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Día 50 (9 de mayo) – de Chinandega a León

La ruta es recta. Muy fácil. A 10 kilómetros de salir de Chinandega está la entrada a Chichigalpa, sinónimo de Flor de Caña. En Chichigalpa se fabrica este ron que según palabras de Martín, especialista en catación y coctelería, es uno de los mejores rones del mundo. Flor de Caña es valorado internacionalmente, lo respaldan 126 años de historia y tradición, la quinta generación familiar asegura que siguen usando ingredientes finos y largo añejamiento.

Son solamente 40 kilómetros entre Chinandega y la heroica ciudad de León. El calor aletarga pero Nicaragua justifica cada parada. Vale la pena. A las 10 de la mañana ya estábamos en el Hotel Casa Ivanna, el mismo en el que he parado anteriormente y en el mismo cuarto que ya siento mío. Cuesta 5 dólares y es muy confortable. Los cuartos están limpios, hay cocina equipada que se puede utilizar, café gratis, enchufes, internet lento, libros, sala de estar con sillones hamaca y hamacas en el jardín. Enfrente, en la esquina, está el Teatro donde la primera vez que estuve en Nicaragua escuché a la Orquesta Sinfónica de Cuba,

-pase, señora, es gratis.

Fuimos a comer un plato completo a la vuelta del hotel por 50 córdobas, y luego a caminar por el mercado y las calles pintadas de banderas rojinegras. Pasamos por la casa donde nació Rigoberto López Pérez, el poeta que disparó contra Somoza García asesino de Sandino. Por la casa natal de Rubén Darío y la catedral donde descansan sus restos custodiados por un león. Fuimos al Museo de la Revolución, a la casa de los héroes y mártires. Veneramos cada placa por cada guerrillero muerto, por cada luchador del pueblo nicaragüense. Ahora somos nosotros los curiosos y ellos los que cuentan su historia:

-veinticinco mil contras nos mandó Reagan, pero nosotros éramos todo un pueblo y por eso ganamos, y acá estamos, a pesar de haber vivido todo lo que vivimos, acá estamos- medita en voz alta Rodolfo López López.

Datos técnicos: Chinandega-León 40 km

3.18.03 hs

Total: 3356.55 km

Día 47 (6 de mayo) – de San Lorenzo a Choluteca

Un día de viaje muy corto. Esta es nuestra última parada en Honduras antes de cruzar la frontera a Nicaragua. Choluteca, la Sultana del Sur, parece ser el último centro urbano donde podemos descansar. Desde aquí hasta Guasaule, frontera, hay 46 kilómetros. Ahora el camino es más plano o con sinuosidades muy leves, o será que uno ya se adiestró en la buena costumbre de meter primera y hacer fuerza pa’arriba. Ya cruzamos toda la imponente muralla de montañas hondureñas. La carretera de San Lorenzo a Choluteca es sencilla en cuanto al relieve, pero jodida en cuanto a tráfico. Hay camiones que te sacan literalmente de la carretera porque o no te ven o no hay espacio o no les importa un pito pasarte por encima. Varias veces me bandeé yo, y no el bulto, hacia lo que sería la banquina pero que es una acera angosta de piedritas o nada, pasto, o terreno desparejo y no pensado para circular ni en bicicleta ni caminando. Antes de llegar a Choluteca conocimos a Hilda. Hilda no va a la escuela. Tiene 10 años pero no va a la escuela porque su papá no tuvo billete. Su hermana tuvo más suerte porque le tocó un papá con billete. La hermana de Hilda sí va a la escuela, pero no le enseña nada a Hilda porque Hilda vive con su abuela Francisca. Viven ahí, en una aldea en medio del camino que va desde San Lorenzo a Choluteca. Hilda se hamaca en la hamaca y ve pasar y ve pasar. Pero nosotros no pasamos. Le enseñamos a escribir su nombre, Hilda con H que no suena, con H como Honduras Hilda huérfana humilde hermosa h de hambre, hipócrita Hernández, h de hijo, hijo de puta.

Martín le hizo un dibujo de recuerdo en un cartón. Nos dibujó a nosotros en ese lugar, debajo de su palapita de palma, ella en su hamaca y nosotros en una banca, y las bicicletas. A mí me dibujó con alas en lugar de brazos, o con brazos muy grandes.

Choluteca significa ‘valle ancho’ en lengua chorotega, primeros habitantes de la región. Después los españoles emperifollaron el nombre y la llamaron ‘Villa de Xerez de la frontera de la Choluteca y mis reales tamarindos’ porque las pepitas de oro que se encontraban en Choluteca eran tan grandes como vainas de tamarindo. Choluteca, Honduras toda, era una gema de metal dorado a la que vaciaron sus entrañas, hasta las tripas le sacaron. Sólo queda esa coraza de montañas azules y tejados rojos. La mitad de los hondureños sobrevive sin satisfacer sus necesidades básicas. En los caseríos no hay agua potable. No hay electricidad ni cloacas. En los suburbios la mayoría de los chicos no van a la escuela porque como Hilda no tienen billete. Tampoco tienen zapatos. Es bello el mundo pero cómo duele la humanidad. La ostentación de las iglesias, la insignificancia del mendigo. La plaza comercial, la techumbre de palma de Francisca. El periférico, el barro. Los chicos con uniforme, los chicos descalzos. La desigualdad del dinero. La devaluación de la vida y del amor.

En Choluteca nos alojamos en el Hotel Pacífico. Es un lindo hotel con dueños muy agradables. El cuarto tiene dos camas grandes, es amplio, tiene aire acondicionado, enchufes, baño, hay garrafón de agua, hay internet, y nos cuesta 550 lempiras. Nos quedamos prácticamente todo el resto del día en el hotel. La temperatura ambiente es de 40 grados. Me senté en la galería a tomar mates pero estar afuera es insoportable. Salimos a cenar cuando anocheció, churrasquitos con tortillas, estilo tacos, 53 lempiras. Muy ricos. Hay lugares de comida chatarra en la plaza comercial donde hay varias cadenas multinacionales que ofrecen combos, por ejemplo el sándwich de pollo con papas y refresco por 37 lempiras.

Datos técnicos: San Lorenzo-Choluteca 35.2 km

2.13.28 hs

Total: 3173.95 km

Día 46 (5 de mayo) – de Sabanagrande a San Lorenzo

Todo lo que sube tiene que bajar. Hoy bajó la carretera. Volvimos al nivel del mar, pero el mar subió y no pudimos llegar hasta la costa. Hay marejada en el Pacífico.

La ruta es tranquila hasta pasar Pespire, una joya colonial de Honduras con sus tejados rojos y su iglesia blanca de tres cúpulas. Al llegar al cruce de Jícaro Galván, 13 kilómetros después de Pespire, el tráfico se acentúa, aparecen los trailers, los camiones y el smog. Vienen de la frontera de El Amatillo en El Salvador. Además nos encaminamos a puerto. Antes el puerto era Amapala, en la Isla del Tigre; fue por siglos el único puerto de América Central, pero a fines del siglo pasado fue mudado a la costa y Amapala quedó anclada en la isla sólo como destino de viajeros que gustan de viajar en el tiempo. Las marejadas nos impidieron avanzar hacia el mar y ver de cerca el espectacular atardecer del Golfo de Fonseca. Las olas alcanzaban cinco metros de altura, hubo gente desaparecida y fallecida, viviendas y comercios destruidos, evacuados, y se impuso el alerta amarilla.

Sabanagrande resultó ser un lugar muy agradable para descansar y esperar a que escampe, pero si algún viajero decidiera seguir un poco más, puede hacerlo. A dos horas de Sabanagrande hay un hotelito, luego, unos kilómetros más está Pespire donde también hay alojamiento. El camino es fácil, todo de bajada.

Los hoteles de San Lorenzo son o feos y sucios aunque baratos, de 350 lempiras para tres, o lindos y con todos los servicios por más de 750 u 800 lempiras. No hay término medio. Elegimos el Hotel Rivera en el centro, cuesta 800 lempiras, tiene pileta climatizada por el sol, aire acondicionado, y nos viene muy bien ya que, no sólo sube la marejada sino también la temperatura. Estamos a 40 grados.

Datos técnicos: 63.5 km

3.58.04 hs

Total: 3141.75 km

Día 36 (25 de abril) – de Río Dulce a Entre Ríos

La ruta es más plana que la del día anterior. Hay algunos desniveles y hay descensos que valen la pena. De salida de Río Dulce se cruza el puente que sale en subida y se sigue en dirección a Puerto Barrios. Es una ruta muy circulada y de calidad media. No es una autopista ni de lejos, el pavimento está bien aunque en algunas partes, rugoso, y sin demarcación. Hay gasolineras durante el trayecto y hay puestos variados para comer menús también variados.

El paisaje de este tramo sigue siendo bello. Colinas de vestido verde holgado que más adelante entallan los contornos de seda o terciopelo más brillante. El tráfico de camiones y contenedores hacia Puerto Barrios, entorpece la apreciación del espectáculo natural y llenan el aire de smog asqueroso. Cuando no pasan, se huele el dulzor de los cientos de puestecitos vendiendo ananás. En algunos tramos el aire se impregna de tilo, hay muchos tilos sembrados y campos de cacao y más dulzor. Pero cuando aparecen los camiones, son una fila compacta de toneladas de anhídrido carbónico. Pasan raudamente en su rumbo al puerto. Un nene que le hace los mandados a su mamá en bicicleta, fue conmigo hasta la entrada de Cayuga, a 45 kilómetros de Río Dulce. Tiene una bicicleta infantil, bajita. El nene no tiene miedo, yo voy bien adentro de la banquina y él casi al borde de la ruta donde pasan las ruedas de los camiones; su bicicleta no es estable, zigzaguea. Me da miedo verlo. Fuimos charlando y nos recomendamos mucho tener cuidado y buen viaje. 5 kilómetros después, en La Esperanza, paramos a comer y conversamos con dos camioneros.

Uno de los camioneros nos regaló una sandía. Qué manjar. El calor es sofocante. Esperamos en ese restaurante hasta que bajó un poco el sol pero el calor no aflojó.

Avanzamos hasta Entre Ríos para cruzar la frontera a Honduras el día siguiente. Entre Ríos es un pueblo a la vera de la ruta. Los ríos no se ven, tiene tres cuadras y hay un solo Hotel y Auto Hotel donde paramos. El aire acondicionado está encendido pero no funciona. En el cuarto hay una pequeña tv, dos camas y aunque es lindo, no es cómodo porque es cerrado, sin ventanas, y caluroso. Los encargados son muy amables, pero el hotel no da.

Fuimos a cenar a lo de ‘Los planes de Don Chente’, un señor muy ventajero que nos cobró 2 quetzales por cada tortilla extra y abusó todo lo que pudo de nosotros. Es el único lugar desde que salimos de México que suman a la cuenta cada tortilla que uno se come. No lo recomendamos.

En realidad no valía la pena hacer esta parada. La frontera y Honduras están ahí nomás. Hasta ese momento no lo sabíamos, pero del lado hondureño hay mejores lugares para pasar la noche. Recomendamos a otros viajeros, si tienen tiempo y energía, seguir unos kilómetros más.

Estuve tantas veces en Guatemala que perdí la cuenta. Antes de este viaje solía no pronunciar su nombre. Me resultaba inadmisible llamar a este país hermoso Guate-mala. Siempre la llamé Guate-bonita. Esta vez nos vamos con un sabor que sin ser amargo, es un poco agrio, sabor a que algo se está pasando. Sobre todo en el Petén, los que trabajan en relación al turismo se están pasando de vivos. No son todos y no es la gente común, absolutamente, no. La gente común, por el contrario, es un deshecho de amabilidad, generosos a más no poder. Hace dieciocho años cuando visitamos por primera vez esta zona, me fui con la misma sensación, pero tras sucesivos viajes a otras regiones de Guatemala, temí estar errada en esta apreciación que lamentablemente debo confirmar. Nunca me ha sucedido lo mismo en la región Quiché ni en la Alta Verapaz y como no creo que un grupo de guatemaltecos que lucran con el turismo sean la muestra fiel y real de un pueblo, seguiré llamando a Guatemala, Guatebonita. Alertamos a los viajeros que sigan nuestros pasos o transiten la región del Petén, para que den la espalda a aquellos que visiblemente son del tipo ‘take advantage’. Ellos no representan al pueblo guatemalteco.

Datos técnicos:

Río Dulce-Entre Ríos 73.6 km
5.15.54 hs
Total: 2558.15 km

Día 31 (20 de abril) – de La Máquina a Tikal

La ruta entre La Máquina y El Remate es de tráfico y desniveles calmos. Nada que se zafe de lo normal o que merezca destacarse. Lo bravo vendrá después. Antes de llegar al Remate y a las orillas del Lago Petén Itzá, hicimos una parada estratégica y placentera en una palapa sobre la laguna Macanché a 27 kilómetros de La Máquina y casi 10 del Remate. Sobre la laguna Macanché está este parador bonito, con una vista espectacular de la laguna, bebidas frescas y hamaca paraguaya para echarse una siestita. Luego seguimos hacia El Remate donde aprovisionamos algunos víveres para la estadía en Tikal y nos sentamos a comer en un restaurante sobre el lago Petén Itzá. Con una vista agradable, buena atención y buen precio, dejamos pasarse el mediodía sin apuro. Habíamos pedaleado esos 36 kilómetros en menos de dos horas y especulábamos que nos faltaría apenas un poco más de la mitad hasta Tikal a 39 kilómetros de allí.

Cuando decidimos seguir nos encontramos con un problema. A la bicicleta de Martín se le había quebrado uno de los fierros que sostienen el portaequipajes. La tarde estaba todavía recalcitrante de calor y bajo ese calorón salimos a buscar un soldador por las calles polvosas de El Remate.

-Al final de esta calle de la esquina -nos dijeron- pregunten por Chus.

El final de la calle era un espejismo en una curva que no quería terminar. El Remate parece chico pero cuando la calle sube y el sol castiga, es una metrópoli interminable. Fuimos preguntando a los vecinos que se animaban a asomar la cabeza al calor. Todo el pueblo abotargado en las hamacas, a la sombra y el frescor de las corrientes de postigos cerrados. Golpeamos en lo de Chus pero no había nadie. Era una casilla humilde. Afuera, en el piso de tierra de la galería, estaban los cables tirados, la soldadora, las herramientas. Pero Chus no estaba. No sabíamos qué hacer. Buscar otro soldador por esas calles sofocantes de polvo. Esperar ahí. Hacer un remiendo con cinta Scotch. Pegamos la vuelta resignados cuando en una camioneta desvencijada y abierta por todos lados, apareció Chus. Alguien le avisó que lo buscábamos y se vino.

-Es que estaba pescando con mi hijo -señaló al nene en la camioneta- y se le clavó un anzuelo.

El nene bajó la cabeza y entonces lo vimos. Un anzuelo como para pescar un tiburón hundido hasta el tope en el muslo de su pierna derecha.

-¡Pero llévelo al hospital, Chus!

-Sí, pero si esto es rápido, no se tarda nada. Después lo llevo.

Que no, que primero lleve al chico. Que sí, que primero sueldo la bicicleta. El nene sonreía. Como si nada. Chus enchufó la máquina, agarró la barra de hierro, midió, soldó, limó, y cobró unas monedas. Mientras tanto le pusimos Merthiolate, Pervinox y todos los desinfectantes posibles al nene que seguía tranquilo sentado en la camioneta. Nada de lo que pudiéramos hacer sería nunca suficiente para equiparar la voluntad de Chus a quien a partir de ese momento bautizamos “san Chus”.

-A Tikal en bicicleta no voy ni loco, -se despidió san Chus- es pura loma.

No lo habíamos previsto. La subida al Caoba fue la más desgastante. Tardamos un par de horas en subir y subir. Y como a pesar de haber sombra sobre un lado del camino la temperatura es agobiante, parábamos a descansar cada dos por tres. Hay algunas aldeas, Capulines, el Caoba donde hicimos un descanso y compramos más vituallas en el almacén de la esquina, y la aldea El Porvenir. Hasta Tikal, desde El Remate, fueron 34 kilómetros y demoramos más de tres horas. Y cuando llegamos al portal del sitio arqueológico, casi pegamos la vuelta. El costo de la entrada es un despropósito, 150 quetzales, 23 dólares. Es carísimo. Nunca en ningún lugar del mundo donde hemos viajado y visitado sitios, ruinas, templos, castillos, nunca pagamos tanto. Entramos disgustados, de mal humor. Si no pegamos la vuelta fue porque Martín albergaba el sueño de volver a este lugar único, de construcciones impresionantes, donde había estado dieciocho años atrás cuando era un nene de seis años.

Adentro del parque todo es caro. El camping cuesta 50 quetzales. No lo vale. En el camping no hay nada. Sólo unas pequeñas palapas como quioscos y un espacio verde. No hay fogones, ni mesas, ni bancas y los baños no tienen luz. De noche no se ven más que las estrellas, eso es mágico. Esa magia se presiente desde la entrada misma del parque, a pesar de la paliza de quetzales, cuando uno avanza en medio de la jungla y empieza a respirar copal y no oye más que monos aulladores y chicharras, y no ve más que orquídeas y amates, mariposas azules y esa ceiba legendaria, milenaria y enorme escalando las alturas, uno respira y se da cuenta que en realidad Tikal no tiene precio.

Datos técnicos:

La Máquina-Tikal 75 km
5.34.34 hs
Total: 2218.85 km

Día 28 (17 de abril) – de Orange Walk a Burrel Boom

La ruta de canto rodado nos trae a los saltitos. Afortunadamente es recta, plenamente recta. A veces hay una brisa. Hoy la brisa dio vueltas, estuvo en contra, como siempre, pero nos dio un empujoncito a favor, o fue una curva la que la dio la vuelta. No hay autopista ni carriles. La señalización es tan precaria como la ruta, se reduce a un nombre escrito con aerosol como un grafiti sobre una chapa o un cartel de madera. Así nomás. Tampoco hay servicios durante los trayectos. Horas y millas -aquí miden en millas- sin ningún lugar donde poder cargar agua o comer algo. A veces aparecen tres palafi tos. Tres casitas de madera con patas. Cada una con su terraza en el frente y las barandas pintadas. Alrededor, jardines coquetos con el pasto cortado y flores. Justo al mediodía nos encontramos con Mr. Slim, food and grill, Orlando. Tiene una parrilla rústica, un lugar acogedor y fresco para hacer una pausa y darle tregua al sol y al sudor. Muchos viajeros, ciclistas y motociclistas, paran ahí. Orlando tiene un mural con fotos de todos ellos. Muchas fotos. Tomó nuestra foto para agregarla a la pizarra. Comimos el rice and beans con pollo y salsa. Muy rico. 8 dólares beliceños.

Teníamos la intención de llegar a Hattieville. Hattieville surgió como campamento de refugiados cuando el huracán Hattie destruyó por completo la ciudad capital de Belice. Era un campamento momentáneo pero se convirtió en el sitio residencial de los evacuados que perdieron todas sus casas. Hattieville es también la sede de una cárcel con presos de alta peligrosidad y alto índice de fugas. Los carteles de “wanted” están en todos los paredones y garitas. Hattieville tiene mala fama y aunque las advertencias fueron la comidilla de todos los días sin que sucediera nada, esta vez sumó para no seguir y optar por quedarnos en Burrel Boom.

Fueron 80 kilómetros desde Orange Walk a Burrell Boom. Burrell Boom es el punto donde atravesaban cadenas de hierro de orilla a orilla del Belize river para atajar los troncos de caoba que arrojaban a la corriente desde más arriba. En Burrell Boom hay un campamento donde suelen ir los scouts pero está alejado y las instalaciones no tienen muchos servicios. Yendo hacia este lugar, en medio de una larga polvareda pegajosa, encontramos a Jairo, guatemalteco que hablaba en inglés y después en español. Jairo nos guió a un balneario, cerca del centro, a un sitio donde en fin de semana llegan turistas. Esta fue la primera noche que acampamos en un lugar abierto sin seguridad. Es un lugar lindo, un recodo del río, calmo y bonito. Hay mucha vegetación, muchos helechos y árboles. Hay leña y, a la tardecita, una invasión de mosquitos. Todas las personas de la aldea nos aseguraron que acampar en este lugar está bien, que es tranquilo, y no se equivocaron, salvo por los mosquitos.

El río es apto para la observación de cocodrilos por lo que el baño fue más polaco que beliceño. Hay peces, se los ve saltar, y hay algunos muellecitos que se acercan al agua cálida y transparente. Armamos carpas y fogón. Cocinamos pastas con saborizante, ajo y pimienta, y tomamos mates. De las tinieblas de la jungla sobrevuelan murciélagos desorientados y aúllan los monos. Es un lugar manso según corren las aguas. Suavemente. Belice, país de contrastes. Gente de piel negra con sonrisas blancas. Gente humilde muy humilde y gente rica muy rica. Gente que habla más español que inglés y gente que habla más inglés que español. Agua plácida en el río y huracanes en el viento. En la ruta pasamos por un refugio para huracanes, hurricane shelter.

Datos técnicos:

Orange Walk-Burrell Boom 80 km
6.05.46 hs
Total: 1991.51 km

Día 27 (16 de abril) – de Bacalar (México) a Orange Walk (Belice)

Dejamos el paraíso sin pecar y sin ser expulsados. Vamos a intentar cruzar la primera frontera de este recorrido. Lo haremos legalmente aunque con la billetera a mano. Seguramente nos cobrarán multa. Nuestras formas migratorias caducaron hace cuatro meses. Las reacciones de los agentes fronterizos son imprevisibles. Pueden ser hoscos en países amigables y amables en países en guerra, suelen ser humillantes en países del ‘primer mundo’ y arrogantes en países autárquicos, pueden revisar hoja por hoja los documentos o poner el sello sin mirar en cualquier espacio libre, hay expertos en encontrarle la quinta pata al gato, hábiles para coimear, hay curiosos, preguntones, simpáticos y antipáticos, hay quienes te dan la bienvenida a su país y hay quienes no te dan ni la hora. Antes de cruzar una frontera es conveniente respirar hondo y estar preparado para lo peor. Así las cosas, muchas veces, resultan mejor de lo previsto.

La ruta desde Bacalar hacia Belice regresa sobre los mismos pasos hacia la carretera principal a Campeche. En la intersección con esta carretera viramos a mano izquierda, 5 kilómetros después entramos a desayunar galletitas con yugur, debajo de una palapa en las orillas de la laguna de los Milagros. La laguna de los Milagros es de las mismas características que Bacalar, sin embargo presume su propio celeste aquamarine.

Y llegamos al punto de lo imprevisible. En la ventanilla, un servidor sonriente más ocupado en enterarse de nuestro viaje que en revisar las fechas. No nos cobra multa. Salimos como Pancho de su casa. Dejar México es siempre sabiendo que vamos a volver. México es nuestra casa.

Entramos a Belice, un país que no teníamos contemplado pero que se nos interpuso tras no haber podido cruzar por la selva. Fue providencial. Valió la pena. Literalmente le puso una nota de color a la vivencia. Lo más impactante de Belice es la sonrisa. Los beliceños tienen las sonrisas más blancas y luminosas del planeta. Son una mezcla única, mezcla de caribeño con africano que da garífuna de piel oscura y pómulos acentuados. Hablan kryol, un inglés deformado graciosamente, disfrazado por ellos mismos, es SU kryol, sólo entre ellos se entienden, como si hablaran en una jerigonza que sólo ellos saben desencriptar. Para nuestra suerte la mayoría también habla español e inglés que es el idioma oficial, el que se enseña en las escuelas.

La ruta en Belice es precaria. Es de canto rodado. Un desparramo de piedritas marrones pegadas en el piso. Es tropicalísimo, calor, humedad, matas verdes a ambos lados del camino. A 11 kilómetros de la frontera entramos a Corozal, ciudad sobre el caribe beliceño, y fuimos a ver el mar. Mar verde claro. Seguimos por la misma ruta. Es angosta, sin marcas, sin división, sin carteles, sin señalización. Un camino vecinal de canto rodado. Es plano, sin altibajos. Avanzamos hasta la tarde, dos, tres horas, sin encontrar ningún puesto de venta ni casas ni estaciones de servicio. Ya por la tarde encontramos a un chico, con una mesa sobre la ruta, vendiendo tamales; después, del lado de enfrente, encontramos una pequeña tienda donde compramos bolsitas de agua, y después un puesto de frutas donde paramos un buen rato debajo de un alero de madera mientras le hacíamos el aguante al solazo. Ahí comimos ananá, naranjas, y bombones de tamarindo, ¡deliciosos! Conversamos con la familia del lugar, una madre entregada de niña al marido, sus hijas, sobrinos y nietos. Cuando hablan mezclan el castellano con el inglés y pronuncian la r suave como si su lengua nativa fuera el inglés y hubieran aprendido castellano de adultas. Sin embargo provienen de Guatemala, aunque más de la mitad de ellos han nacido en Belice. Los hombres no están ahí. Trabajan. Por lo que nos explican el trabajo es en construcción o en la caña pero lejos de la casa.

-Ellos cuando trabajan encuentran de todo viejo. Tenemos un museum acá, botellas mayas y piedras de jade.

Las chicas se pierden en el fondo del puesto y vuelven con cajas llenas de reliquias.

-Hace two years quebraron una piramida, acá en San Pablo. Era una piramida alta. Ahí encontraron muchas cosas como masks de jade y vessels viejas. Mi hermano estaba trabajando, todo esto no se puede decir porque vas to jail.

-Este necklace me lo regaló mi hermano.- Se trata de un fragmento de cadena con un colgante y una piedra inscrustada. El metal es opaco. Casi negro y sin brillo y la piedra también está gastada. La chica se lo pone delante del cuello.

-También tenemos bracelets y otros pieces.

Son simpáticas, sin embargo siento que me apabulla su ignorancia, que me da escozor cómo manosean esos necklaces y bracelets que albergan en sí historias de más de mil años. No es su culpa. Siguen siendo súbditos o esclavos de la reina Isabel. Lo que amontonan y revuelven en esas cajas es valiosísimo.

Más tarde y con la duda acerca de la piramida que quebraron, busco información en internet. Efectivamente. En 2013 la compañía DeMar’s Stone Company, propiedad de un político de turno, demolió con una Caterpillar, -siempre asesinas- la pirámide más alta de esa región de San Pablo. Era la pirámide de Noh Mul erigida hace más de 2300 años, centro ceremonial que congregaba a cuarenta mil personas. Lo hicieron para sustraer la piedra caliza de su base y no tener que movilizarse a buscarla a otra cantera. Los trabajadores de la compañía robaron objetos funerarios, huesos, vasijas, joyas de jade. En el lugar hay otros vestigios arqueológicos. Están inmersos en 11 kilómetros cuadrados de sembradíos de caña dentro de una propiedad privada y son continuamente saqueados por los jornaleros.

Muchas de las casas que vemos en el camino son palafitos, y muchas mantienen el estilo colonial traído por los ingleses. Fusión de bungalow con vivienda maya. Son de madera sencilla, sólo las de los privilegiados son de caoba. Las construcciones de esta colonización se adaptaron al clima caribeño y su ascetismo demuestra que no tenían visos de permanencia. Son casas de campaña hoy desvencijadas y emparchadas de tablas. Los ingleses instalaron las colonias para irse y manejarlas desde lejos. En cambio los españoles y los portugueses se quedaron a vivir. Las casas coloniales de los virreinatos siguen sólidas en pie ostentando sus fachadas señoriales de molduras y rejas de fundición. Llegamos a Orange Walk, lo pronuncian “oranshuák” y aquí paramos en el Hotel Mirage, unas cuadras antes de llegar al centro. El cuarto es amplio, el dueño es amable. Hay internet, tv que no usamos, ventilador, baño grande, tenemos enchufes y toallas. Comimos en un restaurante de fast food, y todo cuesta 1 dólar o 2 beliceños.

“Nos despedimos de México con un excelente descanso en el paraíso laguna de Bacalar donde nos encontramos con otros argentinos; causalmente todos nos encontramos ahí para compartir un poco de las aventuras que a cada uno le han tocado y aprovechamos para nadar en el xenote Azul y el xenote de la Bruja o xenote Negro. Pedaleando por el borde de la selva, escuchando los diversos cantos de aves, cruzamos la frontera a Belice donde debíamos pagar una multa por nuestros permisos vencidos pero al parecer el oficial no prestó atención a las fechas y salimos gratis.” (Martín Murzone)

Datos técnicos:

Bacalar-Orange Walk (Belice) 95 km
5.54.08 hs
Total: 1911.51 km