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Introducción de un viaje de 15mil kilómetros, 235 días y miles de historias. De México a Argentina en bicicleta.

Vamos. La palabra nos traslada. Enseguida se nos viene a la mente una imagen: un camino y nosotros en el camino. Vamos puede implicar la realización de un sueño acuñado o el hartazgo ante una situación agotada. Un lugar aprendido de memoria, la rutina, o el simple deseo de andar o de volver. Cuando uno dice “vamos”, la palabra puede enredarse en una ilusión cuya madeja es interminable, entonces el enredo es más grande y dados a la tarea de dejar todo acomodado, no nos vamos nunca. No arrancamos. Una forma de apaciguar la cobardía. El miedo a lo desconocido. Este no es nuestro primer viaje. Sí es el primer viaje largo en bicicleta. Ya habíamos recorrido los mil templos de Angkor en Camboya y el Valle de los Reyes en Egipto pedaleando de la mañana a la noche unos cuantos kilómetros, pero lo que se dice viajeviaje en bicicleta, no teníamos nada de experiencia. Sin embargo Martín tiró la idea y yo, María, dije la palabra transportadora, “vamos”. Sin cobardía y sin miedo a lo desconocido porque ya desde hace muchos años mis hijos y yo venimos recorriendo el mundo. Viajando de manera sencilla pero intensa. Con poco dinero pero involucrándonos hasta el caracú con la historia y la actualidad de los pueblos y sin dejar de apreciar lo más destacado de la naturaleza. Seguramente desde otro punto de vista del que muestran las fotografías de un tour organizado. El lado salvaje. El lado oscuro. El lado agreste que obliga a marcar la huella por caminos que no están parquizados para el turismo. La naturaleza virgen, las ruinas cuyas columnas apenas se asoman entre los escombros. Lo menos visitado y, a veces, por otra entrada, por donde sólo saben y van los lugareños, acceder gratuitamente a lo que está privatizado y maquetado bonito para el turista convencional. Se puede llegar a todas partes y así me lo ratificaba Martín cuando nos hacíamos preguntas acerca de tal o cuál ruta para este viaje, nada es intransitable. Los otros muchos viajes que hicimos son parte de otras muchas historias, la mayoría de ellas sin publicar aunque escritas en borrador en nuestra memoria. A pesar de las andanzas anteriores este es el primer libro con que nos atrevemos. Lo escribimos para ustedes. Para los que se animan a dejar la madeja en banda y cumplir con los sueños y para los que prefieren quedarse desmadejando detrás de la ventana. Para los que echan raíces y son como los árboles que nos miran pasar y para los que, como nosotros, prefieren aprender el idioma de todos los árboles del mundo, el idioma de los pájaros, el aullido de los monos, y el grito o el silencio de la gente y el ruido o la música de las diferentes culturas del planeta.

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Poner fecha es primordial, aunque sea una fecha tentativa, una fecha marginal, entre tal y tal día, entre tal y tal mes, es mejor no alargar el objetivo a “entre tal y tal año” sino corremos el riesgo de que el sueño se desvanezca en la espera o naufrague en lo inesperado de un incierto futuro. Mejor ver más cerca y ver más claro.

Era noviembre de 2014, Martín cumplía doce años de vivir en México con ciertas interrupciones: viajes, siempre viajes y alguna que otra mudanza temporal a otro país. En definitiva, para él, México era el lugar de retorno durante esos doce años. Yo me había ido en 2010 y había vuelto a principios de ese mismo año, 2014. El camino me llevó de Chiapas a Nicaragua ida y vuelta y, a la vuelta, quedé empantanada en las quebraditas sinuosas de la Realidad entre los surcos de sandía y pepino que había sembrado con esperanza. Me fui a la Ciudad de México donde estaba Martín y alquilé una cabaña en la cima del Ajusco. Lo más lejos posible de la realidad. Sin proyectos. Trabajando. Viviendo. Sin mucha idea de qué vendría después. Cuál viaje, cuál camino. En medio de esa incertidumbre Martín me hizo la mejor propuesta del año: -¿y si nos vamos a la mierda?- una forma de decir. Un impulso que para los dos significaba que era hora de salir y dar un portazo. Vamos a Argentina en bicicleta. Él se planteaba la idea con calma, quizás en agosto, o septiembre del año siguiente; yo redoblé la apuesta de manera terminante: entre febrero y marzo, salimos. Ni siquiera tenía bicicleta. Martín, sí; hacía casi un año que se movilizaba raudamente a través de los barrios del Distrito Federal -barrios que son como pequeños pueblo vecinos-, en una bicicleta italiana bastante buena. Un rodado 29, de aluminio, con freno a disco en la rueda delantera y 24 tiempos. Yo no sólo no tenía bicicleta sino que, además, no tenía ni la más pálida idea de todas estas especificaciones que ahora describo con total discernimiento. En enero fui a la calle San Pablo del Distrito Federal donde están todas las bicicleterías baratas y me compré eso, una bicicleta barata. Una segunda marca mexicana, rodado 27 y medio, una novedosa rareza, de aluminio, sin freno a disco, con frenos llamados V-brake, de gomitas, y 21 tiempos.

En México, salvo las casas de marcas caras y reconocidas internacionalmente, en este barrio de la calle San Pablo, la venta de bicicletas es netamente comercial, minorista y mayorista. Si bien los mexicanos suelen ser dedicados al cliente, en este lugar no me dieron ni pelota. Nadie me midió o sugirió qué talla o tipo de bicicleta era conveniente para un viaje de tal envergadura. Compré esa bici sin que me dieran mayores detalles ni garantía, sólo un ticket en papel de fax que en menos de una semana ya se había borrado. Me subí a la bici y cuando llegué a la esquina me di cuenta de que los cambios de la mano izquierda -reitero que yo no tenía ni la más pálida idea de nada- no funcionaban. Volví a la bicicletería a quejarme y me indicaron que la palanca de esos cambios iba debajo del manubrio. Algo obvio, pero yo era la primera vez en mi vida que me montaba en una bici con cambios. El barrio de la calle San Pablo se encuentra a 11 kilómetros de Coyoacán donde yo me había mudado a una habitación con la finalidad de abaratar mi costo de vida y ahorrar. Llegué sana y salva aunque transpirando, más que por la pedaleada, por el estrés de las calles del Distrito Federal y el temor a equivocarme y salir a cualquier parte. Perderme, aunque soy viajera, es un suceso cotidiano.

Era enero y aunque ya teníamos lo primordial, un plan y las bicicletas, nos faltaba todo lo demás para concretarlo. Equipamiento básico, repuestos, y ¡dinero! La fecha tentativa de salida era entre el 28 de febrero y el 25 de marzo así que apuramos el trámite. Hicimos varias ‘ventas de garaje’ sacándonos de encima todo lo que no podríamos cargar en las bicis, todo lo que no nos haría falta por un buen tiempo; vendimos cosas nuestras y cosas que no eran de nadie, cosas que habían quedado arrumbadas en el departamento que Martín, a través de sus años en México, supo compartir con otros. Ahorramos y empezamos a promocionar este libro, idea que se nos ocurrió como parte del financiamiento necesario del viaje que pronosticábamos nos demandaría alrededor de un año. Un año durante el que andaríamos por ahí. Trabajando a veces si se daba la oportunidad y cobrando casi nunca ya que la idea era hacer trabajos voluntarios a cambio de comida en comunidades y pueblitos. Conocer lo auténtico, el mundo real latinoamericano. Conseguimos algunos mapas de carretera, muy poco, y analizamos las rutas de google maps y los sitios interesantes a los que podíamos llegar sin desviar demasiado el rumbo y aunque hiciéramos un poco de zigzag. Al mismo tiempo frecuentábamos la calle San Pablo para equipar las bicis. Fue complicado. No se conseguían los aditamentos porque los rodados 29 y 27 y medio son rodados nuevos para cuyas medidas aún no existen muchos accesorios. Hicimos adaptaciones, portaequipajes rudimentarios de rodado 26 con abrazadera al asiento, las alforjas fueron alforjas de rutina, de las que se usan en la ciudad para llevar lo cotidiano de la casa al trabajo. No eran impermeables ni tenían gran capacidad ni ganchos para agarrarse a los portaequipajes, ni buenas hebillas, ni bolsillos extras. Todo muy rudimentario y bastante barato. Portaequipajes de un equivalente de 3 dólares y alforjas de menos de 15. Además incorporamos repuestos, cámaras, cadena, zapatas o pastillas de frenos, y herramientas básicas. Guantes, algunas calzas con badana que estaban en oferta, y tela impermeable de paraguas con la que fabricamos dos cubre-equipajes.

Fijamos la fecha inamovible, 21 de marzo. Mi entrenamiento se redujo a tres paseos por las calles del DF cerradas para ciclistas en fin de semana. Un circuito dominguero de casi 50 kilómetros que no me pesó en absoluto y que me llenó de optimismo, si podía hacer los 50 kilómetros en menos de tres horas y sin ninguna molestia, avanzar en la ruta no sería imposible.

Dos días antes de le fecha prevista, hicimos un servicio completo a las bicicletas. Fuimos a la Bicicletería Albatros, a la vuelta del departamentito de Martín, por Delfín Madrigal y Escuinapa. Sus dueños, Juvenal Illescas y Arturo Illescas, nos atendieron con entusiasmo y nos regalaron consejos y una cajita con parches y herramientas. Juvenal auguró con una sonrisa un buen desempeño de la bicicleta italiana de Martín. Yo esperaba mi diagnóstico junto al cordón de la vereda y apoyaba la ansiedad en el cuadro demasiado alto de la mía. Juvenal me miró y no dijo nada. Cerró la boca y alargó un dudoso mmmm.

Mmmmm. Y así nos fuimos.

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