-Yo quiero ver indios pero de verdad.
Lo dijo de un tirón. Un estallido de su pecho y su voz aguda se desparramó en el aire. Un silbido. Un torrente de sueños hecho palabras hecha silbido: yo quiero ver indios pero de verdad. En ese entonces, año 1994, no se discutía si había que llamarlos indios, indígenas, comunidades autóctonas, pueblos originarios, sin embargo, más allá de la discusión y el correcto denominador, cualquiera podía entender qué significaba indio en la imaginación de un nene de cuatro años. Habíamos vivido con los mapuches, la gente de la tierra, una comunidad autóctona, un pueblo originario que alguna vez fue llamado indio. Martín se gestó entre ellos con carne de capón, y Farid, con menos de dos años, se sentaba en el primer banco de la escuela junto a Lilen Cheuquehuala. Pero esos, para nosotros, nunca fueron “los indios”. Los indios que Martín quería ver eran aquellos de los que el abuelo le contaba historias terribles de lucha. Esos que cazaban con arcos y flechas y que usaban más plumas que ropa. Esos eran para él, los indios de verdad. Tenía tal fascinación por esos seres salvajes y misteriosos que para el cumpleaños me pidió que hiciera invitaciones con indios.Yo quiero un indio que vaya en una balsa que lleve en una mano una lanza y en la punta de la lanza lleve la tarjetita. Con esa voz que salía chiflando de entre las lianas de su corazón aventurero, el silbido de una flecha cortando el viento. Hicimos las balsas con palitos de los árboles de la calle ancha. Balsas de mentira pero como de verdad. Amarradas con hilos, con nudos de verdad. Hicimos indios de alambre forrada con colita de rata y cabezas de tergopol. Lanzas de mentira pero como de verdad, con palo y punta de piedra filosa. Las tarjetitas de invitación resultaron ser unas artesanías bastante lindas que algunos conservan en sus repisas veinte años después. Eran tridimensionales, pequeñas maquetas. Para la fiesta, todos íbamos a usar vinchas como las de esos indios con los que él soñaba. Él, una vincha de cacique. Las hicimos con plumas de todas las aves del barrio.
Yo me había rapado hacía poco y tuve que recurrir a los artilugios y postizos de la peluquería My look para que me inventaran una trenza larga con un moño azul. Así lo quería él, y yo estaba dispuesta a cumplir todos sus deseos, incluso ese que parecía imposible, ver indios pero de verdad.
Empezamos las averiguaciones con libros y mapas. No existía internet. Todo había que buscarlo de otra manera, en diarios y en revistas, en la librería o en la Biblioteca Popular. Martín había cumplido cuatro años y Farid, el hermano mayor, tenía seis. Hablábamos de los Xingu y los Yanomami como quien habla de los vecinos. Estas tribus eran las más conocidas, de ellos habíamos encontrado y leído varias novelas, historias de antropólogos, anécdotas de viajeros e investigaciones. Sin embargo, esos textos nos dejaban en ascuas. Siempre parecían -o eran- inconclusos. Llegaban hasta donde la geografía o el cuerpo del autor lo habían permitido, pero habría tanto más, tantas tribus más por Ecuador, Brasil, Perú, Colombia. La Amazonia es enorme y por suerte, a pesar de la devastación, sigue siendo impenetrable. La inmensidad de la selva es tan difícil de imaginar como de recorrer. No todo está explorado ni descubierto. De vez en cuando aparece un indio de verdad perdido, un ejemplar nuevo de otro grupo del que no se tenía ni noción. Comunidades en la profundidad recóndita de la jungla, muy por debajo de la espesa mata de árboles y enredaderas; donde nadie llega, ni siquiera el captador de imágenes satelitales de google earth. Viven realmente en otro mundo.
Nosotros teníamos que elegir un lugar al que pudiéramos llegar y de donde pudiéramos salir sanos y salvos, aunque siempre nos ha tentado aquello que por desconocido parece inexistente, las ciudades míticas, las selvas impenetrables. Esos lugares de los que, quienes se atrevieron, no regresaron. No sé si esto es un instinto humano o es un mal ancestral o de familia. De momento, en 1994, nos conformaríamos con visitar una comunidad de indios de verdad ya descubiertos. Ir por algún camino conocido, por medios accesibles para una madre todavía joven, con dos hijos de cuatro y seis años. Pero cómo llegar. En los mapas las rutas se cortaban en ninguna parte, terminaban a la deriva en el medio de una mancha verde donde no había ni un puntito ínfimo que señalara la existencia de un caserío. Habría que trasladarse por los ríos, en botes. La mismísima ciudad de Iquitos, metrópoli importante en el norte de Perú, se inscribía inmersa en medio de la jungla. Por ahí es donde se confabulan las vertientes andinas y nace el emperador de todos los ríos del planeta, el Amazonas, la cintura cadenciosa del globo terráqueo. Pero hasta ahí, ciudad de trescientos mil habitantes que según leímos crecen de a cien mil por década, no llegaba, en ese momento, ninguna ruta terrestre. Iquitos se une a otras ciudades de la Tierra por sus tentáculos de agua. Catorce horas de barco para ir a Nauta donde el Marañón y el Ucayali dan a luz a un hijo demasiado grande, Amazonas; esta distancia, en la actualidad, se puede hacer por una carretera de cien kilómetros en menos de dos horas, pero si uno quiere seguir hasta Pucallpa, quinientos kilómetros más al sur, el barco tomará una semana más y hasta ahí, no hubo ni hay carreteras.
La mesa larga del comedor, interrumpida a menudo y sin opción a desalojo por rompecabezas de dos mil piezas o huesos de gliptodonte extraídos de la Tosquera, era ahora un muestrario de recortes periodísticos, suplementos de viajes, guías en francés y en inglés, y papeles con anotaciones. Si había que comer, poníamos el plato en la falda y seguíamos señalando y discutiendo adónde ir y por dónde llegar. Farid con sus flamantes seis años, hacía anotaciones en las hojas que sobraban a un cuaderno terminado. Anotaba lugares, nombres, referencias, sacaba cuentas, calculaba kilómetros, cuántos días en barco. Martín, con los codos en el borde de una anaconda demasiado gruesa y las rodillas en el aire de un banquito, abarcaba al mundo dispuesto para él sobre la mesa. El viaje, ya había comenzado. Siempre es así. Esa idea que empieza a dibujarse desde el curso turbio de una fantasía va cobrando fuerza y se convierte en un río, real y navegable, por el que ya estamos yendo sin haber pisado aún sus orillas. Todo es posible. Ahorrar, ahorrábamos. Nunca compramos inutilidades ni cosas que no nos hicieran falta, nunca tuvimos demás, para qué. Y si no había, de alguna manera nos la rebuscábamos. Esta vez, el fin último era llegar a los indios. El lápiz itinerante iba crispando los puntos sobre el mapa y buscando los tentáculos que, tras caprichosos rodeos, unieran esos puntos. A Iquitos podíamos llegar en un avión pequeño. De Buenos Aires a Lima en un Lloyd Boliviano, el más barato que existió nunca jamás, con escalas eternas de diez horas en el aeropuerto de Viru Viru, un aeropuerto con cinco filas de butacas, una boutique, y dos quioscos de revistas. Pero con un dispenser de agua, así que, canilla libre para el mate. Los chicos se acomodaban con un tetris manual a pila de esos que vendían afuera de Retiro. Desde Lima, la avioneta hasta Iquitos.
Tuvimos que hacer los pasaportes. Hasta entonces sólo habíamos andado por Argentina y países limítrofes. Para hacer el pasaporte había que viajar a Buenos Aires y perder todo el día en la Policía Federal haciendo el trámite. Como eran menores, con los dos padres. Al cabo de unos meses había que volver a Buenos Aires, perder otro día para ir a buscar los documentos. Mis amigos, mis compañeros de trabajo, y algunos familiares, cuando les decía que me iba al Amazonas con los chicos, largaban el poco original calificativo “loca”, tan repetido, que terminó siendo un apodo, “la loca”. Otros comentaban, me estás cargando. Otros decían no vas a poder, no se puede, no te da miedo, y si les pasa algo. El Figa, el papá, siempre nos apoyó y confió en mí. Sabía que yo cuidaría a los chicos por sobre todas las cosas. Fue con nosotros a sacar los pasaportes y para que el día fuera más provechoso y no perdido, cuando terminamos con las fotocopias, llenar planillas, y firmar, nos fuimos a Sanidad de Fronteras a vacunarnos contra la fiebre amarilla. Esta es una de las vacunas exigidas para entrar en la Amazonia. Todos los países con áreas tropicales son endémicos, entre ellos, Argentina; la vacuna es necesaria para no contagiar a las comunidades sanas de jungla adentro, vulnerables a las pestes de la civilización. Trasladar un virus con nosotros puede ser fatal. En Sanidad de Fronteras había poca gente, salimos rápido con nuestra libretita de cartón: vacunados. Diez años de vigencia parecían la primera y última vez. Quién iba a decir que años después, íbamos a necesitar una nueva dosis para nuevas travesías. En ese momento, parecía algo único. Nuestro único viaje; sin embargo así fue como empezó un periplo que duró más de veinte años. Pasaportes, vacunas, y autorización de viaje ante escribano público. No tomaríamos recaudos contra la malaria. Habíamos leído que la quinina provoca malestares estomacales. No hay vacuna contra la malaria, sólo eso, quinina. Pero tendríamos que viajar largas jornadas en barco, en bote, los nenes chicos, y tantas horas de vaivén según la corriente con dolor de estómago resultaría en sufrimiento y nada de disfrute. Usaríamos repelente y mosquitero y comeríamos mucho ajo y suplemento de vitamina B. La fortaleza que da el complejo de vitamina B ayuda a no contraer la malaria o a que el organismo esté más preparado para su defensa. Ya teníamos los pasajes. Comprados puerta a puerta, nada de online en aquel entonces. Llegaríamos a Iquitos y buscaríamos un hotel. Desde las cercanías del malecón indagaríamos en las agencias de viaje que ofrecen tours organizados, pero no iríamos con ellos. La idea era encontrar en esas agencias a algún intermediario de otro intermediario huitoto, yagua, mayoruma, o lo que fuera, que hablara castellano, para que nos ayudara a llegar a la incivilización. Lo tendríamos que organizar allá, directamente, no había forma de arreglarlo antes, ¿o sí? Cuando faltaban dos días para salir, nos enteramos de que en San Pedro, donde estábamos nosotros, vivía una familia de Iquitos. Eso sí que era un milagro. Allá fuimos con nuestro jeep, cerca del Club Paraná por esas calles que eran de tierra por allá atrás. Gastón era de Iquitos, era super buena onda y estaba muy feliz de recibirnos y de que visitáramos su tierra. Llamó por teléfono a su mamá, Meche, y le anunció que unos amigos de Argentina viajaban a Iquitos. “Amigos”, y apenas hacía cinco minutos que nos habíamos presentado en su casa. Nos tomamos el avión, jugamos al tetris en Viru Viru, Bolivia, y bajamos varios termos de mate. La avioneta a Iquitos salió de Lima un par de horas atrasada. Llegó de alguna parte, quizás del mismo Iquitos y aterrizó ahí, delante de las ventanas, como si aterrizara en el patio.
Salimos a la pista, a pie, y por una escalerita, subimos a la avioneta. Era una lata, un avión de calesita, volaría con un soplido. En menos de dos horas, llegamos. Bajamos por la escalerita a la pista de aterrizaje que parecía una cancha de básquet, un descampado de cemento con poca luz. El clima fue aplastante. El contraste entre el oxígeno artificial de la presurización, híbrido y seco, con la humedad sofocada en el espacio como si las partículas estuvieran atascadas. No había aire, sólo un manto pesado de humedad. Olía a savia, como cuando se podan los árboles y se quiebran las ramas, ese olor a verdor resquebrajado era la transpiración de la selva. Había pensado tomar un motocar hasta la casa de los papás de Gastón, pero cuál no sería nuestra sorpresa al cruzar la cinta de la zona de arribos y ver que nos estaban filmando. Nos estaban esperando en el aeropuerto, no sólo como a amigos sino como si fuéramos de la familia, toda una comitiva de recibimiento, hasta un vecino con la cámara de filmar. Como si fuéramos importantes. Fue muy gracioso. Nosotros tres, la mochila, Farid y Martín con esas camisitas blancas de las ocasiones especiales y el polvo del viaje en las pecheras y las rodillas. La familia de Gastón fue en dos autos por si llevábamos mucho equipaje. Dieron una vuelta por el malecón para pasearnos y doblaron en la calle Putumayo que era la de la dirección que yo llevaba anotada. Alejándonos del centro, por Putumayo, descubríamos una ciudad diferente a todo lo conocido. Además de esa humedad y calor -era de noche ya, pero las partículas ni se mosqueaban- la luz de la calle era distinta, era tenue, filtrada quizás por la densidad del ambiente o por la falta de luminarias. A esa altura de la Putumayo ya no había alumbrado público. En las veredas había quioscos, mesas livianas iluminadas con una velita pegada entre chicles, caramelos, cigarrillos. Los cigarrillos se vendían por unidad, comprar un atado era impensable, un lujo cuya pretensión no existía. El quiosco de nuestra esquina lo atendía una viejita doblada en dos.
Habían preparado una casita para nosotros. Una casita a la vuelta de la ellos. La casa de ellos daba a una esquina, una ochava. Sobre un lado estaba la Avenida Putumayo, en la otra punta del centro. Sobre la calle que cortaba Putumayo, la 16, estaba nuestra casita. Ahí habían puesto todo lo mejor que tenían: su equipo de música con una pila de cassettes de Eva Ayllon, un televisor chiquito, una cama grande muy grande y muy cómoda donde entrábamos perfectamente los tres. Tenía un baño, todo impecable. Una cómoda con tres cajones, un ventilador, y una ventana que daba a la calle. Más tarde, cuando prendimos la tele, la ventana se llenó de chicos que se asomaban a mirar. Algunos se sentaban en el alféizar, otros se paraban en el vano de la puerta, otros se apoyaban en el marco o donde podían. Las puertas estaban siempre abiertas. Desde esa noche hasta la última que estuvimos en Iquitos, siempre sacamos las reposeras a la vereda a esperar un soplo de frescor, pero el único y real frescor al que podíamos aspirar era en la moto de Jaime. Si Jaime nos llevaba a dar una vuelta en la moto, eso sí que era vida. Jaime es el hermano de Gastón, más grande. Él vivía en Iquitos con los padres, Meche y Olsen. También estaba Patty, la hermana, y todos los primos y tíos y vecinos. Una cerveza Pilsen fresca y los chicos correteando y jugando con Jimmy y toda la banda del barrio. Yo invitaba cuanto podía, ellos me daban tanto, y yo tan poco.
Nuestra primera experiencia cercana con monos, muchos monos y muy cercanos, la tuvimos cuando fuimos a visitar la laguna de Quistococha. Esta laguna está a unos veinte minutos de Iquitos. Fuimos en un auto grande, un Farlaine azul, una nave con ruedas que amortiguaba con destreza el peso de once tripulantes apiñados. Toda la familia, algunos de los del barrio, nosotros tres y varios chicos a upa. Armamos un picnic con ollas de comida que iban estibadas en los bordes del baúl. Había arroz con pollo, yuca, zanahorias, y plátanos guineos empanizados. Los habitantes naturales del lugar eran de nuestro tamaño y todos peludos.
Alucinante para los chicos que nunca habían estado ante tanto mono suelto, tan amigables, eran como algunos más de nosotros, aunque más inquietos que todos nosotros juntos. Un mono salió de no sé dónde y me arrebató la bolsa de la fruta, se cayeron las ciruelas y eso hizo aparecer a cinco monos más que saltaban alrededor mío abarajando ciruelas. Se armó el griterío, el de los monos, y el nuestro tratando de rescatar algunas frutas. Nadamos en la laguna y salimos a caminar por la selva con una de las primas y todos los nenes, Jaime nos guió. Se cuenta que por ahí, entre las raíces plegadas y anchas de las ceibas, vive el Chullachaqui. El Chullachaqui es un duende de la selva, chulla significa alrevés, y chaquisignifica pie. Se llama así porque tiene un pie parecido al de los humanos y, en el otro, un muñón o una pezuña. El Chullachaqui no es un duende malo, pero se siente solo y como puede adquirir la fisonomía de cualquier persona, se transforma en alguien conocido para engañar a la gente que sale a caminar por la selva y los hace perder. Perdidos en la selva, sin retorno, se quedan con él a hacerle compañía para jugar. El Chullachaqui quiere jugar. Nosotros nos perdimos, por eso supimos que Jaime, no era Jaime. Jugamos un rato con ese que decía ser Jaime. Hicimos jugo de caña con un exprimidor hecho de palo rosa que estaba por ahí en un claro, un palo clavado en la tierra, con una prensa en la punta para machacar la caña.
Tomamos el jugo dulce que chorreaba de la caña y, antes de que oscureciera, encontramos el camino de vuelta al picnic donde el verdadero Jaime nos estaba esperando.
En Iquitos, Jaime nos llevaba en su moto de aquí para allá, nos estaba ayudando a averiguar a qué reserva podíamos ir, cómo, y con quién. No nos interesaban los paseos en cruceros turísticos ni la gente disfrazada de indios, nosotros queríamos indios pero de verdad. Volaba la moto y un poco de aire por la calle Pebaz que es por donde estaban las agencias y las oficinas, ida y vuelta hasta el final de la Putumayo esquivando motocars y resistiendo bocinazos. El ruido en Iquitos traspasa el aire, taladra los oídos y la paciencia. El ruido del tráfico es apabullante. Necesitábamos también una autorización especial de una oficina llamada SERNANP que es el Servicio Nacional de Áreas Protegidas, un permiso para entrar en la selva adonde solamente los nativos pueden y, además, ir con un nativo bilingüe que nos guiara y nos hiciera de traductor. Jaime conocía a un amigo de un amigo que conocía a otro amigo. Fuimos a verlo varias veces pero no andaba en la civilización. Vivía en uno de los puertos bajando el Amazonas donde se había asentado su familia. Posiblemente estaría en Iquitos el fin de semana de carnaval. Allá no tenían teléfono, y los celulares no existían. Seguimos buscando otro por las dudas e hicimos los demás papeles. Con el carnaval llegó Alcides, amigo del amigo que tenía un amigo. Lo encontramos en un conventillo, una vecindad. Compartía un cuarto en el fondo de un zaguán largo y cruzando un patio con galerías y aljibe. Hablaba castellano con pocas palabras. Su familia era de la reserva yagua que está por encima del río Napo aunque, desde que él nació, vivían en Sinchay donde tenían un quincho para turistas. El río Napo confluye hacia el Amazonas desde el norte, así como desde el sur, le dan vida el Marañón y el Ucayali. El Napo está al norte de Iquitos. Navegando por el Amazonas hasta el Napo, y tomando por el río Sinchicuy o por el Yanayacu, podíamos llegar en bote hasta la reserva. Él nos esperaría en Sinchay y nos llevaría. Esta reserva es inaccesible para el turismo convencional. Está en la nebulosa verde que separa las fronteras dudosas de Perú y Colombia y a principios de siglo había sufrido una epidemia de sarampión gracias a los ejércitos que lidiaban por esos límites. El sarampión mató a un tercio de los yaguas. Era muy importante estar sanos y no podríamos entrar si el gobierno del departamento de Loreto no nos daba el visto bueno y nos hacía las credenciales. Era la primera vez que alguien, sin ser explorador, antropólogo, o profesional con investidura, podría entrar a la reserva, y con dos niños, eso sonaba al colmo o a la locura. Acaso no tienen niños, les pregunté. Sí, me contestaron, muchísimos, son como los conejos. Inspiramos confianza, quizás nadie lo había hecho antes porque a nadie se le había ocurrido o lo había intentado. Nos dieron las credenciales, una especie de visa de dos semanas al cabo de las cuales debíamos presentarnos de vuelta en esa oficina. -«Si no los hacen sancocho», bromeó uno de los funcionarios. Los yaguas son carnívoros pero nosotros también, y como habíamos leído mucho, sabíamos que no comen a otros animales que se alimenten de carne o carroña. Al menos, en teoría. Yo ya empezaba a sospechar de todo, me preguntaba cuán cierto podía ser lo que habíamos leído en los libros o recortes acerca de un lugar donde nadie iba. Qué sabían los que escribieron, cómo lo sabían.
El mercado principal de Iquitos está por el este, en la ciudad flotante de Belén sobre el río Itaya.
En Belén algunas casas son palafitos, casas con patas, pero otras, la mayoría, están sobre balsas sobre las que se levantan paredes de tablas con techos de paja. Esos hogares suben y bajan con el río, como si estuvieran sobre el vientre de la tierra que respira. Ancladas alrededor del ombligo de la tierra están las casitas de Belén. Sobre las veredas, que son en este caso los bordes de las balsas, las nenas lavan la ropa con el agua del río en las palanganas de plástico. Las madres airean un fogón para cocinar en una olla con el agua del río. Los padres están pescando.
Vamos con Meche en una piragua angosta. Sentados en fila india. Un remero nos lleva. Es un taxi en Belén, la Venecia del Latinoamérica. Al cielo le pesan los cúmulos limbos, siempre, el sopor calor y humedad son constantes. Sacamos fotos de papel, de rollo, de las que hay que llevar a revelar. La nena que lava, la madre que abanica el fogón, el papá que pesca, y un perro cagando. La vida pasa sobre las balsas sobre el río, beben y comen del río, se bañan y lavan en el río, hacen sus necesidades en el río. El río es la tierra en esta parte del mundo. A pesar del aura mágica y romántica que puede inspirar el relato, Belén es un pueblo triste y pobre. Muy pobre. Sesenta mil personas viven sobre el río Itaya con la contaminación, el dengue, la malaria, la tuberculosis, la lepra. En Belén no hay electricidad, no hay cloacas, y desde hace pocos años hay un servicio deficiente de recolección de basura. Todo va a parar al río. En Belén está el mercado repartido entre palafitos, balsas, y piraguas ambulantes. Se vende de todo, todo mezclado, plátanos de distintas clases y tamaños, baldes, velas. Nosotros compramos ahí las hamacas paraguayas para el viaje. El viaje en el barco dura varios días en los que debemos dormir en hamacas. Para ir hasta la reserva y después a Leticia, Tabatinga, o hasta Manaos, a una semana de barco desde Iquitos. Bajar por el cuerpo del emperador de los ríos, del monstruo, por la cintura cadenciosa del globo terráqueo. El barco saldría en dos días a no ser que nos atreviéramos a retar una vez más al destino. Al día siguiente era martes 13. Mañana no se debe salir, nos aconsejó Meche, es martes 13, martes no te cases no te embarques ni te tu casa te apartes. -Entonces, nos vamos mañana, decidí. Todos miraron anonadados. Martes 13, probaríamos que la yeta no existe. Compramos lo pasajes. Preparamos una mochila muy liviana. Nos habían autorizado a llevar sólo una muda de ropa, ningún jabón, ni perfume, nada de plástico, nada que pudiera ser basura inorgánica. Si íbamos a convivir con los yaguas, viviríamos como ellos. Hicimos nuestro atadito con las hamacas compradas en Belén y al día siguiente nos fuimos al Puerto Masusa a tomar el barco. Salía a las tres de la tarde. Toda la comitiva familiar fue con nosotros. Preparamos servilletas de papel blanco para despedirnos desde rada y desde cubierta. El barco que nos tocó se llamaba Otita. Jaime subió a ayudarnos a colgar las hamacas, a elegir un buen lugar.
Llevábamos frutas y algo de comida envasada para la travesía. Sería un viaje largo. Una vez arriba del barco había que seguir la corriente, podríamos bajar en los puertos en los que parara por algunos minutos a dejar carga o cargar, y a dejar o levantar pasajeros. Nos acomodamos en el segundo piso. Eran dos. En el de abajo iba gente y muchas bolsas. Bolsas de arroz, troncos de árboles, y más bolsas y cajas con mercadería. Los pasajeros esperaban mansamente sentados en los bordes del barco. Meche, Jaime, Olsen, y demás amigos y parientes de la comitiva barrial de la calle Putumayo, oteaban cerca de los muelles con las servilletas blancas listas para flamear. Eran las cuatro, el barco debía salir a las tres y nosotros habíamos llegado a las dos para elegir un buen lugar. El motor no estaba encendido así que bajamos a acompañar a quienes nos acompañaban. Tomamos un granizado, hielo picado con licor dulce de colorante y saborizantes. A las cinco el Otita encendió los motores. Nos abrazamos y despedimos otra vez entre bendiciones y consejos. Meche preocupada todavía por el martes 13. Subimos y sacamos los pañuelos servilletas de papel que ya habían servido para limpiarnos el colorante del granizado y secarnos la transpiración. Saludamos y nos quedamos acodados en la baranda de la cubierta con la servilleta de papel en la mano hasta las seis. El barco no arrancaba. Parecía que sí, pero no. A las siete fui a averiguar qué pasaba. Se había roto la bomba de aceite y el Otita no iba a zarpar ese día. El martes 13 nos cagó. No nos embarcamos. La mayoría de la gente se quedaba ahí a pasar la noche. Nosotros decidimos desatar las hamacas, volver a armar el atadito y partir con toda la comitiva familiar al final de la calle Putumayo. Fue una frustración muy festejada. Tomamos Pilsen y tomamos la fresca en la vereda de la esquina mientras el carnaval cargaba la húmisha de regalos. La húmisha se hace en las palmeras donde los chicos se trepan como los monos a colgar regalos de carnaval. Los regalos son baldes, palanganas, artículos de limpieza, cacerolas, chancletas, cualquier cosa. Cuando termina el carnaval se hace como con una piñata, se le da firme con un palo y el que lo baja, gana y se lleva el premio. Al día siguiente, después de la húmisha y la yeta nos embarcamos en el Aquiles que salió con normalidad, con dos horas de retraso.
El Aquiles era un barco más pequeño que el Otita. Colgamos las hamacas en la punta de proa. El motor era una catramina, muy ruidoso, pero el servicio fue cordial. Si bien nosotros llevábamos algunas provisiones, nos dieron de comer de todo. En los desayunos, café con leche con galletitas, en las comidas, arroz con pollo y yuca.
El cocinero, un hombre sencillo, sin uniforme, uno más entre los viajeros, nos convidó con mangos. Nunca voy a olvidar a ese señor, delgado, pequeño, de unos cincuenta años aunque es difícil adivinarle la edad a estas personas que conviven con la intemperie. -Cómase un manguito, decía, y nos daba un manguito maduro. Nuestro guía nos esperaba al día siguiente en la comunidad en la que vivía su familia. Allí nos bajaríamos para emprender la primera etapa del viaje, la más ansiada y la que nos había llevado hasta ahí. Después, tuvimos tiempo, y seguimos un poco más con intenciones de llegar hasta Manaos, pero esto de los barcos del Amazonas es imprevisible. Todos los días parecen martes 13.
El Aquiles nos dejó en Sinchay, allí preguntamos, como nos habían indicado, por Alcides, -es mi primo, dijo el primer chico al que le preguntamos. Todos son primos. Nos presentó a su familia. Nos sirvieron de comer. Hablaban en su lengua entre ellos. Hablaban de nosotros, sobre todo de los chicos. Entendí el lenguaje de las miradas y los gestos, un poco de sorpresa, un poco de curiosidad, un poco de preocupación. Yo sonreía. Salimos en una lancha chica que siguió por el Amazonas y como a una o dos horas tomó por el Napo. Anduvimos a motor unas cuantas horas más. No muy rápido. La lancha tenía un techito de palma y había bananas colgadas que podíamos comer. Aminoró la marcha y nos metimos en otro de los ríos que conforman la red neuronal de la Amazonia. Las aguas color tanino, el color de las hojas de varza. Todo es agua. Todo se inunda cuando llueve y en el trópico llueve en serio. El agua que inunda la tierra se lleva consigo las hojas del otoño, las hojas de varza que dan el color tanino que identifica a la cuenca del Amazonas. Paró el motor y el envión nos abrió una brecha entre un islote de nenúfares florecidos, lirios de agua, una belleza paradisíaca. Alcides me hizo señas de que me sentara cerca de él para remar. El bote se metió en un riacho angosto y oscuro. Las ramas de los árboles se inclinaban desde las orillas, el movimiento de las hojas y el movimiento del agua daban la impresión de que el río estaba vivo. El sonido de los remos y la caricia del bote sobre la superficie conversaban con el silencio. Un diálogo sobrecogedor. Miré a los chicos. No pestañeaban. Poseídos por un mundo maravilloso, una historia de aventuras sacada de un libro o de la imaginación del abuelo, un sueño hecho realidad. Al principio pensé que era una alucinación auditiva pero los golpes retumbaban más fuertes a cada remada. Eran tambores. Un ritmo de tres golpes que convocaba. Los yaguas nos estaban dando la bienvenida. Volví a mirar a los chicos y me emocionó sentir su expectativa. Estaban entregados, muy lejos de mí en ese instante. Vivían intensamente el aluvión de sensaciones que nos envolvían. Yo, de la emoción, casi no podía sonreír. La hilera de yaguas en el borde del río era solemne. Golpeaban el mazo con seriedad, repitiendo incesantes tres golpes. Alcides no decía una palabra. Me hablaba con señas y gestos. Me indicó que nos dirigíamos a esa orilla. La canoa encalló suavemente en el lecho arenoso. Quien sería el cacique o curaca, levantó el mazo y gritó samariá y otras palabras y samariá. Y todos dejaron de golpear y se acercaron hacia nosotros hablando mucho entre ellos y tocándonos mientras bajábamos. Tenían marcas rojas pintadas en la piel. Los hombres con faldas, champas, de aguay, una planta de pastos que al secarse permanece flexible y blanda. Las mujeres con un tejido enroscado en la cintura, collares de semillas, adornos de plumas y aguay. Tocaban a los chicos, me tocaban el pelo, me abrían los ojos con los dedos y se reían de algo que había en mis ojos. Agarraban a Farid de los hombros y a Martín de los cachetes, y nos llevaban, empujándonos con el abrazo, todos nos querían llevar. Entramos en una trocha de la selva.
Las plantas parecen alimentadas con siliconas. Las hojas de los potus que cuelgan en nuestras casas, una sola hoja de potus de la selva podríamos usarla de sombrero y darnos sombra o protegernos de la lluvia. Los helechos son tan altos y tan tupidos que uno puede esconderse detrás de un helecho. Los culandrillos crecen en todos los bordes y reverdecen el humus. Las lianas engordan de líquenes y barbas de viejos, y las orquídeas, una incalculable variedad de orquídeas destellando desde rincones precisos con estrambóticas flores lilas o blancas o amarillas. Y cuando el milagro parece insuperable, una pasionaria roja desnuda su carne entre las hojas oscuras de un canelo que intoxica el aire de picor. Un montón de chicos apareció corriendo, riéndose. Casi todos iban desnudos. Nos agarraron de las manos y nos llevaron adentro de una construcción ovalada, la única que había. Era de barro con techo de paja. Todos vivían ahí, en la maloca, la unión de la familia o el clan. Dejaron nuestra mochila en una punta de la choza señalando que por ahí podíamos colgar nuestras hamacas. Todo por señas nos explicaron que para una mujer un hombre. Nos daba risa romper la hegemonía porque nosotros éramos tres, pero ellos indicaron con la mano la altura de los chicos, eran niños, pero me señalaban a mí, mujer, para un hombre. Y señalaban hombres solos, Kuarachi y Lupuna. Me explicaron que el hombre que elige a una mujer tiene que trabajar un año para el suegro, para pagar por la esposa. Yo les expliqué que ellos muy lindos, pero yo no yagua. Y se reían, sin muchos dientes, pero de verdad tan lindos. Kuarachi y Lupuna colgaron nuestras hamacas. Los chicos nos llevaron afuera a ver a las mascotas, un caimán enorme que se metió en un hueco debajo de una piedra cuando escuchó los pasos. Era tan largo que la punta de la cola le quedaba afuera y los chicos pretendían sacarlo a los tirones. Entre el griterío de palabras incomprensibles, escuchamos un ruido, como si alguien se hubiera tirado un pedo y todos se rieron, al instante algo me cayó en la cabeza. Otra de las mascotas, un guacamayo que vivía en la rama de ese árbol se había cagado en mi cabeza. Es de buena suerte, pero huele bastante mal, así que fuimos a la orilla para lavarme el pelo. Una de las mujeres me enseñó cómo, de una mata que tenía un tubo de inflorescencias rojas, amarillas y naranjas, apretando ese tubo hacia arriba, se exprimía una espuma. La mujer, Ikuaka, se pasó la mano por la cabeza explicándome que eso era shampú. Me limpié el pelo y volvimos a ver las mascotas y el guacamayo se volvió a cagar en la cabeza de Farid. Era un juego, no era señal de buena suerte, siempre lo hacía. Quizás era en confabulación con el caimán, si alguien iba a molestar al caimán, el loro se le cagaba en la cabeza. Martín le gritaba desde abajo “lorito cagón, lorito cagón”, y los chicos yaguas le llamaron así desde entonces “orito kahón”. Nos invitaron a sentarnos en unos bancos largos de tronco y trajeron un cuenco con achiote. El achiote es un fruto parecido a la tuna aunque sus espinas son tiernas y no pinchan; al abrirse tiene un pigmento rojo espeso y penetrante. Es comestible y se usa para las salsas y también para teñirse el cuerpo o las fibras para el vestido. Los nenes se pintaron la cara unos a otros enseñándonos y después nos pintaron a nosotros.
Alcides controlaba con la mirada mientras trabajaba con los mayores. Armaron un fogón en medio de la explanada y pusieron a asar un animal que colgaba entre dos árboles. Cuándo preguntamos con señas de qué animal se trataba, los chicos nos llevaron al lugar donde lo habían cuereado y nos hacían gestos referidos a los pinches. Era un puercoespín, bastante grande. A los pies de un tronco juntaron unas bolitas transparentes con un pecíolo colorado, cocona, dijeron, y se las llevaron a Ikuaka que junto con Pukai y Katupi, preparaban una ensalada de hierbas silvestres. Habían pelado yuca y separado las raíces en un recipiente. Farid y Martín tocaban la flauta y los tambores con los chicos. Los hombres hacían girar al animal estaqueado sobre la hoguera. Las mujeres acercaron la yuca en un recipiente con agua de río. Adentro habían metido hojas y granos. Comimos antes de que oscureciera, con las manos desgajamos la pulpa y pelamos los huesos. El puercoespín fue sabroso. La ensalada tenía jengibre que crece naturalmente entre los helechos, y el caldo de yuca tenía unas arvejas arrugadas, parecidas a las alcaparras pero que no salen de chauchas sino de una protuberancia en la corola de una flor. Kuarachi trajo un recipiente con agua del río. El curaca se lavó las manos, los demás lo siguieron. Tomaron los instrumentos y empezaron a tocar. La noche era bien cerrada, nos alumbraba el fuego que los chicos alimentaban con ramas. Las mujeres me tomaron de los brazos y me guiaron cerca de la hoguera. Me indicaron con señas que debía acostarme en el suelo. Me levantaron la remera dejando mi ombligo al descubierto y empezaron a bailar alrededor siguiendo el ritmo. Farid y Martín se acercaron a ver qué estaba pasando y Alcides les explicó que era un bujurki, un baile alrededor del fuego, y que iban a traer una serpiente. Un hombre y una mujer traían entre los dos una boa cuyo cuerpo era más grueso que sus brazos. Una anaconda, boa de los ríos tropicales. Los chicos miraban muy serios aunque sin susto. Alcides agarró uno a cada mano. Yo hice una mueca de resignación, les sonreí y cerré los ojos. Sentí sobre mi piel el cuerpo de la víbora. El hombre y la mujer la maniobraban encima de mi vientre, de mi cuello, y de mis piernas. Sentía su viscosidad, el peso de su cuerpo resbaladizo que serpenteaba masajeándome. Más allá de lo repugnante o espantoso que puede parecer, me estaba gustando. Los tambores tocaban cada vez más fuerte y más rápido, y el cuerpo de la serpiente se enloquecía a mis costados y parecía querer enroscarse en mi cuerpo. Abrí los ojos y vi a Farid y Martín contagiados del éxtasis saltando alrededor con los demás chicos, Alcides, y las mujeres. La música se interrumpió en un golpe y sacaron la víbora. Me incorporé pensando que el bujurki había terminado, pero Ikuaka me empujó suavemente para que siguiera acostada. Trajeron el recipiente de raíces de yuca y otro recipiente alargado de madera con un poco de agua. Pusieron este recipiente con agua entre mis piernas como un papagayo de enfermo. El curaca tocó la flauta y los demás volvieron a empezar con los tambores. Las mujeres bailaban otra vez y yo, acostada entre la tierra y el cielo, me preguntaba con qué animal aparecerían ahora. Alcides les explicaba algo a los chicos. Los chicos con los ojos tan grandes que el fuego se reflejaba y hacía espejismos. Los tambores aumentaban la presión y la velocidad. Las mujeres me empezaron a escupir. Sorprendida ante los escupitajos, abrí los ojos. No me escupían a mí directamente sino que lo hacían hacia el recipiente de madera que estaba entre mis piernas. Estaban preparando el masato, una bebida embriagante. Mascan las raíces de yuca para que las enzimas de la saliva conviertan el almidón en azúcar, escupen el menjunje en ese recipiente de madera y lo dejan fermentar. Es un honor ser elegida para parir el masato. No cualquiera puede estar ahí, antes debe ser aceptada por la serpiente. Si es aceptada parirá un licor puro. No me fui a bañar antes de acostarme porque sospeché que sería una falta de respeto al ritual. La necesidad de bañarme después de haber sido recorrida por una anaconda y escupida por unas cuantas mujeres, era sólo una necesidad del hábito. Me sentía limpia. Nos tendimos en las hamacas. No había mosquiteros ni mosquitos. Los chicos estaban fascinados, me preguntaban a dúo cómo había sido esto y aquello y qué te hicieron y si nos íbamos a quedar suficientes días para poder probar el masato.
A la mañana siguiente salimos a buscar curare. El curare es el ampi, veneno, para cazar. Hay que buscar las plantas venenosas, a veces también usan sapos muy efectivos. Hay un sapo cuyo veneno podría matar a un hombre en cinco minutos y a un pájaro en pocos segundos; pero buscaríamos plantas y no sapos. La más típica que usan los yaguas tiene flores blancas, parecidas a la flor de azar pero con un olor más agrio y, a diferencia de la de azar, tiene un pistilo alargado, un tubo angosto como un capilar que la conecta con el tallo. Es una hierba, una plantita. Crece entre los árboles, mezclada entre los helechos. Las hojas son las que se usan para preparar el curare. Es fácil identificarlas porque las nervaduras no llegan hasta el borde mismo de la hoja sino que chocan con otro borde, un marco de la hoja del que salen otras nervaduras que sí se topan con el borde real. Es como si pusiéramos una hoja pequeña sobre una hoja de la misma forma pero más grande. Así se ve, como dos hojas encimadas. Cortamos hojas y las llevamos al campamento para machacarlas, las mezclamos con un agua que ya había sido preparada por el chamán, él tiene el secreto de todo lo que se le pone al ampi, pueden ser raíces o sapos. Queda una pasta parduzca que se cocina, un puré que por supuesto nadie se atreve a probar. Lo envasamos con cuidado en segmentos de bambú y en calabazas como las de mate pero más chiquitas. Estas calabazas tienen unos agujeritos donde entran los dardos cuya punta se emponzoñará con curare. El curare paraliza y por eso el animal herido se muere, porque se le paralizan los pulmones y el corazón. Había que cazar para la cena. Los chicos y algunos hombres nos enseñaron a usar la cerbatana. Los yaguas la llaman pukuna, es muy larga, más de tres metros y hay que dar un soplido seco y con toda la fuerza posible, además de apuntar bien. Intentamos dar en blanco sin curare para practicar. Yo no pegué una ni en el suelo.
Martín probó hasta que volteó una moneda parada en un palo a más de diez metros. Los hombres salieron de caza con las pukunas, el curare, y los dardos envueltos en hojas de palma. Nosotros nos fuimos con las mujeres y los chicos a pescar pirañas. Usaban unas redes de aguay y muchas pirañas se colaban porque son más chicas que las mojarritas. Salimos en los botes, y pensé en bañarme, las pirañas no parecían amenazantes con ese tamaño. Pregunté con señas. Alcides, nuestro traductor, se había ido con los hombres. Se alarmaron diciéndome que no, que ahí no. Lo peligroso de las pirañas es que son cardúmenes; una sola, es inofensiva, pero en cardumen te pelan hasta los huesos en minutos. En la costa de regreso me señalaron un recodo tranquilo donde me podía bañar sin peligro. Nos metimos ahí. Las aguas amazónicas dulces y limosas dejan la piel más suave que un jabón exfoliante. En el campamento estaban descuerando a un mono. Era un mono araña, gordo, y aunque los monitos titís, u otros monos simpáticos, son mascotas, hay otros monos, más salvajes y agresivos, que son comida. Ikua, uno de los hombres, se había lastimado a un costado de la cintura al subir a desenganchar la presa. Rara vez un animal cazado en la altura con la cerbata o pukuna, cae hasta el suelo. El ramerío frondoso lo abaraja por más que caiga con su propio peso, la selva tiene redes poderosas. Ikua tenía una herida al costado de la profundidad de un dedo meñique, y sangraba. Lo acostaron sobre una esterilla de fibra. Un grupo de mujeres puso a hervir un recipiente con agua, y el chamán entró a la selva. Alcides nos hizo señas de seguirlo. En un árbol, el chamán se detuvo y abrió una herida como la de Ikua en la corteza. La piel del árbol se abrió, como la piel de Ikua. El chamán acercó un recipiente en el que fluyó un líquido rojo como la sangre de Ikua. Sangre de drago, dijo Alcides en español, medicina. De ese árbol llamado comúnmente crotón se extrae el líquido base para hacer los desinfectantes que conocemos como merthiolate o pervinox. El chamán limpió la herida de Ikua con el líquido rojo. Luego abrió unas hojas carnosas y tiernas llenas de un líquido baboso que le vació en la herida. Echó más líquido rojo y le envolvió la cintura con algunas de esas hojas que eran largas y anchas. Con el resto de las hojas volvió al árbol crotón y envolvió el tronco. Estuvimos cuatro días en la comunidad. Conviviendo. Aprendiendo. Ikua ya se había parado y la herida de su cintura se estaba pegando y no sangraba. La corteza del árbol había cicatrizado y eso era buena señal. Habíamos vivido cuatro días con indios pero de verdad, lo habíamos vivido en la desnudez y la entrega. En la intimidad de su hogar, de sus secretos, de su magia, de sus cantos, de los ruidos de la noche. Caminar en la selva de noche revela. Los seres más temidos salen de noche, evitan la burla de la belleza diurna y evitan la muerte. En los tallos de los plátanos se alimentan las tarántulas. Alcides es capaz de verlas en la oscuridad y nos ilumina con la linterna.
Las tarántulas, más grandes que una mano adulta, se aquietan como si así aquietaran cualquier intención ajena. Sólo las observamos. Alcides apaga la linterna, permanecemos en un silencio tal que sólo se escucha nuestra respiración, en la penumbra sola de la noche las vemos moverse lentamente, comen, escuchamos el sonido de la lámina del tallo al desprenderse. Detrás del enjambre de lianas, ramas, y troncos, se adivinan los movimientos del jaguar. Sus ojos se han quedado fijos colgando del aire. Ni la menor brisa los mueve. Observamos fascinados. Estamos más allá de cualquier realidad conocida. Estamos inmersos. Subyugados. Hay un jaguar en estado salvaje en su hábitat natural. Un golpe nos asusta y el jaguar escapa. Alcides ha golpeado el pie contra el suelo para espantarlo. Son los seres de la noche, los que temen a la muerte, los que se avergüenzan de su karma y se ocultan en las sombras. Las arañas más grandes, las serpientes más peligrosas, los jaguares, las plantas carnívoras infieles al sol y a la tierra devorando escarabajos en la oscuridad. La última noche probamos el masato. Era agridulce y espumoso. Comimos aves con salsa de cocona y hongos, yuca hervida con clavo de olor y caña, ensalada de hojas con jengibre, y pirañas fritas en grasa, crocantes y muy ricas. Todas las noches hubo fogón yatunas, danzas, nosotros también, atuna. Descalzos, como ellos de pies anchos, de arco pronunciado y dedos fibrosos y abiertos como garras. Los chicos se entendían con los chicos en pocas palabras, parecía un lenguaje inventado para el juego. Se habían encariñado con los añujes, parecidos al coatí, que habían nacido cerca de la casa, y habían conseguido acariciar el cuero del caimán esquivando la cagada del loro. No podíamos llevarnos nada ni quedarnos más tiempo. El viaje era lento y queríamos bajar un poco más allá las aguas color tanino del gran Amazonas. Kuarachi, Ikuaka, Puka, Lubuna, son nombres que nunca olvidaremos.
No olvidaremos sus ojos limpios, la mirada sabia, ni la alegría explosiva de sus risas. Ellos nos pertenecen en nuestra memoria, en nuestro sentimiento. Creemos pertenecerles a ellos. El bote nos esperaba en la orilla. Nos habían cosechado plátanos y cocos para el camino. Las mujeres habían hervido agua y nos habían hecho té con hierbas. Amanecimos con los ojos pegados de lagañas, quizás fuera el masato. Alcides nos llevó hacia la selva y de un pastizal, a pocos metros, apretó con las uñas una ramita, deslizó los dedos apretados de abajo hacia arriba de la ramita y en la punta salió una gota, es leche de ojé dijo, y es para los ojos. Nos echó una gotita en cada ojo y se hizo la luz, se limpiaron las lagañas como por milagro. Toda la maloca caminó con nosotros hasta la orilla. Uno por uno nos abrazaron y colgaron collares de semillas de nuestro cuello. El curaca tocó la flauta y los demás tomaron los tambores dando los golpes del adiós, uno y dos golpes. Uno y dos golpes. Cuando subimos a la canoa dejaron de tocar y hasta mucho río afuera, hasta los nenúfares con sus lirios, escuchábamos el eco de sus voces. Rayanamá, rayanamá.
En el bote, siguiendo las aguas del Sinchicuy, esa trocha desconocida más allá del Amazonas que ya nos era familiar, cada uno iba encerrado en su silencio. Cada uno ordenaba el recuerdo apabullante de sonidos, de sabores, de gente, de fuego, de olores, de ritos. Inútil es aclarar que algo en nosotros había cambiado y había cambiado para siempre. Despedimos a Alcides en su comunidad, en su maloca, donde lo habíamos encontrado. Nos abrazamos mucho con él y su familia que cuando nos vio acercarnos a la costa corrió a calentar el cocido de gallina. Podríamos haber contado muchas cosas pero todavía no se ordenaban las palabras y nos pesaba alejarnos de la selva, de la libertad plena, donde no rigen convencionalismos, ni acicalamientos, ni hay que aparentar nada ni tener que soportar que otros aparenten, donde no importa el olor a humo, ni las babas de las hojas o las serpientes. Era difícil volver.
Nuestro segundo barco nos llevaría hasta Santa Rosa, triple frontera con Leticia, Colombia, y Tabatinga, Brasil. Subimos al barco que nos llevaría aguas abajo. Paramos en muchos pueblos, recuerdo Arará, recuerdo comunidades de huitotos, los hombres mayorumas con serpientes enroscadas en el cuello, las canciones kokamas Kumbarikira urupukira tsa kumbari utsu ukaima. Me duele el brillo de los ojos de los leprosos de San Pablo ante la caricia. Cada vez que llegábamos a una aldea, bajábamos a comer el cocido de gallina con yuca. Todos los sabores nos eran familiares y hasta parecía que ya entendíamos el kokama sin dudar, sobre todo los chicos, hablaban con otros chicos en las aldeas y subían a bordo a último momento. Nos quedamos dos días en Leticia a tomar café colombiano. Y cruzábamos la frontera, una calle, a Tabatinga para comer sorbetes (helados) que los chicos solicitaban a la vendedora como “soretes”. Un sorete de morango. El siguiente barco, que prometía ser rápido, nos dejó varados en Tonantins, Brasil, a dos o tres días de Manaus. No teníamos noción de la fecha, miramos nuestros permisos y vimos qué día era en un almanaque del mercado. El tiempo vuela y los barcos, no. Teníamos que volver a Iquitos en una lancha rápida a presentar nuestras credenciales. El tiempo transcurre distinto según las aguas. Aunque haya correntada, la correntada se mueve en una inmensidad de la que no tenemos dimensión. No la podemos imaginar. Aún después de estar ahí, después de conocerla, sólo podremos imaginar un poco más allá de lo conocido. El resto es un misterio vasto e imposible. No podríamos llegar a tiempo en esos barcos normales de carga y lugareños. Tuvimos que tomar la lancha rápida. Temeraria. Veinticuatro horas de viaje a motor y a todo vapor. Desandaríamos en un día lo que habíamos tardado en recorrer más de una semana. No teníamos opción. En la intersección del Amazonas y el Napo, la lancha rápida aminoró la marcha. Sólo nosotros tres escuchamos el golpe de tres tiempos de los tambores. Apretamos nuestras manos y sonreímos sin poder hablar. Conmovidos. Detrás de la lancha se insinuaba una familia de bufeos, los delfines rosados de agua dulce. Vimos el bulto prominente de uno de ellos, una hembra, nadando con la panza hacia arriba.
Volvimos a la calle Putumayo. Renovados y repletos de esa renovación. Indios de verdad. Habíamos visto indios pero de verdad. Habíamos convivido con ellos y estar en Iquitos con Jaime y la familia de Gastón era una extensión que entendíamos devenida de las razas de la selva. La ciudad era el exilio y había en todos ellos una mezcla de nostalgia y esperanza. La nostalgia de la selva y la esperanza del río que sigue corriendo y que siempre estará ahí para llevarlos de vuelta si es preciso. Quizás era preciso, también para nosotros, volver a casa. Pero cuando mencioné que podíamos averiguar la avioneta para volver a Lima y de Lima a Buenos Aires, los chicos pusieron el grito en el cielo. Cómo nos vamos a ir, ahora tenemos amigos acá.
Jugaban con Jimmy y la banda del barrio. Meche me dijo que yo podía atenderle su puesto callejero y que los chicos podrían ir al colegio cuando iniciaran las clases en Iquitos. Y por qué no. Los chicos practicaban un desfile escolar cantando canciones del Perú en la vereda. Yo empecé a atender el puesto de Meche donde preparaba licuados y desayunos al paso para la gente que salía en las mañanas hacia el trabajo.
Meche tenía un restaurante en el living de la casa que daba a esa esquina de Putumayo y 16. Una mañana, mientras yo trabajaba, Jaime trajo a Martín en su moto. Había sucedido un pequeño accidente. Estaban haciendo teléfonos con vasitos descartables de plástico. Enganchaban dos vasitos como si fueran dos tubos telefónicos con un hilo largo, haciendo un agujerito en la base de cada vaso. Martín se había cortado un dedo con la cuchilla cuando agujereaba un vaso. Jaime me dijo que ya lo había curado. Abrió el apósito que había puesto en el dedo y vi que la herida era profunda. Se veía el cartílago. Jaime lo había curado con sangre de drago, como hacían sus ancestros yaguas. Creo que hay que darle un punto, le dije. Cerramos el puesto de desayunos y partimos en la moto hacia un centro de salud. Era un centro grande. Luego de la entrada principal había un hall y desde ese hall había tres pasillos identificados con las siglas TBC de tuberculosis, LEPRA, MALARIA. Esos eran los casos normales que se derivaban en ese centro de salud. Fuimos a mesa de entradas y explicamos que era por un corte y preguntamos por dónde deberíamos ir. Una enfermera sentó a Martín en una silla y le puso un termómetro bajo el brazo sin prestar atención a lo que yo le decía: es por un corte en el dedo. No tiene fiebre. Tomar la fiebre es de rigor. Nadie puede saltearse ese paso. Si tiene fiebre desde hace varios días, puede ser malaria. Finalmente nos enviaron con un médico que aprontó los instrumentos para coserlo. Todo estaba listo. Los hilitos cortados, y un hilo enhebrado en la aguja. ¿No va a usar anestesia? pregunté. Normalmente no usamos porque no hay, contestó el médico, si quiere, tiene que ir a comprarla a la farmacia. Por supuesto. Me hizo una receta y fui por la anestesia. Martín sanó más rápido que Ikua, fueron sólo cuatro nudos en el dedo y sangre de drago. Iban a la piscina pública, iban a la escuela de la calle Putumayo. Estuvimos cuatro meses. Hasta que un día desearon volver. Extrañarían a los amigos de Iquitos, a la familia que ya era nuestra y nos había incorporado, pero también extrañaban a los afectos cercanos de nuestro pueblo. Entonces tomamos el vuelo de regreso. Pasajeros Farid Murzone y Martín Murzone, presentarse en cabina. Los habían pasado a primera clase para compensar el avión. Son mis hijos, le dije a la azafata, y nos cambiaron a los tres. Cada vez que despegamos juntos lo hicimos de la mano. El avión carreteó, se inclinó hacia atrás, la punta enfiló entre las nubes. Agarrados de la mano. Farid no dejaba de mirarme, buscaba entre sus ojos y los míos acercar a las palabras otro mundo imposible. Nombrarlo para empezar a andar.
-A mí alguna vez me gustaría ir a Egipto, ¿te imaginás lo que sería eso?