Archivo de la etiqueta: viajar en bicicleta

Día 27 (16 de abril) – de Bacalar (México) a Orange Walk (Belice)

Dejamos el paraíso sin pecar y sin ser expulsados. Vamos a intentar cruzar la primera frontera de este recorrido. Lo haremos legalmente aunque con la billetera a mano. Seguramente nos cobrarán multa. Nuestras formas migratorias caducaron hace cuatro meses. Las reacciones de los agentes fronterizos son imprevisibles. Pueden ser hoscos en países amigables y amables en países en guerra, suelen ser humillantes en países del ‘primer mundo’ y arrogantes en países autárquicos, pueden revisar hoja por hoja los documentos o poner el sello sin mirar en cualquier espacio libre, hay expertos en encontrarle la quinta pata al gato, hábiles para coimear, hay curiosos, preguntones, simpáticos y antipáticos, hay quienes te dan la bienvenida a su país y hay quienes no te dan ni la hora. Antes de cruzar una frontera es conveniente respirar hondo y estar preparado para lo peor. Así las cosas, muchas veces, resultan mejor de lo previsto.

La ruta desde Bacalar hacia Belice regresa sobre los mismos pasos hacia la carretera principal a Campeche. En la intersección con esta carretera viramos a mano izquierda, 5 kilómetros después entramos a desayunar galletitas con yugur, debajo de una palapa en las orillas de la laguna de los Milagros. La laguna de los Milagros es de las mismas características que Bacalar, sin embargo presume su propio celeste aquamarine.

Y llegamos al punto de lo imprevisible. En la ventanilla, un servidor sonriente más ocupado en enterarse de nuestro viaje que en revisar las fechas. No nos cobra multa. Salimos como Pancho de su casa. Dejar México es siempre sabiendo que vamos a volver. México es nuestra casa.

Entramos a Belice, un país que no teníamos contemplado pero que se nos interpuso tras no haber podido cruzar por la selva. Fue providencial. Valió la pena. Literalmente le puso una nota de color a la vivencia. Lo más impactante de Belice es la sonrisa. Los beliceños tienen las sonrisas más blancas y luminosas del planeta. Son una mezcla única, mezcla de caribeño con africano que da garífuna de piel oscura y pómulos acentuados. Hablan kryol, un inglés deformado graciosamente, disfrazado por ellos mismos, es SU kryol, sólo entre ellos se entienden, como si hablaran en una jerigonza que sólo ellos saben desencriptar. Para nuestra suerte la mayoría también habla español e inglés que es el idioma oficial, el que se enseña en las escuelas.

La ruta en Belice es precaria. Es de canto rodado. Un desparramo de piedritas marrones pegadas en el piso. Es tropicalísimo, calor, humedad, matas verdes a ambos lados del camino. A 11 kilómetros de la frontera entramos a Corozal, ciudad sobre el caribe beliceño, y fuimos a ver el mar. Mar verde claro. Seguimos por la misma ruta. Es angosta, sin marcas, sin división, sin carteles, sin señalización. Un camino vecinal de canto rodado. Es plano, sin altibajos. Avanzamos hasta la tarde, dos, tres horas, sin encontrar ningún puesto de venta ni casas ni estaciones de servicio. Ya por la tarde encontramos a un chico, con una mesa sobre la ruta, vendiendo tamales; después, del lado de enfrente, encontramos una pequeña tienda donde compramos bolsitas de agua, y después un puesto de frutas donde paramos un buen rato debajo de un alero de madera mientras le hacíamos el aguante al solazo. Ahí comimos ananá, naranjas, y bombones de tamarindo, ¡deliciosos! Conversamos con la familia del lugar, una madre entregada de niña al marido, sus hijas, sobrinos y nietos. Cuando hablan mezclan el castellano con el inglés y pronuncian la r suave como si su lengua nativa fuera el inglés y hubieran aprendido castellano de adultas. Sin embargo provienen de Guatemala, aunque más de la mitad de ellos han nacido en Belice. Los hombres no están ahí. Trabajan. Por lo que nos explican el trabajo es en construcción o en la caña pero lejos de la casa.

-Ellos cuando trabajan encuentran de todo viejo. Tenemos un museum acá, botellas mayas y piedras de jade.

Las chicas se pierden en el fondo del puesto y vuelven con cajas llenas de reliquias.

-Hace two years quebraron una piramida, acá en San Pablo. Era una piramida alta. Ahí encontraron muchas cosas como masks de jade y vessels viejas. Mi hermano estaba trabajando, todo esto no se puede decir porque vas to jail.

-Este necklace me lo regaló mi hermano.- Se trata de un fragmento de cadena con un colgante y una piedra inscrustada. El metal es opaco. Casi negro y sin brillo y la piedra también está gastada. La chica se lo pone delante del cuello.

-También tenemos bracelets y otros pieces.

Son simpáticas, sin embargo siento que me apabulla su ignorancia, que me da escozor cómo manosean esos necklaces y bracelets que albergan en sí historias de más de mil años. No es su culpa. Siguen siendo súbditos o esclavos de la reina Isabel. Lo que amontonan y revuelven en esas cajas es valiosísimo.

Más tarde y con la duda acerca de la piramida que quebraron, busco información en internet. Efectivamente. En 2013 la compañía DeMar’s Stone Company, propiedad de un político de turno, demolió con una Caterpillar, -siempre asesinas- la pirámide más alta de esa región de San Pablo. Era la pirámide de Noh Mul erigida hace más de 2300 años, centro ceremonial que congregaba a cuarenta mil personas. Lo hicieron para sustraer la piedra caliza de su base y no tener que movilizarse a buscarla a otra cantera. Los trabajadores de la compañía robaron objetos funerarios, huesos, vasijas, joyas de jade. En el lugar hay otros vestigios arqueológicos. Están inmersos en 11 kilómetros cuadrados de sembradíos de caña dentro de una propiedad privada y son continuamente saqueados por los jornaleros.

Muchas de las casas que vemos en el camino son palafitos, y muchas mantienen el estilo colonial traído por los ingleses. Fusión de bungalow con vivienda maya. Son de madera sencilla, sólo las de los privilegiados son de caoba. Las construcciones de esta colonización se adaptaron al clima caribeño y su ascetismo demuestra que no tenían visos de permanencia. Son casas de campaña hoy desvencijadas y emparchadas de tablas. Los ingleses instalaron las colonias para irse y manejarlas desde lejos. En cambio los españoles y los portugueses se quedaron a vivir. Las casas coloniales de los virreinatos siguen sólidas en pie ostentando sus fachadas señoriales de molduras y rejas de fundición. Llegamos a Orange Walk, lo pronuncian “oranshuák” y aquí paramos en el Hotel Mirage, unas cuadras antes de llegar al centro. El cuarto es amplio, el dueño es amable. Hay internet, tv que no usamos, ventilador, baño grande, tenemos enchufes y toallas. Comimos en un restaurante de fast food, y todo cuesta 1 dólar o 2 beliceños.

“Nos despedimos de México con un excelente descanso en el paraíso laguna de Bacalar donde nos encontramos con otros argentinos; causalmente todos nos encontramos ahí para compartir un poco de las aventuras que a cada uno le han tocado y aprovechamos para nadar en el xenote Azul y el xenote de la Bruja o xenote Negro. Pedaleando por el borde de la selva, escuchando los diversos cantos de aves, cruzamos la frontera a Belice donde debíamos pagar una multa por nuestros permisos vencidos pero al parecer el oficial no prestó atención a las fechas y salimos gratis.” (Martín Murzone)

Datos técnicos:

Bacalar-Orange Walk (Belice) 95 km
5.54.08 hs
Total: 1911.51 km

Día 11 (31 de marzo) – de Catemaco a Acayucan

A pesar de las anécdotas siniestras de los brujos de Catemaco, el reflejo despejado del día en la laguna no parece traducir la misma historia. La ruta sube bordeando las orillas acantiladas de los Tuxtlas. A nuestra izquierda, la luz en el agua; por la derecha, las curvas cerradas ocultan los recovecos sombríos de algún hechizo. Pasamos de largo por la entrada de pueblitos que anuncian su nombre y cantidad de habitantes como una invitación. Cada cartel me habla, Zapoapan de Cabañas, somos 1280, vengan a visitarnos. Más arriba, Santa Rosa Cintepec, 475, pasen y vean; y en bajada, Los Mangos, 2590, bienvenidos. Carteles sencillos, pintados de manera rústica y casera por esos habitantes sin visitas. El sol y el resplandor pegan fuerte. La carretera es un hachazo que ha mutilado la sierra para encaramarse en la ladera. No hay sombra.

Dejando atrás Catemaco y su región embrujada, se acaban también las almas parroquianas. No hay servicios hasta 40 kilómetros después cuando la bajada nos aterriza en Juan Díaz Covarrubias. Aprovechamos a abastecer agua y a descansar. Después de esta parada estratégica y necesaria la ruta resulta más divertida. Sube y baja en un columpio de largo alcance, como si uno se hamacara muy alto, la bajada nos lleva lejísimos adelante y después nos remonta en una subida larga y lenta hacia atrás. Esa es la sensación. No hay más servicios. Sólo dos pequeños toldos en la ruta, un señor oaxaqueño que vende helados y no tamales, y un puesto de naranjas peladas. Aprovechamos estas dos paradas posibles, una a pocos metros de la otra.

Llegamos a Acayucan y nos sentamos en una esquina a comer tacos de oferta a 5 pesos y helado La Michoacana a 30 pesos el medio litro. Y ustedes de dónde vienen y adónde van, nos pregunta un escucha curioso. Astuto resabio de aquella revolución que se acunó en Acayucan al mismo tiempo que en Cananea. Acayucan es ahora una ciudad de ochenta mil habitantes con una larga calle comercial, pero en aquellos tiempos era el caserío de los trabajadores explotados en las haciendas de café, caña, algodón y en los recientemente instalados campos petroleros. Los campesinos y obreros de Acayucan fueron de los primeros en organizarse y alistarse en las filas rebeldes de Zapata.

Pasamos la noche en el hotel Jesymar. Dicen que hay internet pero no funciona. Los cuartos son amplios pero viejos y desvencijados, la puerta del baño está agujereada, las cortinas están sucias. A la vuelta, en la misma manzana, hay otro hotel; parece más decente pero al preguntar nos dijeron que es solamente para parejas. Son inflexibles al respecto y antipáticos.

Datos técnicos:


De Catemaco a Acayucan 79.64 km
6.34.11 hs
Total: 707.37 km.

Introducción de un viaje de 15mil kilómetros, 235 días y miles de historias. De México a Argentina en bicicleta.

Vamos. La palabra nos traslada. Enseguida se nos viene a la mente una imagen: un camino y nosotros en el camino. Vamos puede implicar la realización de un sueño acuñado o el hartazgo ante una situación agotada. Un lugar aprendido de memoria, la rutina, o el simple deseo de andar o de volver. Cuando uno dice “vamos”, la palabra puede enredarse en una ilusión cuya madeja es interminable, entonces el enredo es más grande y dados a la tarea de dejar todo acomodado, no nos vamos nunca. No arrancamos. Una forma de apaciguar la cobardía. El miedo a lo desconocido. Este no es nuestro primer viaje. Sí es el primer viaje largo en bicicleta. Ya habíamos recorrido los mil templos de Angkor en Camboya y el Valle de los Reyes en Egipto pedaleando de la mañana a la noche unos cuantos kilómetros, pero lo que se dice viajeviaje en bicicleta, no teníamos nada de experiencia. Sin embargo Martín tiró la idea y yo, María, dije la palabra transportadora, “vamos”. Sin cobardía y sin miedo a lo desconocido porque ya desde hace muchos años mis hijos y yo venimos recorriendo el mundo. Viajando de manera sencilla pero intensa. Con poco dinero pero involucrándonos hasta el caracú con la historia y la actualidad de los pueblos y sin dejar de apreciar lo más destacado de la naturaleza. Seguramente desde otro punto de vista del que muestran las fotografías de un tour organizado. El lado salvaje. El lado oscuro. El lado agreste que obliga a marcar la huella por caminos que no están parquizados para el turismo. La naturaleza virgen, las ruinas cuyas columnas apenas se asoman entre los escombros. Lo menos visitado y, a veces, por otra entrada, por donde sólo saben y van los lugareños, acceder gratuitamente a lo que está privatizado y maquetado bonito para el turista convencional. Se puede llegar a todas partes y así me lo ratificaba Martín cuando nos hacíamos preguntas acerca de tal o cuál ruta para este viaje, nada es intransitable. Los otros muchos viajes que hicimos son parte de otras muchas historias, la mayoría de ellas sin publicar aunque escritas en borrador en nuestra memoria. A pesar de las andanzas anteriores este es el primer libro con que nos atrevemos. Lo escribimos para ustedes. Para los que se animan a dejar la madeja en banda y cumplir con los sueños y para los que prefieren quedarse desmadejando detrás de la ventana. Para los que echan raíces y son como los árboles que nos miran pasar y para los que, como nosotros, prefieren aprender el idioma de todos los árboles del mundo, el idioma de los pájaros, el aullido de los monos, y el grito o el silencio de la gente y el ruido o la música de las diferentes culturas del planeta.

Todas las etapas del viaje en la pestaña: https://marialaqueviaja.com/category/latinoamerica/america-latina-en-bicicleta-latinoamerica/

Poner fecha es primordial, aunque sea una fecha tentativa, una fecha marginal, entre tal y tal día, entre tal y tal mes, es mejor no alargar el objetivo a “entre tal y tal año” sino corremos el riesgo de que el sueño se desvanezca en la espera o naufrague en lo inesperado de un incierto futuro. Mejor ver más cerca y ver más claro.

Era noviembre de 2014, Martín cumplía doce años de vivir en México con ciertas interrupciones: viajes, siempre viajes y alguna que otra mudanza temporal a otro país. En definitiva, para él, México era el lugar de retorno durante esos doce años. Yo me había ido en 2010 y había vuelto a principios de ese mismo año, 2014. El camino me llevó de Chiapas a Nicaragua ida y vuelta y, a la vuelta, quedé empantanada en las quebraditas sinuosas de la Realidad entre los surcos de sandía y pepino que había sembrado con esperanza. Me fui a la Ciudad de México donde estaba Martín y alquilé una cabaña en la cima del Ajusco. Lo más lejos posible de la realidad. Sin proyectos. Trabajando. Viviendo. Sin mucha idea de qué vendría después. Cuál viaje, cuál camino. En medio de esa incertidumbre Martín me hizo la mejor propuesta del año: -¿y si nos vamos a la mierda?- una forma de decir. Un impulso que para los dos significaba que era hora de salir y dar un portazo. Vamos a Argentina en bicicleta. Él se planteaba la idea con calma, quizás en agosto, o septiembre del año siguiente; yo redoblé la apuesta de manera terminante: entre febrero y marzo, salimos. Ni siquiera tenía bicicleta. Martín, sí; hacía casi un año que se movilizaba raudamente a través de los barrios del Distrito Federal -barrios que son como pequeños pueblo vecinos-, en una bicicleta italiana bastante buena. Un rodado 29, de aluminio, con freno a disco en la rueda delantera y 24 tiempos. Yo no sólo no tenía bicicleta sino que, además, no tenía ni la más pálida idea de todas estas especificaciones que ahora describo con total discernimiento. En enero fui a la calle San Pablo del Distrito Federal donde están todas las bicicleterías baratas y me compré eso, una bicicleta barata. Una segunda marca mexicana, rodado 27 y medio, una novedosa rareza, de aluminio, sin freno a disco, con frenos llamados V-brake, de gomitas, y 21 tiempos.

En México, salvo las casas de marcas caras y reconocidas internacionalmente, en este barrio de la calle San Pablo, la venta de bicicletas es netamente comercial, minorista y mayorista. Si bien los mexicanos suelen ser dedicados al cliente, en este lugar no me dieron ni pelota. Nadie me midió o sugirió qué talla o tipo de bicicleta era conveniente para un viaje de tal envergadura. Compré esa bici sin que me dieran mayores detalles ni garantía, sólo un ticket en papel de fax que en menos de una semana ya se había borrado. Me subí a la bici y cuando llegué a la esquina me di cuenta de que los cambios de la mano izquierda -reitero que yo no tenía ni la más pálida idea de nada- no funcionaban. Volví a la bicicletería a quejarme y me indicaron que la palanca de esos cambios iba debajo del manubrio. Algo obvio, pero yo era la primera vez en mi vida que me montaba en una bici con cambios. El barrio de la calle San Pablo se encuentra a 11 kilómetros de Coyoacán donde yo me había mudado a una habitación con la finalidad de abaratar mi costo de vida y ahorrar. Llegué sana y salva aunque transpirando, más que por la pedaleada, por el estrés de las calles del Distrito Federal y el temor a equivocarme y salir a cualquier parte. Perderme, aunque soy viajera, es un suceso cotidiano.

Era enero y aunque ya teníamos lo primordial, un plan y las bicicletas, nos faltaba todo lo demás para concretarlo. Equipamiento básico, repuestos, y ¡dinero! La fecha tentativa de salida era entre el 28 de febrero y el 25 de marzo así que apuramos el trámite. Hicimos varias ‘ventas de garaje’ sacándonos de encima todo lo que no podríamos cargar en las bicis, todo lo que no nos haría falta por un buen tiempo; vendimos cosas nuestras y cosas que no eran de nadie, cosas que habían quedado arrumbadas en el departamento que Martín, a través de sus años en México, supo compartir con otros. Ahorramos y empezamos a promocionar este libro, idea que se nos ocurrió como parte del financiamiento necesario del viaje que pronosticábamos nos demandaría alrededor de un año. Un año durante el que andaríamos por ahí. Trabajando a veces si se daba la oportunidad y cobrando casi nunca ya que la idea era hacer trabajos voluntarios a cambio de comida en comunidades y pueblitos. Conocer lo auténtico, el mundo real latinoamericano. Conseguimos algunos mapas de carretera, muy poco, y analizamos las rutas de google maps y los sitios interesantes a los que podíamos llegar sin desviar demasiado el rumbo y aunque hiciéramos un poco de zigzag. Al mismo tiempo frecuentábamos la calle San Pablo para equipar las bicis. Fue complicado. No se conseguían los aditamentos porque los rodados 29 y 27 y medio son rodados nuevos para cuyas medidas aún no existen muchos accesorios. Hicimos adaptaciones, portaequipajes rudimentarios de rodado 26 con abrazadera al asiento, las alforjas fueron alforjas de rutina, de las que se usan en la ciudad para llevar lo cotidiano de la casa al trabajo. No eran impermeables ni tenían gran capacidad ni ganchos para agarrarse a los portaequipajes, ni buenas hebillas, ni bolsillos extras. Todo muy rudimentario y bastante barato. Portaequipajes de un equivalente de 3 dólares y alforjas de menos de 15. Además incorporamos repuestos, cámaras, cadena, zapatas o pastillas de frenos, y herramientas básicas. Guantes, algunas calzas con badana que estaban en oferta, y tela impermeable de paraguas con la que fabricamos dos cubre-equipajes.

Fijamos la fecha inamovible, 21 de marzo. Mi entrenamiento se redujo a tres paseos por las calles del DF cerradas para ciclistas en fin de semana. Un circuito dominguero de casi 50 kilómetros que no me pesó en absoluto y que me llenó de optimismo, si podía hacer los 50 kilómetros en menos de tres horas y sin ninguna molestia, avanzar en la ruta no sería imposible.

Dos días antes de le fecha prevista, hicimos un servicio completo a las bicicletas. Fuimos a la Bicicletería Albatros, a la vuelta del departamentito de Martín, por Delfín Madrigal y Escuinapa. Sus dueños, Juvenal Illescas y Arturo Illescas, nos atendieron con entusiasmo y nos regalaron consejos y una cajita con parches y herramientas. Juvenal auguró con una sonrisa un buen desempeño de la bicicleta italiana de Martín. Yo esperaba mi diagnóstico junto al cordón de la vereda y apoyaba la ansiedad en el cuadro demasiado alto de la mía. Juvenal me miró y no dijo nada. Cerró la boca y alargó un dudoso mmmm.

Mmmmm. Y así nos fuimos.

Todas las etapas del viaje en la pestaña: https://marialaqueviaja.com/category/latinoamerica/america-latina-en-bicicleta-latinoamerica/