a disfrutar. Viajar en bicicleta se convirtió en algo maravilloso, un reto físico en el que mi ser se conjugaba y se entendía con la naturaleza para saber escucharla, aprender a detenerme, a no ser obsecuente ni caprichosa sino a obedecer al viento o a la lluvia cuando se imponen muchos más necesarios que nuestra insignificancia en una vía del ancho mundo.
Viajar en bicicleta se convirtió en la movilidad ideal, ya que nos permitía llegar a todas partes sin perdernos nada. Una frecuencia promedio de 100 kilómetros diarios nos obliga a parar en cada pueblo. La sed nos obliga además a parar en cada puesto o caserío.
Conocimos la realidad de América Latina y la belleza que no sólo está en los horizontes marinos o en los atardeceres, en los caribes turquesas o las selvas, en las montañas y las cascadas cristalinas. Más allá de todo esto, más acá, está la belleza de la gente. En lugares a los que nunca nadie va porque no son destino turístico, porque no tienen ni el Caribe turquesa ni la selva verde, ni la montaña, ni el atardecer, ni la cascada cristalina, pero donde uno se sienta a descansar y descubre los combates de Camilo en una charla, la desesperanza de Hilda en una hamaca, a Joel y Marcos jugando a la pelota, a Maricela acunando una muñeca de trapo a la que le falta una patita y ella besa con ternura inusitada. Nos miran, descalzos, con sus bicicletas de herrería suburbana, con las sonrisas que resplandecen como el sol de la siesta, gente del color de la tierra que es al fin y al cabo quien nos acoge y nos alberga en esta travesía. Esa es la belleza del mundo que los paquetes turísticos ignoran, donde está la gente a la que ahora pertenecemos y nos pertenece.
La bicicleta nos dio mucho más que transportarnos desde México hasta Argentina. Cada día aprendimos y nos hicimos parte de una realidad oculta y desconocida y escribimos una página acerca de lo andado. Aprendimos acerca de la ruta, de si hay o no agua, camping, hostel, pueblo, caserío. De si la carretera sube o baja, si está en buen estado o es precaria, si es de tierra, arena, asfalto o canto rodado. Cada día, además, aprendimos una historia real de gente que nadie conoce, pero que está ahí, nunca se acaba y sale como de los hormigueros de la tierra, con sus costumbres, lenguajes, quehaceres, alegrías y penas, carencias y abundancias y allí, siempre, su generosidad y camaradería. Todas esas páginas conforman nuestro libro América Latina en bicicleta, que pronto editaremos y presentaremos junto con una película que pretende resumir tanta riqueza.
Las personas que quieran reservar ese material, pueden escribirnos por mail. No tenemos sponsors, todo lo hemos hecho a pulmón, vendiendo en México aquello que no necesitaríamos y trabajando durante el viaje, así que se aceptan colaboraciones. Instamos además a viajar en bicicleta. Si tenés este sueño, animate. Si necesitás un empujoncito, escribinos. Charlar con nosotros es gratis; siempre respondemos los mensajes. Alentarte, contarte acerca de nuestros caminos es como volver a andarlos y eso nos encanta.”