A veces suena a quimera, pero que se puede vivir viajando, doy fe.
Durante algunas semanas estaré acompañando una Ruta didáctica por la Rioja y el País Vasco. Mi puesto en este equipo de excursionistas lo he conseguido por ser maestra, por saber inglés y sobre todo por tener cultura viajera.
Viajo con grupos de niños de 11 a 13 años, también algunos profesores y monitoras. Todos los gastos durante los viajes, todos, están pagos, y los servicios, hoteles, restaurantes, transportes, son de primera. Además, obtengo un buen salario, tengo contrato y seguro por si acaso, ya que, al poder compartir días enteros con chicos en estas edades no me privo de hacer con ellos carreras de medialunas o seguidillas de pino-puente. tal como le dicen a la vertical, puente. Clases de inglés pero también de murga. campeonatos de preguntas y respuestas, pero también de payana; el intercambio es mutuo, aprendo juegos y canciones de rondas y palmas, aprendo de los idiomas que hablan los estudiantes ya que hay valencianos, españoles, catalanes, pero también hay griegos, búlgaros, ingleses, árabes, rumanos.
Esta ruta, durante una semana, recorre Préjano donde visitamos una quesería artesanal, con consecuente degustación de quesos deliciosos. Fuimos a las aguas termales del río Cidakos, en Arnedillo y tras las huellas de los dinosaurios, llamadas icnitas en Enciso. Visitamos los viñedos y aprendimos muchísimo acerca de las cepas de la zona, y del ecosistema, de los animales que conviven con la viña y hacen posible la biodiversidad, luego recorrimos la bodega con consecuente cata de mosto y vino.
Visitamos los Monasterios de Yuso y Suso, pasamos por Logroño y, en el País Vasco, practicamos deportes rurales en Sopuerta. Recuperamos energías en la escuela de cocineros de Bilbao y para hacer la digestión de estas delicias, caminamos por el Casco Viejo; entramos al Guggenheim y reflexionamos acerca de la cuestión del tiempo, además de aprender un poco lo que significan las representaciones del arte moderno y el nombre de muchos artistas y sus obras. Estuvimos en Gernika conociendo su dolorosa historia y su digna realidad vasca. Visitamos los Museos, hablamos con la gente. debatimos debajo de un roble. Por Zumaia, fuimos al Flysch, una radiografía de la dramática historia de nuestro planeta, una caminata por el interior de la corteza terrestre, y por Zarautz, salimos a la playa; luego a Pasaia donde visitamos la construcción del ballenero San Juan que intenta rehacer una travesía tal como hace 500 años hacia Canadá, y después a Donostia y Eureka! el Museo interactivo de ciencias. Subimos al Monte Igeldo y bajamos a la Playa de la Concha hasta el Peine del Viento.
Mucho de los lugares que visité esta semana con este grupo, ya los conocía, en algunos he estado varias veces, en otros, fue la primera vez. Vivir viajando siempre enriquece de alguna manera, aunque se repitan los escenarios, porque el panorama de la naturaleza alrededor nunca es estático, el entorno cambia según el clima, los vientos, las estaciones, las épocas y sus celebraciones o rituales. Y, más allá de este exterior, cambiante, suma el conocer personas que comparten en mayor o menor medida nuestro camino.
Cuando uno más se mueve de aquí para allá, es cuando más se encuentra. He tenido encuentros fabulosos durante el Viaje. Podría escribir un libro de unos cuantos capítulos detallando estos encuentros productos de la “casualidad” en lo coloquial pero que seguramente tienen que ver más con alguna conexión que no podemos explicar, una conexión mágica.
Entre 2009 y 2010, viajé en un auto pequeño desde Guanajuato, México, donde había vivido varios años, hasta San Pedro, Argentina, mi ciudad natal. Era mi primer viaje sin mis hijos. Apenas entré a Panamá, tras cruzar ese temerario puente sobre el río Sixaola, decidí relajarme y calentar agua para el mate en una estación de gasolina. Allí se acercó un muchacho curioso que me hizo unas cuantas preguntas acerca de mi periplo. Cada cual siguió su ruta. Quién iba a decir que, cayendo la noche y cuando decidí buscar posada, golpeé una puerta y fue ese mismo muchacho, de quien aún no sabía ni el nombre ni nada, quien me abriera esa puerta.
Durante ese mismo viaje y también en Panamá, tuve que embarcar el coche para cruzar el Darién hacia Colombia, ya que aún no existe carretera para hacerlo. Se trata de un trámite necesario, tedioso, caro, un fastidio y que, además, nos pone de patitas en la calle en uno de los puertos más peligrosos del mundo. Ahí quedé, de patitas en la calle. Y de pronto, como un espejismo en el asfalto, apareció una camioneta azul, era otro viajero con quien había compartido la cocina y la charla en un hostal hacía algunas semanas.
Cuando en 2015 cruzamos en bicicleta América Latina, en Nicaragua tomamos una lancha para visitar la isla de Ometepe. En cubierta conocimos a un viajero de Nueva Zelanda que vivía en Inglaterra. El viajero vio mi bandera palestina sobre mis alforjas y comentó que le gustaba. Entonces le conté que había sido voluntaria allá y él me contó que su esposa también. Habíamos estado ambas en ciudades cercanas. Pero la casualidad no se conformó con eso y, al cabo de un tiempo, este biciviajero nos envió unas fotos en las que aparecía yo, trabajando en la escuela beduina del Valle del Jordán y que su esposa había tomado. Ella había visitado la escuela donde yo trabajaba y habíamos compartido una jornada en Palestina.
En 2013 anduvimos con la amiga Stellete y mi hijo Martín por los Himalayas, y tras escalar esas alturas glaciares, decidimos ir a relajarnos a las aguas tibias del sudeste asiático. Recorrimos varios países y cruzando a pie una de las fronteras, por Camboya o Laos, a una hora en la que todavía estaba oscuro, nos sorprendió encontrar a un chileno con quien, “casualmente”, habíamos compartido la mesa y la charla, en Namche Bazaar.
En la Huella Andina de 2014, que hicimos con un grupo de amigos sampedrinos, llegamos a Puerto Arturo y estuvimos conversando largo rato con un español, hablamos y hablamos, y entre dato va y dato viene, exclamó sorprendido: “-ah! pero tú eres María, la del bló!” Este muchacho llevaba como guía, las páginas impresas de un blog que yo había escrito cuando recorrí la Huella por primera vez.
Mucho antes, en mi tierna juventud, 1985… 1986… fui patinadora de hielo y trabajé en la compañía Holiday on Ice. Cuando me integré a esta compañía, toda la comunicación era en inglés pero yo me manejaba mejor en francés ya que había estado un tiempo en Francia tras haber ganado un concurso de canto. En Holiday on Ice eran exigentes, el inglés era una orden, y el resto del elenco, un poco saturado de vivir viajando en esa especie de circo patinador, no tenía interés en recorrer las ciudades del mundo por las que pasábamos. Aún no tenía a mis hijos y entre el idioma, la exigencia, y mi incipiente nomadismo, me sentía sola. Entonces conocí a un patinador llamado Farid, era marroquí francés y le gustaba aprender del mundo, así que nos hicimos entrañables amigos y compañeros de travesía mientras duraba la gira. Cuando yo decidí no renovar una vez más mi contrato, nos despedimos. Le dije que si alguna vez tenía un hijo varón lo llamaría Farid. No existía internet en ese entonces y nunca más nos volvimos a comunicar. Veinte años después, cuando yo vivía en Guanajuato, volví a patinar. Ya existía internet así que googleé pistas de hielo y hete aquí que mi ex-compañero, Farid, era el director de patinaje artístico de México, se había casado con un mexicano y vivía allí, así que, dos décadas después lo choqué por sorpresa en un flip que se convirtió enseguida en un gran abrazo.
Lo paradójico es que, a más movimiento, más encuentro.
Nada tan mágico, sorpresivo, y hermoso, como encontrarte con tu hijo en un aeropuerto. Cuando viajamos a Nepal, mi hijo Martín y yo, llegaríamos a Katmandú el mismo día con dos horas de diferencia. Sabíamos alrededor de a qué hora llegaría cada uno de nosotros pero no sabíamos qué tipo de vuelo teníamos. Yo hice escala en Nueva Delhi, busqué agua para el mate, y me senté a esperar mi conexión. En eso veo un grupete que viene saliendo de una puerta, de otro vuelo, y en el grupete distingo una chuequera familiar, levanto la vista y aparece ante mí una sonrisa enorme “-qué hacés vieja!!!” Era mi hijo Martín, quien también tenía una escala en Delhi de la que no habíamos hablado para nada. Si hubiéramos sabido y planificado esa mateada en la India, no nos hubiera salido tan bien.
A cada anécdota que racconto aquí y ahora, me surgen espontáneamente recuerdos de más y más. Cuando encontré a Lucie en Samara, canadiense que había sido alumna de la escuela de español donde trabajé, o que Zhionny, alumno también de esa escuela, y amigo, hubiera sido compañero de universidad del hijo de dos amigos de San Pedro exiliados en New York, o el encuentro con los chicos de San Pedro que viajaban en auto cuando nosotros en bicicleta y nos cruzamos en la ruta por el río Tárcoles de los cocodrilos.
O el profesor de batería en Barcelona cuyo contacto sacamos de un papel pegado en la pared y cuyo padre resultó ser que tocaba con Oscar, el pianista de mi antigua banda, o el dueño del Jazzsiclub que frecuentábamos allí y que justo se hospedó en el hotel de Estambul donde yo era recepcionista, y allí mismo, en ese hotel de Estambul, los hijos de una vecina cercana de San Pedro, que al conversar resultó que ya me conocían por charlas, y exclamaron “-ah, vos sos María la que viaja!” O que una amiga virtual se acerque a mi recóndito fogón junto al lago Quillén, o encontrar empleo en Bilbao y enterarme de que a pocas cuadras de mi flamante trabajo vive un vasco con el que compartimos un campamento de paz en Chiapas, o que mi hijo Martín necesite un teléfono en un puerto de Nicaragua y sea Juan, de quien justo estábamos hablando, el que aparece en medio de la calle para prestar su teléfono, o que alguien se cruce en nuestro sendero bajo la lluvia en los Annapurnas y sea una chica búlgara en cuya casa, en Sofia, terminaré viviendo meses después. Cómo explicar tanta “coincidencia”.
No me da la memoria ni la capacidad de redacción para contar y nombrar a cada encuentro. Son infinitos. Tantos encuentros, de este y otros mundos, algunos así de “casuales”, pero clandestinos y secretos y que no se pueden contar, y los que quizás faltarán aún…! Hay algo de hermandad en cada encuentro. Algo que excede nuestra capacidad racional de explicar por qué sucede así, y sin embargo sucede. Andar te pone en vereda, te pone en el sitio correcto. Al menos así me pasa a mí, en el Viaje, así nos ha pasado en el Viaje con mis hijos, desde siempre. Cómo explicar sino la historia ya contada de decidir empezar a buscar los indios de verdad entre Iquitos y la incertidumbre de un 1995 no digital, y que justo en San Pedro, pueblo aún, hubiera una familia de esa ciudad remota. Creo que deberé reconsiderar la posibilidad de un libro de capítulos con encuentros. No solamente con personas, sino también con lugares que tienen algo mágico en relación a nuestra amplia vida, no sólo a este cachito de vida.
Todo estaba perfectamente coordinado. Cada uno saldría de su lugar de residencia hacia el respectivo aeropuerto local y uno a uno iríamos aterrizando en el Cairo. El vuelo de Martín y el mío llegaban al mismo tiempo, el de Farid llegaría una noche antes.
Pensar “Egipto” nos embriagaba de curiosidad y expectativas. Las pirámides. Los faraones. También nos provocaba desconcierto leer acerca del Cairo actual, caótico, e intentar conjugar ese revuelo contemporáneo con la imagen que nos describía Christian Jacq en las historias de los sucesivos Ramsés y sus templos. El hijo de la luz. El templo de millones de años. Nos leímos todo y esto no hacía más que alimentar las incógnitas y alargar la lista de lugares a visitar.
Yo estudiaba árabe desde hacía un año, en la computadora y con un método audiovisual. Para mí no sería problema llegar al aeropuerto y pedir a un transporte que me lleve hasta el hotel que habíamos reservado. Tampoco sería problema para Martín que llegaba conmigo, pero para Farid, teniendo en cuenta todas esas sensaciones de fascinación e intriga que nos evocaba Egipto, más la llegada nocturna, más el idioma, no solamente por el árabe hablado sino también por los carteles dibujados en líneas sinuosas de derecha a izquierda, era mejor contratar un servicio de taxi pre-pago. Definitivamente. Además las costumbres. La idiosincrasia de una cultura que no sabíamos cuán ajena o cercana nos resultaría.
Así que nos despedimos por Messenger, “nos vemos en el Cairo”, y cada uno llenó de ilusiones y deseos su propia mochila y se subió al avión con el pasaporte pegoteado de visas que ocupaban páginas enteras. Todo un trámite. Varios trámites. Los hizo Farid que era el único de los tres que habitaba en tierra patria. Le mandamos nuestros documentos por correo y él visitó las embajadas de los países de Oriente Medio que habíamos incluido en el itinerario. Eran varios países aunque el relato se refiera casi exclusivamente a Egipto. En ese entonces todos requerían visado que no siempre era factible y sólo se otorgaba entre 48 y 72 horas después de la solicitud y tras aprobar desconcertantes interrogatorios. Farid, a pesar de su nombre o por eso mismo, parecía ser el viajero más cuestionado.
Volamos. Yo había decidido hablar sólo en árabe. Durante el vuelo repasé los saludos y las respuestas clásicas y las palabras claves y necesarias y adopté como caballito de batalla la frase terminante y categórica I don’t speak English.
Mis primeros intentos de comunicación fueron un fracaso. Consideré que era normal. Eran mis primeros intentos y, como de costumbre, Martín entendía más las señas que yo las palabras. A pesar de repetir y deletrear prácticamente cada sílaba de cada palabra y hacerlo con un esfuerzo de concentración en el sonido perfecto de la pronunciación aprendida en el curso, mis interlocutores me miraban desconcertados y, algunos, sorprendidos o admirados. Me habían dicho que el árabe de Egipto era distinto, pero no sólo era distinto del árabe estándar que yo había estudiado sino que era distinto del árabe distinto al distinto al árabe standard. O sea era muy pero muy distinto. No me entendían nada y, los que sí me entendían, se admiraban de escuchar de boca de una extranjera, frases o palabras que escuchaban solamente en la mezquita y en el Corán. Yo seguí firme con mi propósito, si me querían explicar en inglés negaba con la cabeza I don’t speak English. Todos mis propósitos se fueron al carajo cuando llegamos al hotel reservado y Farid no estaba. Farid no había llegado. El chofer del aeropuerto me explicaba en su árabe egipcio que él había ido al aeropuerto a la hora acordada pero Farid Murzone no llegó. En ese momento recordé todo el inglés que I don’t speak y acosé a preguntas al chofer y a los responsables del hotel. Ellos tenían los datos de llegada de Farid bien registrados. Habían llegado varios vuelos y esperaron durante tres horas pero Farid Murzone no apareció.
Nos metimos en internet para descartar cualquier accidente aéreo. Por lo menos descartamos eso. No se había caído ningún avión. En eso llegó un mensaje escueto. Farid seguía en Roma víctima de una huelga que había paralizado al aeropuerto de Fiumiccino. Hacía veinticuatro horas que hacía cola para poder subir a un vuelo de conexión al Cairo. No sabía cuándo llegaría.
Nunca nos había pasado algo parecido y nuestros itinerarios solían ser apretados, aprovechar al máximo cada segundo. Ese día, fresquitos recién llegados, nos tocaba ver parte del Cairo e ir al Museo de Antropología. No lo suspendimos, fuimos con Martín pero no pude disfrutarlo al cien por ciento preocupada por Farid que quien sabe cuándo y cómo llegaría. Como no teníamos ninguna información de su vuelo, no podíamos contratar chofer ni ir a esperarlo al aeropuerto. Al final tendría que arreglarse solo.
El museo es enorme. Entramos de día y cuando salimos ya se caían las luces de la tarde. Volvimos al hotel con la ansiedad y la esperanza de que ya estuviera Farid ahí. Pero nada. Ni noticias. Él ya hacía casi dos días completos que debería haber llegado. ¡Dos días! Salimos a dar una vuelta por el concurrido barrio de Las vidrieras iluminadas, mucha gente caminando entre negocios y mercados. Tráfico imposible. Cruzar la calle, a riesgo de la propia vida. Nos habíamos recomendado mucho este asunto. Habíamos leído que para salir ilesos lo mejor era usar a algún egipcio de escudo humano. Y así lo hacíamos. Nos pegábamos a alguien y le seguíamos el paso y el zigzag entre los autos. Los semáforos rojos son decorativos. Hacen el ridículo. Nadie mira los semáforos. No hay agentes de tránsito. Y a pesar de este quilombo, en todo el sentido de nuestra coloquial palabra, no vimos accidentes ni atropellados. En eso, en medio del caos, se distingue la cabeza de un flaco alto y una mirada desorientada entre los autos y la gente. ¡Es Farid!
Como vivíamos en distintas partes del mundo, pasábamos meses e incluso años sin vernos personalmente. Sin tocarnos. Sin abrazarnos. Sin escucharnos en la espontaneidad de lo cotidiano. La voz. El gesto. La alegría nos abundó en el reencuentro. La charla también. Y los sueños.
Las Pirámides de Giza
Al día siguiente salimos a cumplir el cometido primordial de todo viajero a Egipto: las pirámides. En el cruce más céntrico y popular del Cairo nos dimos cuenta que nos habíamos olvidado la cámara de video. Era una cámara, en ese entonces, de lo mejor. Todavía la sigo usando aunque ya dejó de ser de lo mejor y se convirtió en una antigüedad. Farid la había conseguido en Buenos Aires y, en el aeropuerto de Roma, tuvo tiempo de sobra para comprar también un estuche acorde. Pequeña valijita traqueteada cuyos cierres ya están todos maltrechos y que también ha recorrido buena parte del planeta cruzada en bandolera en la montaña o colgada del manubrio de la bicicleta. Alguien volvió de una corrida al hotel a buscar la cámara. No recuerdo haber sido yo. No nos íbamos a perder de grabar el encuentro con esos emblemáticos enigmas de la historia de la humanidad.
Las pirámides no están en el Cairo, están en Giza. Hay que ir en taxi. Paramos varios para regatear precio. Moverse como viajero independiente en esta parte de Egipto, es complicado. Mienten o se hacen los desentendidos, dicen un precio y después otro, intentan confundirte con la moneda que se llama “libra” –pound– igual que la inglesa, pero cuyo valor es diez veces menos. Les decíamos “pirámides” en inglés y en árabe y no sabían de qué les estábamos hablando o se hacían porque, ¿adónde querría ir un turista en el Cairo si no es a las pirámides? ¿Será que todos en el mundo conocemos y nos admiramos de sus pirámides pero no ellos que conviven con ellas? ¿Sería que de tan presentes a lo largo del tiempo y lo ancho de su geografía no las consideran algo excepcional sino simplemente unos monstruos cónicos que están y siempre estuvieron ahí? Por ahí dijimos “Giza” y alguien entendió, así que regateamos a Giza, un pueblo sencillo, lo recuerdo casi precario y sin encanto, en medio de la polvareda arenosa del desierto y de los pasos de peregrinos y caravanas de camellos. Calles de arena en medio de la arena. Pasamos la tarde entera en ese pueblo, dando vueltas tan vagas como las imágenes que rescato de la memoria. Recuerdo la insistencia en el intento, hablar árabe y de una conversación entender una sola palabra y sentir que lo había logrado. Por una palabra.
Recorrimos las pirámides por fuera y por dentro. Caminamos por pasadizos angostos donde apenas cabe un cuerpo, ascendimos entre candilejas por las galerías y descendimos hasta las cámaras subterráneas. Las pirámides de Giza no son como la postal. No son como el dibujo o la pintura. Son mucho más macizas que lo que puede verse en la figura estampada. Las paredes son rugosas, hechas con millones de bloques de piedra apilados. Podrían escalarse las paredes. Son monstruosas y, si aún no nos sorprendimos más, fue porque recién llegábamos y porque en realidad de Egipto y de los egipcios no habíamos visto nada. Si el enigma había sido sembrado en nuestra capacidad de duda antes de visitar las pirámides, la visita al sitio lo socavó. Las pirámides, su estructura geométrica perfecta y uniforme, su magnitud colosal, la escala de un vértice a otro siguiendo a las estrellas de Orión, la temperatura constante en su interior, el contraste de la piedra con la arena fina del desierto. Las pirámides de Egipto no tienen absolutamente nada que ver, nada parecido, nada equiparable al resto de los templos que visitamos después.
También vimos la esfinge. También fuimos a Saqqara, cerca de Menfis, a ver la pirámide de Zoser, la más antigua, el prototipo de las de Giza.
Oasis y desiertos
Y salimos al desierto y los oasis. Quien ha hablado del desierto ha nombrado los oasis. Sin embargo es difícil imaginar en una palabra tan pequeña, de aparente insignificancia -o significancia- dentro de una vastedad inmensa como el desierto, lo que realmente es un oasis. Un pueblo que brota con sus mercados callejeros junto a ramilletes de palmeras. De la nada y de repente, la planicie dorada donde sólo parece mandar el viento se aglutina en un grumo de pueblo y calles, de bullicio de vendedores ambulantes y risas en los cafés donde el aire se condensa en shisha de manzana verde y canela. Es como atravesarse mágicamente a otro mundo. Y de la misma forma, mágicamente, el egipcio se transforma. Los pueblos de los oasis tienen la mansedumbre del agua quieta. No son caóticos ni insistentes. De maneras pausadas, expresión franca, denotan paciencia en su quehacer.
En el oasis de Bahariya nos alojamos en casa de un beduino. Ser huésped en un lugar así es un privilegio al que, si uno no está acostumbrado a ser consentido, puede sucederle que se malcríe en un exceso de mimos y atenciones o se sienta atribulado y casi molesto por lo mismo. Conversamos amenamente con nuestro anfitrión que, con la parsimonia característica, nos volvía a llenar nuestros pocillos transparentes de un té dulce y delicioso. Casi al caer de la tarde nos invitó a dar una vuelta. Nos llevó a una laguna de sal de aguas rosadas y lilas. Nos llevó a unas corrientes de aguas termales. Entre los vahos de vapor se acicalaban con la brisa las ramas de palmas. Algunos burreros cargados saludaron a nuestro anfitrión con ceremonia. Después fuimos a un sembradío de dátiles y el beduino nos bajó una ristra cargada de frutos maduros.
-Toda esta es mi tierra. Estos son mis animales y estas mis palmeras -dijo dirigiéndose a Farid y Martín.
-Ofrezco todo esto a su madre si se queda aquí conmigo, y una felicidad para ella aún desconocida. Cómo podría negarse sin saber cuánta felicidad yo puedo darle.
Mucho mimo, mucho consentimiento, y mucha atribulación.
Cómo responder con un “no” rotundo a una proposición tan cabal y terminante y que sonaba indeclinable.
Prometimos que volveríamos en tres meses. Nunca cumplimos la promesa.
A la mañana siguiente nuestro camino se esfumó en los espejismos del desierto. Nos alejamos hasta los confines de las fronteras egipcias por el desierto libio. Fuimos al llamado desierto negro, cuyas arenas no son negras sino violetas y amarillas, caoba y anaranjadas, y arenas azules. Trepamos y desandamos dunas todo el día y en la tarde llegamos a la luna. Y si no era la luna, es que la luna debe ser así. El desierto blanco con extrañas formaciones de cráteres en la superficie, formas inusitadas que se arman sobre la arenisca como si nacieran y crecieran de improviso de la faz de la tierra. O de la faz de la luna. Es tan inmaculada la vista hacia todo punto cardinal, que uno gira y da vueltas y vueltas y no ve más que ese océano uniforme de blancura con estalagmitas de espuma sólida. Continúa la magia. Las apariciones. Lo imprevisto. Un tirabuzón de roca blanca que surge de la tierra y se enarbola alrededor de una flor de yeso. Un hongo gigante. Un baobab de piedra.
Cuando empezamos a perdernos en la noche, buscamos en la penumbra el regreso al campamento. Un fogón que preparaba Ahmed, nos daba señales de humo y luz. El campamento no era más que una pared de tela colorida que nos repararía del viento. Té caliente y cuando el día se interrumpió las sentimos caer en nuestras pupilas. Un millón de estrellas. Quedamos prisioneros adentro de una cúpula de candelitas titilantes. ¡Eran tantas! Nunca habíamos visto tantas estrellas. Nunca volví a verlas. No así. Estaban por todas partes. Arriba, en lo alto, pero también al lado, al ras de la tierra. Al ras de la luna. Nos acostamos en silencio sobre una alfombra y en silencio y para no espantarlas, no cerramos los ojos, no pestañeamos. La alfombra voló. Estábamos literalmente en el cielo.
Y el que diga que las alfombras voladoras no existen, que vaya al desierto blanco.
Visitamos otros oasis en este desierto enorme. Pueblos que hace miles de años se mantienen en pie, vivos pero como si fueran páginas ilustradas de un libro de leyendas. Fuimos a Farafra y Al Qasr donde a través de los pasillos desordenados de la ciudad nos metimos en el hilo de la historia. Nos mezclamos con los hombres y las mujeres de túnicas con capucha. Al Qasr se sostiene encaramada en un acantilado como si el tiempo se hubiera paralizado en la edad media. Los habitantes de la ciudad no han muerto desde entonces. Son los mismos. Repitiendo su rutina de hacer ladrillos a mano o moler las aceitunas en la piedra igual que hace mil años. El olor y la sedosidad del aceite entre las esterillas. O entre las páginas. Cada noche el libro de leyendas se cierra. Cada mañana se abre y la historia vuelve a empezar el mismo día que ayer. Así durante mil años.
Luxor
Viajar por Egipto es irse y volver al mundo presente. Alejarse y aproximarse al hoy para volver vertiginosamente atrás. En ese ambular del ayer al hoy y viceversa, viramos de los oasis y el desierto hacia Luxor. El viaje por una ruta recta y plana cuyos bordes paralelos apenas se distinguen de la uniformidad del desierto, fue un viaje largo y monótono. Nada interrumpía el ulular del motor viejo del auto ni las eternas suras del Corán en un caset que daba vueltas automáticamente. Pasamos por Al Dakhla, el más populoso de los oasis. De ahí a la ciudad de Luxor, algunos recreos de civilización y ruido contemporáneo nos devolvieron a la realidad. Pero el ir y venir no tiene remedio y tras caminar algunas calles modernas y vistosas donde carromatos exigen al viajero un paseo por algunas libras, nos sumergimos a salvo en el templo de Luxor.
Las columnas erguidas y firmes tal como si de verdad hubiera dinastías divinas apuntalándolas desde el más allá. La noche fue circunstancial y la divinidad visible. Luxor era dorado. Nos reencontramos con los jeroglíficos. Bajorrelieves o sobrerrelieves interminables, tallados por infinitas manos, uno junto al otro como si no hubiera secretos ni apuro. Y sin apuro fuimos desglosando testimonios. Habíamos estudiado una serie de jeroglíficos y uno tras otro tradujimos de los muros de Luxor, de la mano de su autor, el relato de la batalla de Qadesh. Tal y como ayer, ayer hace más de tres mil años, lo grabaron ellos con barrenas y abrasivos. Amenhotep III era nuestro guía en los interiores, descubríamos a Hatshepsut y a Tutmosis III en las columnas papiriformes, mientras Ramsés II, enorme y solemne, custodiaba Tebas desde su trono en las puertas del templo. Sólo quedaban los guardias y nosotros. Era medianoche. El templo de Luxor era un sol encendido en el corazón de la ciudad. Salimos, deslumbrados todavía, descifrando entre los dedos algunas incógnitas acerca de Akenatón y Tutankamón. Caminamos tranquilamente por la avenida de las esfinges como si no hubiera noche necesaria para el descanso, como si sólo hubiera la historia y nuestros pasos por ella.
Los miembros de las estatuas emergían por partes del entierro donde fueron sepultadas por los avatares de la civilización. Más de mil trescientas esfinges dan marco a los tres kilómetros que separan y unen Luxor y Karnak. Amanecimos caminando ese trayecto. Sorprendidos de ver una casa moderna y sencilla en cuyo frente el lomo de una esfinge fungía de banco para sentarse, nos volvimos a sorprender al descubrir un muslo boyando en una zanja y, metros más adelante, el cuerno de otra al borde de una cañería.
Era el año 2008, no era común que los viajeros hicieran este recorrido a pie como los antiguos moradores de Tebas quienes si bien no tenían permitido el ingreso al recinto sagrado, podían caminar por esta avenida hasta la presencia de Amenhotep esculpida en la entrada del templo. Igual que los tebanos, llegamos desde Luxor a Karnak a pie. Porque así es nuestra forma de andar el mundo. Andarlo por su esencia. Andarlo a flor de piel. Por lo más parecido a sí mismo. Por lo auténtico.
Ante Amenhotep hicimos nuestra petición para Amón Ra y el dios cumplió. La avenida de las esfinges fue recuperada y restaurada. Son más de mil trescientos cuerpos en dos líneas paralelas. Una junto a otra. Una frente a otra. Centinelas perpetuas del acontecer entre Luxor y Karnak.
Karnak
Karnak es tan sólido y monumental que excede y se diferencia por su voluminosidad de cualquier otro monumento antiguo. Porque la colina sobre la que brota emergió del océano primordial, las líneas de sus muros altísimos no son rectas. Son ondas como las olas del mar. Las puertas de Karnak fueron labradas en oro con incrustaciones de lapislázuli y pavimentadas en plata. Los obeliscos de Tutmosis y Hatshepsut son rayos petrificados. Verlos hacia arriba nos eleva. Subimos. Vamos por rampas y escaleras siguiendo la sinuosidad vertical de la colina primigenia. Las estrellas de los techos se acercan a nuestras cabezas. Cada vez más cerca del cielo y más lejos de la tierra.
El Valle de los Reyes y las Reinas
En la otra orilla del Nilo, la orilla occidental de Luxor, un acantilado se difumina tras la bruma. Es detrás de esa pared de roca casi fantasmagórica donde los egipcios encontraron el punto de armonía entre la tierra y el cielo. El Valle de los Reyes. Fue socavado por lluvias tormentosas y torrentes y esa concavidad entre la arena y las colinas devoró lo humano para convertirlo en divino. Fuimos en bicicleta a recorrerlo. Cruzamos el Nilo en una barca, avanzamos pedaleando entre campos cultivados y serpenteamos en el desierto. Ra se manifiesta en todo su esplendor. Raja la piedra. Hay polvo y calor. Han pasado muchos siglos. Las sepulturas han sido violadas y desvalijadas. Los tesoros robados. Sin embargo el ultraje no ha logrado corromper una especie de silencio sagrado en la morada eterna. Un silencio solemne. Tampoco ha arrancado a los Anubis que desde las puertas guían a las almas por los caminos de otros mundos. En este valle merodean los faraones. Todos los Ramsés, Hatshepsut, Amenhotep, Tutmosis, Tutankamón. Rondan por ahí. Buscando subirse a la nave de Ra que cada noche navega el inframundo. Son un ayudamemoria de inmortalidad.
Cerca está el Valle de las Reinas. Una garganta en la roca por la que fluye una cascada de agua celestial que transforma la muerte en eternidad. La matriz de Hator, la diosa, útero de vaca cósmica que resucita a los justos. Y más acá, guardaespaldas de la espiritualidad, carceleros de las almas en pena, vigilantes de cualquier devenir, se yerguen los colosos de Memnón, interrumpiendo el silencio con su voz de lira, cada amanecer.
-Ja, con un hijo no creas que vas a poder seguir viajando –me dijo mi tío cuando se enteró de que estaba embarazada.
Quizás lo tomé como una afrenta y nunca le agradecí su contundente sentencia que me impulsó a mandarme a mudar en el primer tren con un bebé en brazos. Ese fue el primer paso que se convirtió en una interminable secuencia de viajes por el mundo con mis hijos. Afirmo, tal como mi tío, con contundente sentencia, que viajar con los hijos, desde pequeños, es lo mejor. Y se puede.
La primera salida lejos de casa la hicimos en ese tren que pasaba hacia Córdoba. Farid tenía seis meses, tomaba la teta y usaba pañales de tela. No había internet ni celulares ni GPS ni pañales descartables ni toallitas húmedas ni toda la variedad de aceites para la cola del bebé ni toda la variedad de alimentos concentrados vitamínicos ni no sé cuántas cosas que hay hoy y casi te obligan a comprar para el saludable normal desarrollo y bienestar de un bebé. Desde Córdoba nos fuimos a dedo a Catamarca donde nos encontramos con otra madre viajera con hijos, la inefable Stellete Gonzales, y desde Catamarca, tras recorrer las Pirquitas y otros enclaves de arroyitos y sierras, Farid y yo nos fuimos a La Rioja y seguimos el periplo un poco a dedo un poco en autobús y algunos kilómetros, en burro. Enseguida adoptamos la tradición de vacaciones patagónicas. Farid de un año, un año y medio, yo embarazada otra vez, Farid de dos años, Martín bebé, y Stellete con sus dos querubines en edad escolar.
Las madres cargábamos nuestras mochilas a más no poder con alimentos para campamentos de no menos de treinta días, calculábamos la comida para todos los días, desayunos, almuerzos, meriendas y cenas, sabíamos que durante el transcurso del recorrido encontraríamos, al menos cuatro veces en un mes, pobladores que vendieran algo de verdura, queso, huevos y pan casero. No había proveedurías ni carreteras como hay hoy, ni estaban abiertos ni señalizados los senderos de Huella Andina u otros senderos, y lo hacíamos igual. Llevábamos un mapa de papel, fotocopiado en partes añadidas, y nos manejábamos. Los caminos de autos eran de ripio con mucha piedra y polvo, caminábamos a veces por esos caminos o por las brechas o picadas de pobladores y guardaparques o siguiendo el curso de un río o arroyo o bordeando temerariamente las márgenes de un lago.
Cuando íbamos por algún camino de ripio, si pasaba algún auto, hacíamos dedo; normalmente iban muy cargados pero así y todo solían compadecerse de semejantes madres y su prole y, al menos, nos llevaban las mochilas en los portaequipajes hasta un punto acordado. Las dejaban allí abandonadas y nosotros las recuperábamos a nuestro paso. Otras veces cargaban a los nenes más chicos y lo mismo, los dejaban en un punto acordado, adonde ellos, entrenados para esto, nos esperaban tranquilamente jugando con piedritas, buscando frutillas, comiendo calafates o frambuesas, o buscando insectos. Cuando había que caminar lo normal era llevar la mochila, con todo lo que nos hacía falta, comida carpa bolsas de dormir poca ropa, y además al hijo más pequeño en los hombros. Acampábamos de tres a cinco días en el mismo lugar, nos instalábamos ahí y después levantábamos campamento hasta otro lugar diez o veinte kilómetros más adelante. Los chicos se bañaban en los lagos, juntaban leña para el fogón, tomaban agua de los arroyos y cagaban en los yuyos.
Creo que en la época actual la adicción a consumir tantas cosas inútiles crea necesidades inexistentes. Parece que no se pudiera vivir prescindiendo de ciertas cosas que, rememorando estas andanzas de mis viajes con mis hijos, me doy cuenta que son perfectamente inútiles. Que nos han convencido de que facilitan las cosas, pero que en realidad entorpecen, pretenden volverse indispensables y atarnos a una realidad que no nos hace falta. Somos humanos, pero también somos animales, y la naturaleza ha puesto sobre nuestro planeta todo lo que nos hace falta para vivir y nos ha dotado de la misma manera para subsistir.
Después de los veranos patagónicos vino nuestro primer viaje lejos y en avión, el Amazonas. Cumpliría un ferviente deseo de Martín de 4 años, “ver indios pero de verdad”. Hecho. Increíble pero real. Pronto publicaré la historia completa de ese viaje.
Mis hijos recorrieron la Ruta Maya cuando tenían 6 y 8 años, vivieron en Cuba a la par de los cubanos a la misma edad, caminaron el Camino del Inca completo a los 8 y 10 años, sin guía, sin nadie que nos arme la carpa o nos prepare la comida, y recorrieron a dedo, a pie, en autobús los miles de kilómetros de la costa brasilera, hasta la Guyana Francesa inclusive. Todo eso como para empezar.
En la mayoría de los viajes éramos nosotros tres. Cuando crecieron y ya no había que cargarlos en los hombros, era yo y una mano para cada uno. Los ojos siempre atentos. Dejarlos hacer sin perderlos de vista. Cuando crecieron más, repartimos el peso en tres mochilas, y empecé a perderlos de vista para dejarlos ser y hacer. De esa manera mis hijos crecieron conviviendo con distintas culturas, con gente de todos los colores y que hablaban idiomas distintos. Luego emprendieron su propio viaje y lo mejor de mi vida se convirtió en la nostalgia más grande. Los extraño cada día y sé que esto será así para siempre aunque de vez en cuando nos seguimos dando el gusto de recorrer juntos algunos caminos de este mundo inagotable.
Por mi experiencia creo y afirmo que, para viajar con hijos, desde pequeños, hay que ayudarlos a crecer sanos, y nada mejor que lo que la naturaleza nos ha provisto para eso. No hay que hacer caso a nada que venga de la publicidad. Quizás fui un poco anticuada, usé el ombliguero, no usé pañales descartables, no los obligué a ponerse los zapatos si ellos elegían andar descalzos, no me importaba que se ensucien ni que anduvieran desnudos. No andaban a la moda ni tomaban coca cola, ahorrábamos para viajar, pero no tenían complejos. Tampoco teníamos televisión, y eso ayudaba a que lo cotidiano fuera la creación constante de sus propios entretenimientos, no había nada para ver que viniera hecho de fábrica, había que fabricarlo en casa. El resultado era un perfecto desorden enchastre y pegoteo, pero además, el resultado era aprender a ingeniárselas, y un poco también, la independencia de llevarse al mundo por delante sin muchos límites, sólo el de la presencia de otro ser vivo al que respetar.
Farid y Martín descubriendo la fauna autóctona en la costa del nordeste brasileño
En conclusión, si yo lo hice cualquiera puede hacerlo, como digo siempre. En el mundo, a pesar de las malas noticias, suele haber más gente buena que mala, y esa es la que más probablemente nos crucemos en el camino de la aventura y el viaje. Para viajar con hijos pequeños no hay que llevar más de lo necesario, o sea no hay que llevar ninguno de los productos plásticos y novedosos de la publicidad. Generalmente lo que hará falta ya lo traemos puesto y lo que no, lo encontraremos allí donde vamos.
Agradezco como corolario aunque no menos importante, al padre de mis hijos, quien confió en mí y se arriesgó a ponerle el gancho a todo los permisos para viajar con nuestros niños hasta el fin del mundo.
La lápida la encontré en el primero de los manantiales, abajo del roble. A este manantial, donde está la lápida, no precisamos revisarlo antes del ritual. El camino está bien marcado, es un camino viejo, erosionado para siempre por antiguos pasos.
Este camino pasa por las diez casas de la villa; excepto la nuestra, todas las demás están abandonadas. Nosotros elegimos quedarnos, nuestra última morada, no en la que nos vamos a morir, sino en la que viviremos para siempre. Ya no hay nadie más que nosotros dos. Todos se fueron. Quedan los gatos en los tejados, encerrando en las pupilas la caravana invisible que se hunde entre los pastos. El segundo manantial es más inaccesible, está más lejos, bosque adentro; en el bosque oscurece más temprano, y el brote de agua no se sospecha hasta que, al bajar una ladera, una lágrima gotea casi en silencio sobre el ramerío.
Solamente una brecha confusa llega hasta el segundo manantial. Dos días antes del ritual, recorrimos la brecha y la limpiamos. Trabajamos con la guadaña desde que cayó la siesta y hasta el anochecer, abrimos paso en la maleza e hicimos a un lado los árboles caídos. Por ahí, yo tendría que pasar con el cántaro lleno y las manos ocupadas en sostenerlo. El tercer manantial es el que está más cerca, hay que llegar hasta donde termina el camino viejo pasando por delante de las diez casas y cruzar en diagonal un campo de eneldos.
La lápida la descubrí una tarde que fui a juntar bellotas para sembrar un surco de plantines de roble. Acariciaba la hierba buscando entre los tallos las bellotas cuando me pareció que eso no era una piedra normal. Busqué los contornos y limpié las hojas que la cubrían. Estaba tallada, había una inscripción cuyas letras eran más griegas que cirílicas, más geométricas y menos redondeadas. En el medio, la cara de un hombre a la que el tiempo había amputado la nariz. La mitad de la boca estaba tapada por tres dedos rebanados también por el paso del tiempo; esos dedos sostenían algo indiscernible. Quise mover la piedra pero estaba calzada en el suelo. Parecía muy enterrada, parte del terreno y de las raíces del roble. Me impulsaba la curiosidad pero sentí que no tenía derecho a sacarla de ahí. A menos de un paso, se abría la boca del primer manantial.
Justo esa noche, antes del Enyovden, se completaría la luna llena y eso era un milagro maravilloso. Son las lunas más grandes vistas jamás. Salí con tiempo suficiente para recorrer los tres caminos antes de la noche. Yo sola, porque solamente tienen que ir las mujeres y en absoluto silencio para no corromper el poder sagrado del agua. Cuando volví, él desgranaba el trigo junto a la tabla redonda en medio del campo y medía las luces del atardecer con su mirada. Sin hablar, sin ninguna palabra, le sonreí y dejé el primer cántaro en el alfeizar de la galería.
Salí hacia el segundo manantial y comprendí su gesto pacífico pero de advertencia. Él, me esperó junto a la tranquera con una corona de flores de galio que él mismo había trenzado. En total silencio dejé el segundo cántaro junto al primero y fui hacia el tercer manantial, el más cercano. Cuando tuvimos los tres cántaros llenos, los llevamos hacia la tabla redonda en medio del campo y volcamos un poco de cada uno en un cuenco de barro. La noche era completa y la luna más grande iluminaba la superficie del agua. Nos vimos reflejados. Nos reímos tomados de la mano, y nos sentamos junto a la tabla redonda a comer el trigo con miel.
Ya no nos íbamos a dormir. Nunca. Dormir ya no era necesario. Siempre habíamos estado juntos, sin embargo, nos contábamos historias como si hiciera años que no nos veíamos y nos amábamos con locura como dos prisioneros liberados de la condena perpetua. Y agradecíamos y celebrábamos la alegría de poder agradecer. Bailábamos por el campo hasta caer mareados. Esa noche nos quedaríamos así, tirados en el pasto hasta que nos bañara el rocío. Entre los giros de un vals creí ver un rostro en el agua del cuenco. Nos acercamos y miramos al cielo para comprobar que no eran los rasgos de la luna. Sentí que antes, alguna vez, había tocado esos pliegues simétricos que veía en el agua. Rocé la superficie con los dedos y vi el rostro, eran los rasgos tallados en la lápida. Orfeo, dijo él. Él, que me revela los nombres. Él sabe. Volví a mirar y vi los tres dedos entre la mitad de la boca y las cuerdas de una lira. El reflejo se revolvió como un almíbar espeso que trepaba por los bordes del cuenco de barro, salpicaba y se cristalizaba en el aire como el azúcar quemada y crujía como una rama en el viento. Orfeo, volvió a decir él, sube desde el inframundo para pelear con la muerte. Pero la muerte lo quiebra porque él miró atrás.
Orfeo era el padre de los tracios y el Enyovden se celebra desde que la Stara Planina, o montaña antigua, era parte de Tracia. Orfeo que encantaba con su lira a las ninfas y a los demonios y peleaba con la muerte para rescatar a Eurídice. Él y yo habíamos llegado a Yavor sin recordar nada de esto. Antes nunca habíamos hablado de Eurídice o de Orfeo, no habíamos pensado en los tracios o en las tradiciones. Algo nos dejó ahí, en Yavor, en la villa del camino viejo, donde no hay ni un fantasma a quien aúllen los perros ni perros para aullar, donde los gatos se hunden con los tejados entre los pastos porque siguen oteando la caravana invisible. Nuestro andar errático, nuestra vida órfica. Salvar a Orfeo y a Eurídice. Salvar al amor de la muerte.
La lápida tallada estaba en el primer manantial, era fácil llegar sin perderse. Fuimos sin preguntarnos por qué, porque ni esa pregunta ni esa respuesta nos hizo falta. Fuimos. Buscamos cerca de las raíces a un paso del manantial. Cuando encontramos los contornos, la piedra se despegó del suelo y se elevó sobre nuestras manos. La luna era tremenda pero la luz sobre el rostro de Orfeo fue más fuerte que la luna. El roble se arqueó enceguecido, y una voz, un hilo agudo de agua reveló en el fondo del manantial un cuerpo desmembrado. Era como bruma deshecha, como leche cuajada, fragmentos blancos y transparentes de espuma arrancada de la espuma. El hilo de voz se enroscó sobre sí mismo y el cuerpo se armó en su forma de cuerpo, se enderezó, y guiado por la voz se abrazó a la lápida y se fundió en ella. En ese instante pareció morir el encanto. La piedra volvió a aferrarse en la tierra como si nunca en muchos siglos hubiera salido de ahí, el roble se irguió y tapó la luna, y volvió a ser la noche en el camino viejo. Sólo el hilo agudo de voz seguía implorando por un cuerpo. Me agarré de su espalda y caminé sosteniéndome de él. No mires hacia atrás hasta que el sol nos cubra, le recordé el oráculo por el que Orfeo, desesperado de amor, había perdido una vez a Eurídice. No mires hacia atrás. El canto iba en nosotros o brotaba de todas partes. El agua del cuenco de barro sobre la tabla redonda en medio del campo, también estaba cantando. No mires hacia atrás. Me subí a horcajadas sobre su espalda y protegí sus ojos cerrados con caricias hasta que toda la luz de la mañana se hizo en mi cuerpo. Entonces, me fundí en él.
Era el día más largo del año. El sol salía más temprano y debía prepararse para un largo periplo invernal. Antes del viaje, el sol se baña en todas las aguas posibles, en todos los manantiales y cántaros y cuencos. Explaya cada corpúsculo de la luz de sus rayos en cada gota de agua y baila. Uno en el otro, vimos bailar al sol, lo vimos dar tres vueltas en el aire y sacudirse el agua del baño. Cuando el sol baila, y da tres vueltas, y se sacude para secarse, la tierra se empapa de rocío. Es un rocío poderoso sobre el que nos tiramos a rodar por la colina para impregnarnos de la fuerza del sol. Toda el agua tiene la fuerza del sol esa mañana, y todo el campo recibe esa fuerza capaz de curar todos los males. La tradición indica que hay que hacer un ramo con setenta y siete hierbas y media. Setenta y siete para los males conocidos, los males del cuerpo, y media, para los males sin nombre, los males del alma.
Setenta y siete hierbas y la media hierba secreta y mágica. No necesitamos buscar en rincones ocultos ni descifrar ningún enigma. Supimos de antemano que la media hierba es la que crece abajo del roble y tiene la forma de la lira, el olor del azúcar quemada, la delgadez de un hilo de agua, el color de las uvas y la flor de sus besos. Con todo eso armamos el ramo y lo sumergimos en el cuenco que seguía cantando. Nos lavamos la cara y nos dimos de beber uno al otro con las manos. Nos desnudamos para bañarnos con el agua sanadora en medio del campo y nos paramos de frente al sol para mirarnos la sombra detrás de los hombros. Dicen los que cuentan la tradición que si la sombra se ve entera, no habrá males irreversibles para el cuerpo. Nos echamos encima todo el cuenco de agua, nos dimos vuelta, y nos reímos eternamente. Detrás de nosotros no había ninguna sombra.
Lo dijo de un tirón. Un estallido de su pecho y su voz aguda se desparramó en el aire. Un silbido. Un torrente de sueños hecho palabras hecha silbido: yo quiero ver indios pero de verdad. En ese entonces, año 1994, no se discutía si había que llamarlos indios, indígenas, comunidades autóctonas, pueblos originarios, sin embargo, más allá de la discusión y el correcto denominador, cualquiera podía entender qué significaba indio en la imaginación de un nene de cuatro años. Habíamos vivido con los mapuches, la gente de la tierra, una comunidad autóctona, un pueblo originario que alguna vez fue llamado indio. Martín se gestó entre ellos con carne de capón, y Farid, con menos de dos años, se sentaba en el primer banco de la escuela junto a Lilen Cheuquehuala. Pero esos, para nosotros, nunca fueron “los indios”. Los indios que Martín quería ver eran aquellos de los que el abuelo le contaba historias terribles de lucha. Esos que cazaban con arcos y flechas y que usaban más plumas que ropa. Esos eran para él, los indios de verdad. Tenía tal fascinación por esos seres salvajes y misteriosos que para el cumpleaños me pidió que hiciera invitaciones con indios.Yo quiero un indio que vaya en una balsa que lleve en una mano una lanza y en la punta de la lanza lleve la tarjetita. Con esa voz que salía chiflando de entre las lianas de su corazón aventurero, el silbido de una flecha cortando el viento. Hicimos las balsas con palitos de los árboles de la calle ancha. Balsas de mentira pero como de verdad. Amarradas con hilos, con nudos de verdad. Hicimos indios de alambre forrada con colita de rata y cabezas de tergopol. Lanzas de mentira pero como de verdad, con palo y punta de piedra filosa. Las tarjetitas de invitación resultaron ser unas artesanías bastante lindas que algunos conservan en sus repisas veinte años después. Eran tridimensionales, pequeñas maquetas. Para la fiesta, todos íbamos a usar vinchas como las de esos indios con los que él soñaba. Él, una vincha de cacique. Las hicimos con plumas de todas las aves del barrio.
Yo me había rapado hacía poco y tuve que recurrir a los artilugios y postizos de la peluquería My look para que me inventaran una trenza larga con un moño azul. Así lo quería él, y yo estaba dispuesta a cumplir todos sus deseos, incluso ese que parecía imposible, ver indios pero de verdad.
Empezamos las averiguaciones con libros y mapas. No existía internet. Todo había que buscarlo de otra manera, en diarios y en revistas, en la librería o en la Biblioteca Popular. Martín había cumplido cuatro años y Farid, el hermano mayor, tenía seis. Hablábamos de los Xingu y los Yanomami como quien habla de los vecinos. Estas tribus eran las más conocidas, de ellos habíamos encontrado y leído varias novelas, historias de antropólogos, anécdotas de viajeros e investigaciones. Sin embargo, esos textos nos dejaban en ascuas. Siempre parecían -o eran- inconclusos. Llegaban hasta donde la geografía o el cuerpo del autor lo habían permitido, pero habría tanto más, tantas tribus más por Ecuador, Brasil, Perú, Colombia. La Amazonia es enorme y por suerte, a pesar de la devastación, sigue siendo impenetrable. La inmensidad de la selva es tan difícil de imaginar como de recorrer. No todo está explorado ni descubierto. De vez en cuando aparece un indio de verdad perdido, un ejemplar nuevo de otro grupo del que no se tenía ni noción. Comunidades en la profundidad recóndita de la jungla, muy por debajo de la espesa mata de árboles y enredaderas; donde nadie llega, ni siquiera el captador de imágenes satelitales de google earth. Viven realmente en otro mundo.
Nosotros teníamos que elegir un lugar al que pudiéramos llegar y de donde pudiéramos salir sanos y salvos, aunque siempre nos ha tentado aquello que por desconocido parece inexistente, las ciudades míticas, las selvas impenetrables. Esos lugares de los que, quienes se atrevieron, no regresaron. No sé si esto es un instinto humano o es un mal ancestral o de familia. De momento, en 1994, nos conformaríamos con visitar una comunidad de indios de verdad ya descubiertos. Ir por algún camino conocido, por medios accesibles para una madre todavía joven, con dos hijos de cuatro y seis años. Pero cómo llegar. En los mapas las rutas se cortaban en ninguna parte, terminaban a la deriva en el medio de una mancha verde donde no había ni un puntito ínfimo que señalara la existencia de un caserío. Habría que trasladarse por los ríos, en botes. La mismísima ciudad de Iquitos, metrópoli importante en el norte de Perú, se inscribía inmersa en medio de la jungla. Por ahí es donde se confabulan las vertientes andinas y nace el emperador de todos los ríos del planeta, el Amazonas, la cintura cadenciosa del globo terráqueo. Pero hasta ahí, ciudad de trescientos mil habitantes que según leímos crecen de a cien mil por década, no llegaba, en ese momento, ninguna ruta terrestre. Iquitos se une a otras ciudades de la Tierra por sus tentáculos de agua. Catorce horas de barco para ir a Nauta donde el Marañón y el Ucayali dan a luz a un hijo demasiado grande, Amazonas; esta distancia, en la actualidad, se puede hacer por una carretera de cien kilómetros en menos de dos horas, pero si uno quiere seguir hasta Pucallpa, quinientos kilómetros más al sur, el barco tomará una semana más y hasta ahí, no hubo ni hay carreteras.
La mesa larga del comedor, interrumpida a menudo y sin opción a desalojo por rompecabezas de dos mil piezas o huesos de gliptodonte extraídos de la Tosquera, era ahora un muestrario de recortes periodísticos, suplementos de viajes, guías en francés y en inglés, y papeles con anotaciones. Si había que comer, poníamos el plato en la falda y seguíamos señalando y discutiendo adónde ir y por dónde llegar. Farid con sus flamantes seis años, hacía anotaciones en las hojas que sobraban a un cuaderno terminado. Anotaba lugares, nombres, referencias, sacaba cuentas, calculaba kilómetros, cuántos días en barco. Martín, con los codos en el borde de una anaconda demasiado gruesa y las rodillas en el aire de un banquito, abarcaba al mundo dispuesto para él sobre la mesa. El viaje, ya había comenzado. Siempre es así. Esa idea que empieza a dibujarse desde el curso turbio de una fantasía va cobrando fuerza y se convierte en un río, real y navegable, por el que ya estamos yendo sin haber pisado aún sus orillas. Todo es posible. Ahorrar, ahorrábamos. Nunca compramos inutilidades ni cosas que no nos hicieran falta, nunca tuvimos demás, para qué. Y si no había, de alguna manera nos la rebuscábamos. Esta vez, el fin último era llegar a los indios. El lápiz itinerante iba crispando los puntos sobre el mapa y buscando los tentáculos que, tras caprichosos rodeos, unieran esos puntos. A Iquitos podíamos llegar en un avión pequeño. De Buenos Aires a Lima en un Lloyd Boliviano, el más barato que existió nunca jamás, con escalas eternas de diez horas en el aeropuerto de Viru Viru, un aeropuerto con cinco filas de butacas, una boutique, y dos quioscos de revistas. Pero con un dispenser de agua, así que, canilla libre para el mate. Los chicos se acomodaban con un tetris manual a pila de esos que vendían afuera de Retiro. Desde Lima, la avioneta hasta Iquitos.
Tuvimos que hacer los pasaportes. Hasta entonces sólo habíamos andado por Argentina y países limítrofes. Para hacer el pasaporte había que viajar a Buenos Aires y perder todo el día en la Policía Federal haciendo el trámite. Como eran menores, con los dos padres. Al cabo de unos meses había que volver a Buenos Aires, perder otro día para ir a buscar los documentos. Mis amigos, mis compañeros de trabajo, y algunos familiares, cuando les decía que me iba al Amazonas con los chicos, largaban el poco original calificativo “loca”, tan repetido, que terminó siendo un apodo, “la loca”. Otros comentaban, me estás cargando. Otros decían no vas a poder, no se puede, no te da miedo, y si les pasa algo. El Figa, el papá, siempre nos apoyó y confió en mí. Sabía que yo cuidaría a los chicos por sobre todas las cosas. Fue con nosotros a sacar los pasaportes y para que el día fuera más provechoso y no perdido, cuando terminamos con las fotocopias, llenar planillas, y firmar, nos fuimos a Sanidad de Fronteras a vacunarnos contra la fiebre amarilla. Esta es una de las vacunas exigidas para entrar en la Amazonia. Todos los países con áreas tropicales son endémicos, entre ellos, Argentina; la vacuna es necesaria para no contagiar a las comunidades sanas de jungla adentro, vulnerables a las pestes de la civilización. Trasladar un virus con nosotros puede ser fatal. En Sanidad de Fronteras había poca gente, salimos rápido con nuestra libretita de cartón: vacunados. Diez años de vigencia parecían la primera y última vez. Quién iba a decir que años después, íbamos a necesitar una nueva dosis para nuevas travesías. En ese momento, parecía algo único. Nuestro único viaje; sin embargo así fue como empezó un periplo que duró más de veinte años. Pasaportes, vacunas, y autorización de viaje ante escribano público. No tomaríamos recaudos contra la malaria. Habíamos leído que la quinina provoca malestares estomacales. No hay vacuna contra la malaria, sólo eso, quinina. Pero tendríamos que viajar largas jornadas en barco, en bote, los nenes chicos, y tantas horas de vaivén según la corriente con dolor de estómago resultaría en sufrimiento y nada de disfrute. Usaríamos repelente y mosquitero y comeríamos mucho ajo y suplemento de vitamina B. La fortaleza que da el complejo de vitamina B ayuda a no contraer la malaria o a que el organismo esté más preparado para su defensa. Ya teníamos los pasajes. Comprados puerta a puerta, nada de online en aquel entonces. Llegaríamos a Iquitos y buscaríamos un hotel. Desde las cercanías del malecón indagaríamos en las agencias de viaje que ofrecen tours organizados, pero no iríamos con ellos. La idea era encontrar en esas agencias a algún intermediario de otro intermediario huitoto, yagua, mayoruma, o lo que fuera, que hablara castellano, para que nos ayudara a llegar a la incivilización. Lo tendríamos que organizar allá, directamente, no había forma de arreglarlo antes, ¿o sí? Cuando faltaban dos días para salir, nos enteramos de que en San Pedro, donde estábamos nosotros, vivía una familia de Iquitos. Eso sí que era un milagro. Allá fuimos con nuestro jeep, cerca del Club Paraná por esas calles que eran de tierra por allá atrás. Gastón era de Iquitos, era super buena onda y estaba muy feliz de recibirnos y de que visitáramos su tierra. Llamó por teléfono a su mamá, Meche, y le anunció que unos amigos de Argentina viajaban a Iquitos. “Amigos”, y apenas hacía cinco minutos que nos habíamos presentado en su casa. Nos tomamos el avión, jugamos al tetris en Viru Viru, Bolivia, y bajamos varios termos de mate. La avioneta a Iquitos salió de Lima un par de horas atrasada. Llegó de alguna parte, quizás del mismo Iquitos y aterrizó ahí, delante de las ventanas, como si aterrizara en el patio.
Salimos a la pista, a pie, y por una escalerita, subimos a la avioneta. Era una lata, un avión de calesita, volaría con un soplido. En menos de dos horas, llegamos. Bajamos por la escalerita a la pista de aterrizaje que parecía una cancha de básquet, un descampado de cemento con poca luz. El clima fue aplastante. El contraste entre el oxígeno artificial de la presurización, híbrido y seco, con la humedad sofocada en el espacio como si las partículas estuvieran atascadas. No había aire, sólo un manto pesado de humedad. Olía a savia, como cuando se podan los árboles y se quiebran las ramas, ese olor a verdor resquebrajado era la transpiración de la selva. Había pensado tomar un motocar hasta la casa de los papás de Gastón, pero cuál no sería nuestra sorpresa al cruzar la cinta de la zona de arribos y ver que nos estaban filmando. Nos estaban esperando en el aeropuerto, no sólo como a amigos sino como si fuéramos de la familia, toda una comitiva de recibimiento, hasta un vecino con la cámara de filmar. Como si fuéramos importantes. Fue muy gracioso. Nosotros tres, la mochila, Farid y Martín con esas camisitas blancas de las ocasiones especiales y el polvo del viaje en las pecheras y las rodillas. La familia de Gastón fue en dos autos por si llevábamos mucho equipaje. Dieron una vuelta por el malecón para pasearnos y doblaron en la calle Putumayo que era la de la dirección que yo llevaba anotada. Alejándonos del centro, por Putumayo, descubríamos una ciudad diferente a todo lo conocido. Además de esa humedad y calor -era de noche ya, pero las partículas ni se mosqueaban- la luz de la calle era distinta, era tenue, filtrada quizás por la densidad del ambiente o por la falta de luminarias. A esa altura de la Putumayo ya no había alumbrado público. En las veredas había quioscos, mesas livianas iluminadas con una velita pegada entre chicles, caramelos, cigarrillos. Los cigarrillos se vendían por unidad, comprar un atado era impensable, un lujo cuya pretensión no existía. El quiosco de nuestra esquina lo atendía una viejita doblada en dos.
Habían preparado una casita para nosotros. Una casita a la vuelta de la ellos. La casa de ellos daba a una esquina, una ochava. Sobre un lado estaba la Avenida Putumayo, en la otra punta del centro. Sobre la calle que cortaba Putumayo, la 16, estaba nuestra casita. Ahí habían puesto todo lo mejor que tenían: su equipo de música con una pila de cassettes de Eva Ayllon, un televisor chiquito, una cama grande muy grande y muy cómoda donde entrábamos perfectamente los tres. Tenía un baño, todo impecable. Una cómoda con tres cajones, un ventilador, y una ventana que daba a la calle. Más tarde, cuando prendimos la tele, la ventana se llenó de chicos que se asomaban a mirar. Algunos se sentaban en el alféizar, otros se paraban en el vano de la puerta, otros se apoyaban en el marco o donde podían. Las puertas estaban siempre abiertas. Desde esa noche hasta la última que estuvimos en Iquitos, siempre sacamos las reposeras a la vereda a esperar un soplo de frescor, pero el único y real frescor al que podíamos aspirar era en la moto de Jaime. Si Jaime nos llevaba a dar una vuelta en la moto, eso sí que era vida. Jaime es el hermano de Gastón, más grande. Él vivía en Iquitos con los padres, Meche y Olsen. También estaba Patty, la hermana, y todos los primos y tíos y vecinos. Una cerveza Pilsen fresca y los chicos correteando y jugando con Jimmy y toda la banda del barrio. Yo invitaba cuanto podía, ellos me daban tanto, y yo tan poco.
Nuestra primera experiencia cercana con monos, muchos monos y muy cercanos, la tuvimos cuando fuimos a visitar la laguna de Quistococha. Esta laguna está a unos veinte minutos de Iquitos. Fuimos en un auto grande, un Farlaine azul, una nave con ruedas que amortiguaba con destreza el peso de once tripulantes apiñados. Toda la familia, algunos de los del barrio, nosotros tres y varios chicos a upa. Armamos un picnic con ollas de comida que iban estibadas en los bordes del baúl. Había arroz con pollo, yuca, zanahorias, y plátanos guineos empanizados. Los habitantes naturales del lugar eran de nuestro tamaño y todos peludos.
Alucinante para los chicos que nunca habían estado ante tanto mono suelto, tan amigables, eran como algunos más de nosotros, aunque más inquietos que todos nosotros juntos. Un mono salió de no sé dónde y me arrebató la bolsa de la fruta, se cayeron las ciruelas y eso hizo aparecer a cinco monos más que saltaban alrededor mío abarajando ciruelas. Se armó el griterío, el de los monos, y el nuestro tratando de rescatar algunas frutas. Nadamos en la laguna y salimos a caminar por la selva con una de las primas y todos los nenes, Jaime nos guió. Se cuenta que por ahí, entre las raíces plegadas y anchas de las ceibas, vive el Chullachaqui. El Chullachaqui es un duende de la selva, chulla significa alrevés, y chaquisignifica pie. Se llama así porque tiene un pie parecido al de los humanos y, en el otro, un muñón o una pezuña. El Chullachaqui no es un duende malo, pero se siente solo y como puede adquirir la fisonomía de cualquier persona, se transforma en alguien conocido para engañar a la gente que sale a caminar por la selva y los hace perder. Perdidos en la selva, sin retorno, se quedan con él a hacerle compañía para jugar. El Chullachaqui quiere jugar. Nosotros nos perdimos, por eso supimos que Jaime, no era Jaime. Jugamos un rato con ese que decía ser Jaime. Hicimos jugo de caña con un exprimidor hecho de palo rosa que estaba por ahí en un claro, un palo clavado en la tierra, con una prensa en la punta para machacar la caña.
Tomamos el jugo dulce que chorreaba de la caña y, antes de que oscureciera, encontramos el camino de vuelta al picnic donde el verdadero Jaime nos estaba esperando.
En Iquitos, Jaime nos llevaba en su moto de aquí para allá, nos estaba ayudando a averiguar a qué reserva podíamos ir, cómo, y con quién. No nos interesaban los paseos en cruceros turísticos ni la gente disfrazada de indios, nosotros queríamos indios pero de verdad. Volaba la moto y un poco de aire por la calle Pebaz que es por donde estaban las agencias y las oficinas, ida y vuelta hasta el final de la Putumayo esquivando motocars y resistiendo bocinazos. El ruido en Iquitos traspasa el aire, taladra los oídos y la paciencia. El ruido del tráfico es apabullante. Necesitábamos también una autorización especial de una oficina llamada SERNANP que es el Servicio Nacional de Áreas Protegidas, un permiso para entrar en la selva adonde solamente los nativos pueden y, además, ir con un nativo bilingüe que nos guiara y nos hiciera de traductor. Jaime conocía a un amigo de un amigo que conocía a otro amigo. Fuimos a verlo varias veces pero no andaba en la civilización. Vivía en uno de los puertos bajando el Amazonas donde se había asentado su familia. Posiblemente estaría en Iquitos el fin de semana de carnaval. Allá no tenían teléfono, y los celulares no existían. Seguimos buscando otro por las dudas e hicimos los demás papeles. Con el carnaval llegó Alcides, amigo del amigo que tenía un amigo. Lo encontramos en un conventillo, una vecindad. Compartía un cuarto en el fondo de un zaguán largo y cruzando un patio con galerías y aljibe. Hablaba castellano con pocas palabras. Su familia era de la reserva yagua que está por encima del río Napo aunque, desde que él nació, vivían en Sinchay donde tenían un quincho para turistas. El río Napo confluye hacia el Amazonas desde el norte, así como desde el sur, le dan vida el Marañón y el Ucayali. El Napo está al norte de Iquitos. Navegando por el Amazonas hasta el Napo, y tomando por el río Sinchicuy o por el Yanayacu, podíamos llegar en bote hasta la reserva. Él nos esperaría en Sinchay y nos llevaría. Esta reserva es inaccesible para el turismo convencional. Está en la nebulosa verde que separa las fronteras dudosas de Perú y Colombia y a principios de siglo había sufrido una epidemia de sarampión gracias a los ejércitos que lidiaban por esos límites. El sarampión mató a un tercio de los yaguas. Era muy importante estar sanos y no podríamos entrar si el gobierno del departamento de Loreto no nos daba el visto bueno y nos hacía las credenciales. Era la primera vez que alguien, sin ser explorador, antropólogo, o profesional con investidura, podría entrar a la reserva, y con dos niños, eso sonaba al colmo o a la locura. Acaso no tienen niños, les pregunté. Sí, me contestaron, muchísimos, son como los conejos. Inspiramos confianza, quizás nadie lo había hecho antes porque a nadie se le había ocurrido o lo había intentado. Nos dieron las credenciales, una especie de visa de dos semanas al cabo de las cuales debíamos presentarnos de vuelta en esa oficina. -«Si no los hacen sancocho», bromeó uno de los funcionarios. Los yaguas son carnívoros pero nosotros también, y como habíamos leído mucho, sabíamos que no comen a otros animales que se alimenten de carne o carroña. Al menos, en teoría. Yo ya empezaba a sospechar de todo, me preguntaba cuán cierto podía ser lo que habíamos leído en los libros o recortes acerca de un lugar donde nadie iba. Qué sabían los que escribieron, cómo lo sabían.
El mercado principal de Iquitos está por el este, en la ciudad flotante de Belén sobre el río Itaya.
En Belén algunas casas son palafitos, casas con patas, pero otras, la mayoría, están sobre balsas sobre las que se levantan paredes de tablas con techos de paja. Esos hogares suben y bajan con el río, como si estuvieran sobre el vientre de la tierra que respira. Ancladas alrededor del ombligo de la tierra están las casitas de Belén. Sobre las veredas, que son en este caso los bordes de las balsas, las nenas lavan la ropa con el agua del río en las palanganas de plástico. Las madres airean un fogón para cocinar en una olla con el agua del río. Los padres están pescando.
Vamos con Meche en una piragua angosta. Sentados en fila india. Un remero nos lleva. Es un taxi en Belén, la Venecia del Latinoamérica. Al cielo le pesan los cúmulos limbos, siempre, el sopor calor y humedad son constantes. Sacamos fotos de papel, de rollo, de las que hay que llevar a revelar. La nena que lava, la madre que abanica el fogón, el papá que pesca, y un perro cagando. La vida pasa sobre las balsas sobre el río, beben y comen del río, se bañan y lavan en el río, hacen sus necesidades en el río. El río es la tierra en esta parte del mundo. A pesar del aura mágica y romántica que puede inspirar el relato, Belén es un pueblo triste y pobre. Muy pobre. Sesenta mil personas viven sobre el río Itaya con la contaminación, el dengue, la malaria, la tuberculosis, la lepra. En Belén no hay electricidad, no hay cloacas, y desde hace pocos años hay un servicio deficiente de recolección de basura. Todo va a parar al río. En Belén está el mercado repartido entre palafitos, balsas, y piraguas ambulantes. Se vende de todo, todo mezclado, plátanos de distintas clases y tamaños, baldes, velas. Nosotros compramos ahí las hamacas paraguayas para el viaje. El viaje en el barco dura varios días en los que debemos dormir en hamacas. Para ir hasta la reserva y después a Leticia, Tabatinga, o hasta Manaos, a una semana de barco desde Iquitos. Bajar por el cuerpo del emperador de los ríos, del monstruo, por la cintura cadenciosa del globo terráqueo. El barco saldría en dos días a no ser que nos atreviéramos a retar una vez más al destino. Al día siguiente era martes 13. Mañana no se debe salir, nos aconsejó Meche, es martes 13, martes no te cases no te embarques ni te tu casa te apartes. -Entonces, nos vamos mañana, decidí. Todos miraron anonadados. Martes 13, probaríamos que la yeta no existe. Compramos lo pasajes. Preparamos una mochila muy liviana. Nos habían autorizado a llevar sólo una muda de ropa, ningún jabón, ni perfume, nada de plástico, nada que pudiera ser basura inorgánica. Si íbamos a convivir con los yaguas, viviríamos como ellos. Hicimos nuestro atadito con las hamacas compradas en Belén y al día siguiente nos fuimos al Puerto Masusa a tomar el barco. Salía a las tres de la tarde. Toda la comitiva familiar fue con nosotros. Preparamos servilletas de papel blanco para despedirnos desde rada y desde cubierta. El barco que nos tocó se llamaba Otita. Jaime subió a ayudarnos a colgar las hamacas, a elegir un buen lugar.
Llevábamos frutas y algo de comida envasada para la travesía. Sería un viaje largo. Una vez arriba del barco había que seguir la corriente, podríamos bajar en los puertos en los que parara por algunos minutos a dejar carga o cargar, y a dejar o levantar pasajeros. Nos acomodamos en el segundo piso. Eran dos. En el de abajo iba gente y muchas bolsas. Bolsas de arroz, troncos de árboles, y más bolsas y cajas con mercadería. Los pasajeros esperaban mansamente sentados en los bordes del barco. Meche, Jaime, Olsen, y demás amigos y parientes de la comitiva barrial de la calle Putumayo, oteaban cerca de los muelles con las servilletas blancas listas para flamear. Eran las cuatro, el barco debía salir a las tres y nosotros habíamos llegado a las dos para elegir un buen lugar. El motor no estaba encendido así que bajamos a acompañar a quienes nos acompañaban. Tomamos un granizado, hielo picado con licor dulce de colorante y saborizantes. A las cinco el Otita encendió los motores. Nos abrazamos y despedimos otra vez entre bendiciones y consejos. Meche preocupada todavía por el martes 13. Subimos y sacamos los pañuelos servilletas de papel que ya habían servido para limpiarnos el colorante del granizado y secarnos la transpiración. Saludamos y nos quedamos acodados en la baranda de la cubierta con la servilleta de papel en la mano hasta las seis. El barco no arrancaba. Parecía que sí, pero no. A las siete fui a averiguar qué pasaba. Se había roto la bomba de aceite y el Otita no iba a zarpar ese día. El martes 13 nos cagó. No nos embarcamos. La mayoría de la gente se quedaba ahí a pasar la noche. Nosotros decidimos desatar las hamacas, volver a armar el atadito y partir con toda la comitiva familiar al final de la calle Putumayo. Fue una frustración muy festejada. Tomamos Pilsen y tomamos la fresca en la vereda de la esquina mientras el carnaval cargaba la húmisha de regalos. La húmisha se hace en las palmeras donde los chicos se trepan como los monos a colgar regalos de carnaval. Los regalos son baldes, palanganas, artículos de limpieza, cacerolas, chancletas, cualquier cosa. Cuando termina el carnaval se hace como con una piñata, se le da firme con un palo y el que lo baja, gana y se lleva el premio. Al día siguiente, después de la húmisha y la yeta nos embarcamos en el Aquiles que salió con normalidad, con dos horas de retraso.
El Aquiles era un barco más pequeño que el Otita. Colgamos las hamacas en la punta de proa. El motor era una catramina, muy ruidoso, pero el servicio fue cordial. Si bien nosotros llevábamos algunas provisiones, nos dieron de comer de todo. En los desayunos, café con leche con galletitas, en las comidas, arroz con pollo y yuca.
El cocinero, un hombre sencillo, sin uniforme, uno más entre los viajeros, nos convidó con mangos. Nunca voy a olvidar a ese señor, delgado, pequeño, de unos cincuenta años aunque es difícil adivinarle la edad a estas personas que conviven con la intemperie. -Cómase un manguito, decía, y nos daba un manguito maduro. Nuestro guía nos esperaba al día siguiente en la comunidad en la que vivía su familia. Allí nos bajaríamos para emprender la primera etapa del viaje, la más ansiada y la que nos había llevado hasta ahí. Después, tuvimos tiempo, y seguimos un poco más con intenciones de llegar hasta Manaos, pero esto de los barcos del Amazonas es imprevisible. Todos los días parecen martes 13.
El Aquiles nos dejó en Sinchay, allí preguntamos, como nos habían indicado, por Alcides, -es mi primo, dijo el primer chico al que le preguntamos. Todos son primos. Nos presentó a su familia. Nos sirvieron de comer. Hablaban en su lengua entre ellos. Hablaban de nosotros, sobre todo de los chicos. Entendí el lenguaje de las miradas y los gestos, un poco de sorpresa, un poco de curiosidad, un poco de preocupación. Yo sonreía. Salimos en una lancha chica que siguió por el Amazonas y como a una o dos horas tomó por el Napo. Anduvimos a motor unas cuantas horas más. No muy rápido. La lancha tenía un techito de palma y había bananas colgadas que podíamos comer. Aminoró la marcha y nos metimos en otro de los ríos que conforman la red neuronal de la Amazonia. Las aguas color tanino, el color de las hojas de varza. Todo es agua. Todo se inunda cuando llueve y en el trópico llueve en serio. El agua que inunda la tierra se lleva consigo las hojas del otoño, las hojas de varza que dan el color tanino que identifica a la cuenca del Amazonas. Paró el motor y el envión nos abrió una brecha entre un islote de nenúfares florecidos, lirios de agua, una belleza paradisíaca. Alcides me hizo señas de que me sentara cerca de él para remar. El bote se metió en un riacho angosto y oscuro. Las ramas de los árboles se inclinaban desde las orillas, el movimiento de las hojas y el movimiento del agua daban la impresión de que el río estaba vivo. El sonido de los remos y la caricia del bote sobre la superficie conversaban con el silencio. Un diálogo sobrecogedor. Miré a los chicos. No pestañeaban. Poseídos por un mundo maravilloso, una historia de aventuras sacada de un libro o de la imaginación del abuelo, un sueño hecho realidad. Al principio pensé que era una alucinación auditiva pero los golpes retumbaban más fuertes a cada remada. Eran tambores. Un ritmo de tres golpes que convocaba. Los yaguas nos estaban dando la bienvenida. Volví a mirar a los chicos y me emocionó sentir su expectativa. Estaban entregados, muy lejos de mí en ese instante. Vivían intensamente el aluvión de sensaciones que nos envolvían. Yo, de la emoción, casi no podía sonreír. La hilera de yaguas en el borde del río era solemne. Golpeaban el mazo con seriedad, repitiendo incesantes tres golpes. Alcides no decía una palabra. Me hablaba con señas y gestos. Me indicó que nos dirigíamos a esa orilla. La canoa encalló suavemente en el lecho arenoso. Quien sería el cacique o curaca, levantó el mazo y gritó samariá y otras palabras y samariá. Y todos dejaron de golpear y se acercaron hacia nosotros hablando mucho entre ellos y tocándonos mientras bajábamos. Tenían marcas rojas pintadas en la piel. Los hombres con faldas, champas, de aguay, una planta de pastos que al secarse permanece flexible y blanda. Las mujeres con un tejido enroscado en la cintura, collares de semillas, adornos de plumas y aguay. Tocaban a los chicos, me tocaban el pelo, me abrían los ojos con los dedos y se reían de algo que había en mis ojos. Agarraban a Farid de los hombros y a Martín de los cachetes, y nos llevaban, empujándonos con el abrazo, todos nos querían llevar. Entramos en una trocha de la selva.
Las plantas parecen alimentadas con siliconas. Las hojas de los potus que cuelgan en nuestras casas, una sola hoja de potus de la selva podríamos usarla de sombrero y darnos sombra o protegernos de la lluvia. Los helechos son tan altos y tan tupidos que uno puede esconderse detrás de un helecho. Los culandrillos crecen en todos los bordes y reverdecen el humus. Las lianas engordan de líquenes y barbas de viejos, y las orquídeas, una incalculable variedad de orquídeas destellando desde rincones precisos con estrambóticas flores lilas o blancas o amarillas. Y cuando el milagro parece insuperable, una pasionaria roja desnuda su carne entre las hojas oscuras de un canelo que intoxica el aire de picor. Un montón de chicos apareció corriendo, riéndose. Casi todos iban desnudos. Nos agarraron de las manos y nos llevaron adentro de una construcción ovalada, la única que había. Era de barro con techo de paja. Todos vivían ahí, en la maloca, la unión de la familia o el clan. Dejaron nuestra mochila en una punta de la choza señalando que por ahí podíamos colgar nuestras hamacas. Todo por señas nos explicaron que para una mujer un hombre. Nos daba risa romper la hegemonía porque nosotros éramos tres, pero ellos indicaron con la mano la altura de los chicos, eran niños, pero me señalaban a mí, mujer, para un hombre. Y señalaban hombres solos, Kuarachi y Lupuna. Me explicaron que el hombre que elige a una mujer tiene que trabajar un año para el suegro, para pagar por la esposa. Yo les expliqué que ellos muy lindos, pero yo no yagua. Y se reían, sin muchos dientes, pero de verdad tan lindos. Kuarachi y Lupuna colgaron nuestras hamacas. Los chicos nos llevaron afuera a ver a las mascotas, un caimán enorme que se metió en un hueco debajo de una piedra cuando escuchó los pasos. Era tan largo que la punta de la cola le quedaba afuera y los chicos pretendían sacarlo a los tirones. Entre el griterío de palabras incomprensibles, escuchamos un ruido, como si alguien se hubiera tirado un pedo y todos se rieron, al instante algo me cayó en la cabeza. Otra de las mascotas, un guacamayo que vivía en la rama de ese árbol se había cagado en mi cabeza. Es de buena suerte, pero huele bastante mal, así que fuimos a la orilla para lavarme el pelo. Una de las mujeres me enseñó cómo, de una mata que tenía un tubo de inflorescencias rojas, amarillas y naranjas, apretando ese tubo hacia arriba, se exprimía una espuma. La mujer, Ikuaka, se pasó la mano por la cabeza explicándome que eso era shampú. Me limpié el pelo y volvimos a ver las mascotas y el guacamayo se volvió a cagar en la cabeza de Farid. Era un juego, no era señal de buena suerte, siempre lo hacía. Quizás era en confabulación con el caimán, si alguien iba a molestar al caimán, el loro se le cagaba en la cabeza. Martín le gritaba desde abajo “lorito cagón, lorito cagón”, y los chicos yaguas le llamaron así desde entonces “orito kahón”. Nos invitaron a sentarnos en unos bancos largos de tronco y trajeron un cuenco con achiote. El achiote es un fruto parecido a la tuna aunque sus espinas son tiernas y no pinchan; al abrirse tiene un pigmento rojo espeso y penetrante. Es comestible y se usa para las salsas y también para teñirse el cuerpo o las fibras para el vestido. Los nenes se pintaron la cara unos a otros enseñándonos y después nos pintaron a nosotros.
Alcides controlaba con la mirada mientras trabajaba con los mayores. Armaron un fogón en medio de la explanada y pusieron a asar un animal que colgaba entre dos árboles. Cuándo preguntamos con señas de qué animal se trataba, los chicos nos llevaron al lugar donde lo habían cuereado y nos hacían gestos referidos a los pinches. Era un puercoespín, bastante grande. A los pies de un tronco juntaron unas bolitas transparentes con un pecíolo colorado, cocona, dijeron, y se las llevaron a Ikuaka que junto con Pukai y Katupi, preparaban una ensalada de hierbas silvestres. Habían pelado yuca y separado las raíces en un recipiente. Farid y Martín tocaban la flauta y los tambores con los chicos. Los hombres hacían girar al animal estaqueado sobre la hoguera. Las mujeres acercaron la yuca en un recipiente con agua de río. Adentro habían metido hojas y granos. Comimos antes de que oscureciera, con las manos desgajamos la pulpa y pelamos los huesos. El puercoespín fue sabroso. La ensalada tenía jengibre que crece naturalmente entre los helechos, y el caldo de yuca tenía unas arvejas arrugadas, parecidas a las alcaparras pero que no salen de chauchas sino de una protuberancia en la corola de una flor. Kuarachi trajo un recipiente con agua del río. El curaca se lavó las manos, los demás lo siguieron. Tomaron los instrumentos y empezaron a tocar. La noche era bien cerrada, nos alumbraba el fuego que los chicos alimentaban con ramas. Las mujeres me tomaron de los brazos y me guiaron cerca de la hoguera. Me indicaron con señas que debía acostarme en el suelo. Me levantaron la remera dejando mi ombligo al descubierto y empezaron a bailar alrededor siguiendo el ritmo. Farid y Martín se acercaron a ver qué estaba pasando y Alcides les explicó que era un bujurki, un baile alrededor del fuego, y que iban a traer una serpiente. Un hombre y una mujer traían entre los dos una boa cuyo cuerpo era más grueso que sus brazos. Una anaconda, boa de los ríos tropicales. Los chicos miraban muy serios aunque sin susto. Alcides agarró uno a cada mano. Yo hice una mueca de resignación, les sonreí y cerré los ojos. Sentí sobre mi piel el cuerpo de la víbora. El hombre y la mujer la maniobraban encima de mi vientre, de mi cuello, y de mis piernas. Sentía su viscosidad, el peso de su cuerpo resbaladizo que serpenteaba masajeándome. Más allá de lo repugnante o espantoso que puede parecer, me estaba gustando. Los tambores tocaban cada vez más fuerte y más rápido, y el cuerpo de la serpiente se enloquecía a mis costados y parecía querer enroscarse en mi cuerpo. Abrí los ojos y vi a Farid y Martín contagiados del éxtasis saltando alrededor con los demás chicos, Alcides, y las mujeres. La música se interrumpió en un golpe y sacaron la víbora. Me incorporé pensando que el bujurki había terminado, pero Ikuaka me empujó suavemente para que siguiera acostada. Trajeron el recipiente de raíces de yuca y otro recipiente alargado de madera con un poco de agua. Pusieron este recipiente con agua entre mis piernas como un papagayo de enfermo. El curaca tocó la flauta y los demás volvieron a empezar con los tambores. Las mujeres bailaban otra vez y yo, acostada entre la tierra y el cielo, me preguntaba con qué animal aparecerían ahora. Alcides les explicaba algo a los chicos. Los chicos con los ojos tan grandes que el fuego se reflejaba y hacía espejismos. Los tambores aumentaban la presión y la velocidad. Las mujeres me empezaron a escupir. Sorprendida ante los escupitajos, abrí los ojos. No me escupían a mí directamente sino que lo hacían hacia el recipiente de madera que estaba entre mis piernas. Estaban preparando el masato, una bebida embriagante. Mascan las raíces de yuca para que las enzimas de la saliva conviertan el almidón en azúcar, escupen el menjunje en ese recipiente de madera y lo dejan fermentar. Es un honor ser elegida para parir el masato. No cualquiera puede estar ahí, antes debe ser aceptada por la serpiente. Si es aceptada parirá un licor puro. No me fui a bañar antes de acostarme porque sospeché que sería una falta de respeto al ritual. La necesidad de bañarme después de haber sido recorrida por una anaconda y escupida por unas cuantas mujeres, era sólo una necesidad del hábito. Me sentía limpia. Nos tendimos en las hamacas. No había mosquiteros ni mosquitos. Los chicos estaban fascinados, me preguntaban a dúo cómo había sido esto y aquello y qué te hicieron y si nos íbamos a quedar suficientes días para poder probar el masato.
A la mañana siguiente salimos a buscar curare. El curare es el ampi, veneno, para cazar. Hay que buscar las plantas venenosas, a veces también usan sapos muy efectivos. Hay un sapo cuyo veneno podría matar a un hombre en cinco minutos y a un pájaro en pocos segundos; pero buscaríamos plantas y no sapos. La más típica que usan los yaguas tiene flores blancas, parecidas a la flor de azar pero con un olor más agrio y, a diferencia de la de azar, tiene un pistilo alargado, un tubo angosto como un capilar que la conecta con el tallo. Es una hierba, una plantita. Crece entre los árboles, mezclada entre los helechos. Las hojas son las que se usan para preparar el curare. Es fácil identificarlas porque las nervaduras no llegan hasta el borde mismo de la hoja sino que chocan con otro borde, un marco de la hoja del que salen otras nervaduras que sí se topan con el borde real. Es como si pusiéramos una hoja pequeña sobre una hoja de la misma forma pero más grande. Así se ve, como dos hojas encimadas. Cortamos hojas y las llevamos al campamento para machacarlas, las mezclamos con un agua que ya había sido preparada por el chamán, él tiene el secreto de todo lo que se le pone al ampi, pueden ser raíces o sapos. Queda una pasta parduzca que se cocina, un puré que por supuesto nadie se atreve a probar. Lo envasamos con cuidado en segmentos de bambú y en calabazas como las de mate pero más chiquitas. Estas calabazas tienen unos agujeritos donde entran los dardos cuya punta se emponzoñará con curare. El curare paraliza y por eso el animal herido se muere, porque se le paralizan los pulmones y el corazón. Había que cazar para la cena. Los chicos y algunos hombres nos enseñaron a usar la cerbatana. Los yaguas la llaman pukuna, es muy larga, más de tres metros y hay que dar un soplido seco y con toda la fuerza posible, además de apuntar bien. Intentamos dar en blanco sin curare para practicar. Yo no pegué una ni en el suelo.
Martín probó hasta que volteó una moneda parada en un palo a más de diez metros. Los hombres salieron de caza con las pukunas, el curare, y los dardos envueltos en hojas de palma. Nosotros nos fuimos con las mujeres y los chicos a pescar pirañas. Usaban unas redes de aguay y muchas pirañas se colaban porque son más chicas que las mojarritas. Salimos en los botes, y pensé en bañarme, las pirañas no parecían amenazantes con ese tamaño. Pregunté con señas. Alcides, nuestro traductor, se había ido con los hombres. Se alarmaron diciéndome que no, que ahí no. Lo peligroso de las pirañas es que son cardúmenes; una sola, es inofensiva, pero en cardumen te pelan hasta los huesos en minutos. En la costa de regreso me señalaron un recodo tranquilo donde me podía bañar sin peligro. Nos metimos ahí. Las aguas amazónicas dulces y limosas dejan la piel más suave que un jabón exfoliante. En el campamento estaban descuerando a un mono. Era un mono araña, gordo, y aunque los monitos titís, u otros monos simpáticos, son mascotas, hay otros monos, más salvajes y agresivos, que son comida. Ikua, uno de los hombres, se había lastimado a un costado de la cintura al subir a desenganchar la presa. Rara vez un animal cazado en la altura con la cerbata o pukuna, cae hasta el suelo. El ramerío frondoso lo abaraja por más que caiga con su propio peso, la selva tiene redes poderosas. Ikua tenía una herida al costado de la profundidad de un dedo meñique, y sangraba. Lo acostaron sobre una esterilla de fibra. Un grupo de mujeres puso a hervir un recipiente con agua, y el chamán entró a la selva. Alcides nos hizo señas de seguirlo. En un árbol, el chamán se detuvo y abrió una herida como la de Ikua en la corteza. La piel del árbol se abrió, como la piel de Ikua. El chamán acercó un recipiente en el que fluyó un líquido rojo como la sangre de Ikua. Sangre de drago, dijo Alcides en español, medicina. De ese árbol llamado comúnmente crotón se extrae el líquido base para hacer los desinfectantes que conocemos como merthiolate o pervinox. El chamán limpió la herida de Ikua con el líquido rojo. Luego abrió unas hojas carnosas y tiernas llenas de un líquido baboso que le vació en la herida. Echó más líquido rojo y le envolvió la cintura con algunas de esas hojas que eran largas y anchas. Con el resto de las hojas volvió al árbol crotón y envolvió el tronco. Estuvimos cuatro días en la comunidad. Conviviendo. Aprendiendo. Ikua ya se había parado y la herida de su cintura se estaba pegando y no sangraba. La corteza del árbol había cicatrizado y eso era buena señal. Habíamos vivido cuatro días con indios pero de verdad, lo habíamos vivido en la desnudez y la entrega. En la intimidad de su hogar, de sus secretos, de su magia, de sus cantos, de los ruidos de la noche. Caminar en la selva de noche revela. Los seres más temidos salen de noche, evitan la burla de la belleza diurna y evitan la muerte. En los tallos de los plátanos se alimentan las tarántulas. Alcides es capaz de verlas en la oscuridad y nos ilumina con la linterna.
Las tarántulas, más grandes que una mano adulta, se aquietan como si así aquietaran cualquier intención ajena. Sólo las observamos. Alcides apaga la linterna, permanecemos en un silencio tal que sólo se escucha nuestra respiración, en la penumbra sola de la noche las vemos moverse lentamente, comen, escuchamos el sonido de la lámina del tallo al desprenderse. Detrás del enjambre de lianas, ramas, y troncos, se adivinan los movimientos del jaguar. Sus ojos se han quedado fijos colgando del aire. Ni la menor brisa los mueve. Observamos fascinados. Estamos más allá de cualquier realidad conocida. Estamos inmersos. Subyugados. Hay un jaguar en estado salvaje en su hábitat natural. Un golpe nos asusta y el jaguar escapa. Alcides ha golpeado el pie contra el suelo para espantarlo. Son los seres de la noche, los que temen a la muerte, los que se avergüenzan de su karma y se ocultan en las sombras. Las arañas más grandes, las serpientes más peligrosas, los jaguares, las plantas carnívoras infieles al sol y a la tierra devorando escarabajos en la oscuridad. La última noche probamos el masato. Era agridulce y espumoso. Comimos aves con salsa de cocona y hongos, yuca hervida con clavo de olor y caña, ensalada de hojas con jengibre, y pirañas fritas en grasa, crocantes y muy ricas. Todas las noches hubo fogón yatunas, danzas, nosotros también, atuna. Descalzos, como ellos de pies anchos, de arco pronunciado y dedos fibrosos y abiertos como garras. Los chicos se entendían con los chicos en pocas palabras, parecía un lenguaje inventado para el juego. Se habían encariñado con los añujes, parecidos al coatí, que habían nacido cerca de la casa, y habían conseguido acariciar el cuero del caimán esquivando la cagada del loro. No podíamos llevarnos nada ni quedarnos más tiempo. El viaje era lento y queríamos bajar un poco más allá las aguas color tanino del gran Amazonas. Kuarachi, Ikuaka, Puka, Lubuna, son nombres que nunca olvidaremos.
No olvidaremos sus ojos limpios, la mirada sabia, ni la alegría explosiva de sus risas. Ellos nos pertenecen en nuestra memoria, en nuestro sentimiento. Creemos pertenecerles a ellos. El bote nos esperaba en la orilla. Nos habían cosechado plátanos y cocos para el camino. Las mujeres habían hervido agua y nos habían hecho té con hierbas. Amanecimos con los ojos pegados de lagañas, quizás fuera el masato. Alcides nos llevó hacia la selva y de un pastizal, a pocos metros, apretó con las uñas una ramita, deslizó los dedos apretados de abajo hacia arriba de la ramita y en la punta salió una gota, es leche de ojé dijo, y es para los ojos. Nos echó una gotita en cada ojo y se hizo la luz, se limpiaron las lagañas como por milagro. Toda la maloca caminó con nosotros hasta la orilla. Uno por uno nos abrazaron y colgaron collares de semillas de nuestro cuello. El curaca tocó la flauta y los demás tomaron los tambores dando los golpes del adiós, uno y dos golpes. Uno y dos golpes. Cuando subimos a la canoa dejaron de tocar y hasta mucho río afuera, hasta los nenúfares con sus lirios, escuchábamos el eco de sus voces. Rayanamá, rayanamá.
En el bote, siguiendo las aguas del Sinchicuy, esa trocha desconocida más allá del Amazonas que ya nos era familiar, cada uno iba encerrado en su silencio. Cada uno ordenaba el recuerdo apabullante de sonidos, de sabores, de gente, de fuego, de olores, de ritos. Inútil es aclarar que algo en nosotros había cambiado y había cambiado para siempre. Despedimos a Alcides en su comunidad, en su maloca, donde lo habíamos encontrado. Nos abrazamos mucho con él y su familia que cuando nos vio acercarnos a la costa corrió a calentar el cocido de gallina. Podríamos haber contado muchas cosas pero todavía no se ordenaban las palabras y nos pesaba alejarnos de la selva, de la libertad plena, donde no rigen convencionalismos, ni acicalamientos, ni hay que aparentar nada ni tener que soportar que otros aparenten, donde no importa el olor a humo, ni las babas de las hojas o las serpientes. Era difícil volver.
Nuestro segundo barco nos llevaría hasta Santa Rosa, triple frontera con Leticia, Colombia, y Tabatinga, Brasil. Subimos al barco que nos llevaría aguas abajo. Paramos en muchos pueblos, recuerdo Arará, recuerdo comunidades de huitotos, los hombres mayorumas con serpientes enroscadas en el cuello, las canciones kokamas Kumbarikira urupukira tsa kumbari utsu ukaima. Me duele el brillo de los ojos de los leprosos de San Pablo ante la caricia. Cada vez que llegábamos a una aldea, bajábamos a comer el cocido de gallina con yuca. Todos los sabores nos eran familiares y hasta parecía que ya entendíamos el kokama sin dudar, sobre todo los chicos, hablaban con otros chicos en las aldeas y subían a bordo a último momento. Nos quedamos dos días en Leticia a tomar café colombiano. Y cruzábamos la frontera, una calle, a Tabatinga para comer sorbetes (helados) que los chicos solicitaban a la vendedora como “soretes”. Un sorete de morango. El siguiente barco, que prometía ser rápido, nos dejó varados en Tonantins, Brasil, a dos o tres días de Manaus. No teníamos noción de la fecha, miramos nuestros permisos y vimos qué día era en un almanaque del mercado. El tiempo vuela y los barcos, no. Teníamos que volver a Iquitos en una lancha rápida a presentar nuestras credenciales. El tiempo transcurre distinto según las aguas. Aunque haya correntada, la correntada se mueve en una inmensidad de la que no tenemos dimensión. No la podemos imaginar. Aún después de estar ahí, después de conocerla, sólo podremos imaginar un poco más allá de lo conocido. El resto es un misterio vasto e imposible. No podríamos llegar a tiempo en esos barcos normales de carga y lugareños. Tuvimos que tomar la lancha rápida. Temeraria. Veinticuatro horas de viaje a motor y a todo vapor. Desandaríamos en un día lo que habíamos tardado en recorrer más de una semana. No teníamos opción. En la intersección del Amazonas y el Napo, la lancha rápida aminoró la marcha. Sólo nosotros tres escuchamos el golpe de tres tiempos de los tambores. Apretamos nuestras manos y sonreímos sin poder hablar. Conmovidos. Detrás de la lancha se insinuaba una familia de bufeos, los delfines rosados de agua dulce. Vimos el bulto prominente de uno de ellos, una hembra, nadando con la panza hacia arriba.
Volvimos a la calle Putumayo. Renovados y repletos de esa renovación. Indios de verdad. Habíamos visto indios pero de verdad. Habíamos convivido con ellos y estar en Iquitos con Jaime y la familia de Gastón era una extensión que entendíamos devenida de las razas de la selva. La ciudad era el exilio y había en todos ellos una mezcla de nostalgia y esperanza. La nostalgia de la selva y la esperanza del río que sigue corriendo y que siempre estará ahí para llevarlos de vuelta si es preciso. Quizás era preciso, también para nosotros, volver a casa. Pero cuando mencioné que podíamos averiguar la avioneta para volver a Lima y de Lima a Buenos Aires, los chicos pusieron el grito en el cielo. Cómo nos vamos a ir, ahora tenemos amigos acá.
Jugaban con Jimmy y la banda del barrio. Meche me dijo que yo podía atenderle su puesto callejero y que los chicos podrían ir al colegio cuando iniciaran las clases en Iquitos. Y por qué no. Los chicos practicaban un desfile escolar cantando canciones del Perú en la vereda. Yo empecé a atender el puesto de Meche donde preparaba licuados y desayunos al paso para la gente que salía en las mañanas hacia el trabajo.
Meche tenía un restaurante en el living de la casa que daba a esa esquina de Putumayo y 16. Una mañana, mientras yo trabajaba, Jaime trajo a Martín en su moto. Había sucedido un pequeño accidente. Estaban haciendo teléfonos con vasitos descartables de plástico. Enganchaban dos vasitos como si fueran dos tubos telefónicos con un hilo largo, haciendo un agujerito en la base de cada vaso. Martín se había cortado un dedo con la cuchilla cuando agujereaba un vaso. Jaime me dijo que ya lo había curado. Abrió el apósito que había puesto en el dedo y vi que la herida era profunda. Se veía el cartílago. Jaime lo había curado con sangre de drago, como hacían sus ancestros yaguas. Creo que hay que darle un punto, le dije. Cerramos el puesto de desayunos y partimos en la moto hacia un centro de salud. Era un centro grande. Luego de la entrada principal había un hall y desde ese hall había tres pasillos identificados con las siglas TBC de tuberculosis, LEPRA, MALARIA. Esos eran los casos normales que se derivaban en ese centro de salud. Fuimos a mesa de entradas y explicamos que era por un corte y preguntamos por dónde deberíamos ir. Una enfermera sentó a Martín en una silla y le puso un termómetro bajo el brazo sin prestar atención a lo que yo le decía: es por un corte en el dedo. No tiene fiebre. Tomar la fiebre es de rigor. Nadie puede saltearse ese paso. Si tiene fiebre desde hace varios días, puede ser malaria. Finalmente nos enviaron con un médico que aprontó los instrumentos para coserlo. Todo estaba listo. Los hilitos cortados, y un hilo enhebrado en la aguja. ¿No va a usar anestesia? pregunté. Normalmente no usamos porque no hay, contestó el médico, si quiere, tiene que ir a comprarla a la farmacia. Por supuesto. Me hizo una receta y fui por la anestesia. Martín sanó más rápido que Ikua, fueron sólo cuatro nudos en el dedo y sangre de drago. Iban a la piscina pública, iban a la escuela de la calle Putumayo. Estuvimos cuatro meses. Hasta que un día desearon volver. Extrañarían a los amigos de Iquitos, a la familia que ya era nuestra y nos había incorporado, pero también extrañaban a los afectos cercanos de nuestro pueblo. Entonces tomamos el vuelo de regreso. Pasajeros Farid Murzone y Martín Murzone, presentarse en cabina. Los habían pasado a primera clase para compensar el avión. Son mis hijos, le dije a la azafata, y nos cambiaron a los tres. Cada vez que despegamos juntos lo hicimos de la mano. El avión carreteó, se inclinó hacia atrás, la punta enfiló entre las nubes. Agarrados de la mano. Farid no dejaba de mirarme, buscaba entre sus ojos y los míos acercar a las palabras otro mundo imposible. Nombrarlo para empezar a andar.
-A mí alguna vez me gustaría ir a Egipto, ¿te imaginás lo que sería eso?
Antes de internarme en la selva me quedé dos días en Yaviza. No había mucho para hacer, pero mi intención era pura y exclusivamente esa, no hacer nada, nada más que buscar con quien hablar y a quien escuchar acerca del Darién. Sin embargo para ellos era como si no existiera. El Tapón de Darién parecía no pertenecer al imaginario popular de sus pobladores. Su silencio me recalcaba la sensación inexplicable de no hablar el mismo idioma que la gente que, aunque eran de etnias kuna, wounnan, o emberá, todos, además de su lengua, hablaban en castellano.
No lograba explicarme si el Tapón de Darién, la Selva con mayúscula, les era tan familiar que no venía al caso hablar de eso, o tan ajena y desconocida que, aunque hubieran vivido ahí desde el día que nacieron, nunca habían avanzado mil metros más ni por curiosidad, ni siquiera cuando eran chicos, ni de travesura. O quizás fuera un tema vedado. Algo que en el fondo sabían muy bien de qué se trataba y por esa razón, porque sabían, no se metían con eso. Los de la cabaña de Yaviza tampoco me entendían a mí, del mismo modo, como si fuera yo la que hablaba en otro idioma, qué hacía yo, mujer, y sola -aparentemente-, en ese lugar. Acaso en mi país no había trabajo. Pregunta recurrente en los lugares del mundo de los que la gente se va para buscar una vida mejor.
Salí de Yaviza bien temprano después de dos termos de mate y con el termo nuevamente lleno. La mujer sola con un morralito en el hombro, no llamó la atención de los soldados que controlan el final de la carretera. Habrán supuesto que salía a husmear, a dar una vuelta. Yaviza resultó no ser el último reducto del camino como había leído, a pocos minutos pasé por un caserío sin detenerme, y al cabo de una hora otro caserío más, y después por el pueblito de Yape.
Sin llamar la atención, aunque la gente de estos lugares parece adivinarlo todo y enterar por telepatía al resto del mundo de lo que vieron. Más adelante los caseríos se hicieron más ralos y la vegetación más tupida. Las chozas ya no eran de madera como las casitas de Yaviza o las de Yape.
Eran palapas aisladas de palos y cañas con techo de palma y pilares de barro. El último rastro humano fue una nena con un bebé de varios meses a upa de su cintura. La mirada de la nena esperaba algo de mí, una explicación a lo insólito, adónde iba la mujer blanca y sola, caminando derecho hacia donde todo se acaba.
No paré para tratar de entender sus ojos ni para explicar. La nena balbuceaba monosílabos al bebé y el bebé la escuchaba fascinado y le manoteaba la cara exigiendo toda la atención y más. Último vestigio de civilización, la nena y el bebé, siameses de dos cabezas sin edad frente a una choza de palos y cañas.
A partir de ahí, todo se hizo lluvia.
Lluvia que caía de las nubes, del techo de la selva, de las ramas de los árboles, de los pastos. Durante todo el día caminé bajo la lluvia al costado de la lluvia y sobre la lluvia. Había buscado información, había leído de todo, hasta una novela en inglés con romance y divorcio adentro del Darién. Pero no dimensioné los datos: precipitaciones, índice de pluviosidad más alto del mundo, nueve mil milímetros anuales; el elemento permanente en la selva del Darién no es la fotografía, no es la imagen muda y seca que registramos, es el agua, la humedad, lo mojado. El agua, el ruido del agua, el olor del agua.
Más de trescientos ríos, más barriales, más los charcos que nadan sobre la plasticidad del suelo y se ensanchan. Usar mis botas era lo mismo que andar en ojotas, solamente me protegían la planta del pie. A través de la media caña, a cada paso, entraba y se escurría el barro. Había algunos puentes rústicos, troncos cruzados o tablas sin clavar.
Había que tantear bien antes de afirmar el pie y avanzar a paso de caracol. Un caracol se deslizaba a centímetros de mi pie. Era más rápido que yo. Se me ocurrió que en realidad el caracol era más intrépido que yo. Un caracol intrépido parece algo inconcebible, pero así son los caracoles del Darién. Yo avanzaba despacio, más despacio que el caracol, buscando los claros entre la maleza voraz que, sin embargo, no me devoraba. Tampoco las serpientes, las presentía sin admitir el presentimiento. Las negaba. Prefería engañarme, no había visto a esa víbora que tras un siseo fugaz, se escabulló, no era la punta de su cuerpo ese dedal escaramujo detrás de la mata. Prefería a las mariposas azules, la naturaleza no puede ser letal si hay mariposas azules que se pasean como ángeles entre las hojas.
Los puentes colgantes tienen algo apocalíptico. Algún día va a pasar. Algún día se va a caer. Y no es como en la cornisa que flota en el aire y por la que codo a codo cruzo el infinito con Froloff. Los puentes colgantes se van a pique. Algún día va a pasar, sólo espero que no sea hoy, que hoy no sea abril y no sean las cuatro de la tarde porque está lloviendo, y ese es mi destino. Todo el tiempo ha estado lloviendo. La lluvia, el barro, los charcos, no me dejan ver qué pasa en el suelo que voy pisando, pero corro el riesgo, confío en el pulso del instinto. Sigo. El barro se me acomoda debajo de los tobillos y se amasa sobre el empeine, hay otro puente y aprovecho a vaciar las botas y a sentarme un momento. Sólo un momento.
Los puentes colgantes no me gustan pero no deben amilanarme y es preciso seguir. Otro puente colgante. Colgante colgante. Nada más que eso. Sin barandas, sin agarraderas. No tengo de dónde sostenerme más que el brazo invisible, el brazo intangible de Froloff que me acompaña. Su voz se agarra de mi cabeza como una morsa de utilería, sin apretar, pero firme. En el aire no se tambalea ni una gota. La lluvia ha quedado detenida en el espacio por un segundo en el que canta un pájaro. La naturaleza no puede ser fatal si hay un pájaro que canta. Aprovecho ese segundo y ese canto para dar con tranquilidad y hasta diría con alegría, el paso final al puente. La lluvia vuelve a desplomarse, de pronto, como si el mundo entero llorara cuando me paro segura, del otro lado del río. Alguna vez hubo un cable que ahora cuelga de un tronco en este lado. Hubo alguien que cruzó el puente, alguien que enrolló el cable, alguien que lo dejó en el tronco. Alguien construyó el puente y caminó en este mismo sentido asegurándose en el cable, como si sólo así fuera permisible sobrevivir a ese río bravo que se revuelve en sí mismo.
El Darién no me devora, no me ahoga ni me encierra, y aunque la selva es profusa no crece más rápido que el minutero de un reloj. No sé qué hora es. No sé qué día es -eso nunca- pero sé que no puede ser abril porque hace apenas unos días era diciembre. Tampoco sé cuántos kilómetros anduve, ni qué río es ese, pero siento que he avanzado, que quizás estoy en la mitad o por llegar a la mitad, y aún puedo ver claros entre la vegetación y seguir mirando al sur. Sigo. Toda mojada y sin remedio ni prenda seca. El punto de empapado no puede ser mayor, ha llegado al límite, la mochila, la ropa, el pelo, los pies. El punto de embarrado tampoco da tregua, donde me paso la mano se embarra la mano y donde me toco se embarra la cara se embarra el pelo.
Ya no veo, el barro y la noche. El fastidio de estar toda mojada y el fastidio de no poder limpiar con nada el barro porque todo está definitivamente embarrado, agota mi fortaleza. No hay opción, volver atrás sería el mismo esfuerzo que seguir adelante. Camino un poco hasta que no veo nada. Nada más que Nada. Tanteo un sitio un poco ancho y sin charco, extiendo la bolsa de dormir que también está empapada y me acurruco sobre ella para que pase la noche y mientras tanto, descansar el cuerpo. Intento dormir con un solo ojo, alerta en la somnolencia. Aprendo los ruidos, mentalmente clasifico de qué son y mido la distancia de dónde vienen. La oscuridad no me ayuda. La noche me los acerca. Los siento cerca. Muy cerca. Estoy atenta, pero la lista de ruidos es como el rebaño de ovejas que contamos para conciliar el sueño. La lista se vuelve onírica y escribo garabatos que chorrean por un papel mojado como si fuera un tobogán. Quiero leer qué son esos ruidos que escribí pero no me entiendo la letra. El papel se me va de las manos, la lapicera se mezcla con la barza del pantano y me da igual. Aflojo los puños que cerraban la bolsa de dormir sobre mi cuerpo y me quedo dormida.
Cuando un escalofrío nos recorre la piel toda junta al mismo tiempo, dicen que pasó la muerte. La gente se frota para sacársela de encima. Yo, en cambio, la abrazo porque sé que es la presencia de Froloff. Un escalofrío me recorre y me abrazo a mis brazos. No quiero que me despiertes, le pido; por favor. No quiero despertarme. El sueño me ha vencido, y los ojos se niegan a abrirse. Tengo frío, tengo mucho frío. Un frío que no puede ser posible. No puede ser posible en el Darién porque es húmedo pero intensamente tropical, pero yo sigo sintiendo escalofríos, uno enseguida del otro, como si alguien me sacudiera, como si alguien me siguiera sacudiendo, como si me quisieran desabrazar los brazos. Me sacuden la superficie de la piel mojada como si fuera posible despegarla de otra piel y eso me hace tiritar hasta los huesos. Me despierto convulsionada y me quedo dura y fija en sus ojos amarillos. Nunca antes había visto algo así. El lomo agazapado se teje en una red con las ramas del árbol. Es una pantera más negra que la noche. No puedo quitar mis ojos de sus ojos amarillos. Nos miramos fijamente. Sin pestañear. Si llegara a pestañear le daría a entender que soy algo vivo entre la maleza y la lluvia. Ella está quieta, tan quieta como yo, y muy cerca. Dios. Invoco al Dios en cuyo nombre vengo de pecar. Dios en el que no puedo creer. Imploro. Árboles. Seres de luz. Michel.
En medio de la noche, en medio del Darién. Mi peor miedo era al hombre. Miedo a ser asaltada o violada, a que revolvieran entre mi ropa y encontraran las dos monedas de oro que yo creía que podían salvarme, pero el oro no puede salvarme ahora. La pantera eriza el cuerpo y gruñe, no le bajo los ojos y lo único que se me mueve es una lágrima. El agua de la lluvia, el agua del techo de los árboles, el agua de los charcos, del suelo, de la transpiración, y el agua de una lágrima. Dicen que pasó la muerte, digo que es Froloff. Michel, lo llamo.
Una ráfaga de viento y un chaparrón se descuelgan sobre mi cabeza. Un pájaro enorme penetra la fronda en vuelo directo hacia la sombra, chilla o gruñe como la pantera misma. Se la lleva por delante, se arroja en su cuello y le arranca los ojos amarillos con el pico rapaz. El cuerpo de la pantera se debate entre las garras de una harpía que sale de la fronda como entró, sin dificultad y con una buena presa entre las patas. Toda la selva se sacude como si fueran miles las panteras que huyen atropellándose a través de la jungla. No había leído nada acerca de panteras. No se me había ocurrido pensar que en el Darién hubiera panteras. Me siento muy tonta, muy ignorante. No había aprendido nada y me creía capaz de todo. En ese momento de miedo, sentí que el final podía existir de verdad y supe que Froloff, Michel, me protege de ese final aunque eso signifique transitar la inmensidad codo a codo por la nebulosa pero sin tocarnos. Sin tocarnos, aunque mi único deseo en este momento es poder abrazar-lo sin abrazar-me.
Encogerme adentro de su pecho. Pero no puedo abrazar-lo y al querer tocar-lo, sólo me-toco. Me paro y las rodillas me abandonan y me desarmo como una marioneta en el lodo. No sé si estoy llorando aunque quisiera hacerlo, pero no sé si soy yo la que llora o qué es toda esta agua, entonces grito muy fuerte. Sé que es él mismo el que me levanta desde las axilas como a un chico y de alguna manera me ayuda a seguir caminando en medio de la noche, en medio del Darién. Camino y todos los charcos estancados se succionan por milagro en el lecho de barro. Voy sin ver y voy más rápido. No veo nada y no estoy perdida como siempre. O estoy loca, o voy bien. Es por ahí y estoy segura.
Empieza el día, agradezco a la luz porque de día todo se ve más claro, y esas palabras tan banales son un alivio después de las tinieblas. No es posible que ya haya llegado a la frontera dudosa con Colombia, sin embargo escucho un silbido, y es un silbido y no un pájaro. Ahora el silbido es un hombre, no sé si debo temer o dar las gracias. Su gesto, su ceño fruncido; se queda mudo cuando me ve, tarda en reaccionar hasta que logra preguntarme y usted adónde va, y anda sola, y acá no se puede andar. Voy a Colombia le explico, mi auto va por barco y yo voy a pie. Esta es zona prohibida. Usted es colombiano, le digo, tiene acento. Lleva un arma colgada y ropa de fajina, pero no sé qué es. Un militar solo, es raro, y no me gustan los militares ni las víboras de dedal escaramujo, prefiero las mariposas azules. El sombrero de tela, estilo piluso, me da confianza porque le quita rigurosidad al uniforme camuflado, es un sombrero gracioso que contrasta con el resto de su apariencia recia. A usted la van a secuestrar o la van a matar directamente, me dice negando con la cabeza, sin margen de error. Esta es zona prohibida, repite con el acento colombiano. ¿Pero esto es Colombia? insisto en preguntarle. Esto es la selva, me dice, tierra de nadie, yo soy colombiano, pero esas cosas mejor ni se preguntan. Creo que el hombre no sabe qué hacer. Saca un pañuelo del bolsillo, me dice que me va a vendar los ojos y me va a sacar de ahí. Escucho que se está desabrochando el cinto y no quiero pensar lo que estoy pensando. Pero con el cinto me ata las manos y me lleva de tiro como a un perro. Así está bien, compañera. Avance, compañera. Me llama compañera. Usted es de la guerrilla, le digo. Acá esas cosas mejor ni se preguntan, vuelve a decirme, pero una cosa sí le puedo asegurar, si la agarran los paramilitares, la matan, sin margen de error. El hombre habla poco, toda respuesta empieza con “eso mejor ni se pregunta”, sigue con algunos datos escuetos y contradictorios y termina con “sin margen de error”. Yo quiero saber, por curiosidad periodística, y por mi ideología. Pero nada me queda claro. Se me ocurre que tiene cara de Jacinto y lo llamo Jacinto, aunque no se llama así, me dice su nombre que no puedo escribir y me cuenta de cómo se había ido cuando el ejército pasaba por las escuelas reclutando a los chicos antes de ser hombres. Me cuenta de los muertos de los que no puede hacer la cuenta, de la gente común que aparece asesinada con dos zapatos del mismo pie y de distinto número, de las madres asustadas que no denuncian nada porque ya tienen suficientes hijos asesinados y suficientes hijos sin paradero. Me saca el pañuelo y lo vuelve a guardar en el bolsillo. Entiendo que no me volverá a vendar los ojos. Me desata las manos y se pone el cinto en su lugar. Es un momento en el que ha parado de llover aunque el cielo parece pesar sobre nuestras cabezas. Nos sentamos a comer bananas y a descansar cerca de un curso de agua marrón. Me señala una víbora con la puntera de la bota, la víbora se regodea en el barro, tiene un capuchón escaramujo en la punta de la cola y sisea. Ya vi de esas, le digo, haciéndome la valiente. Su mordedura es mortal, me dice, sin margen de error. Niega con la cabeza mirándome. De qué manicomio habrá salido, supongo que se pregunta. Una rana celeste se mueve con delicadeza entre los juncos. Me enternecen sus dedos frágiles. Le acerco mi mano para que se trepe pero Jacinto me la saca de un tirón. Puede ser venenosa, parece una arlequín, hay muchas especies diferentes. Jacinto no me suelta la mano, ha visto mi anillo, el único que uso hace años y que es un regalo de mi hijo. Está casada, sugiere; sí, le miento. Y dígame, compañera cómo es eso de que un esposo deje ir a su mujer así. Era un plan de los dos, pero a él le dio la malaria; me espera en Colombia. Caminamos todo el día y hablamos.
Antes del atardecer llegamos a la costa. Al Caribe otra vez. Mañana va a pasar la lancha, y cuidadito que la vuelva a ver por allá adentro, que eso es zona prohibida. Acá ya es Colombia, me dice, y a usted nadie la espera, pero igual la tengo que dejar solita, yo no puedo quedarme, compañera, y usted nunca me ha visto.
Me fui con el extranjero porque se parecía a Froloff. Esa fue la única razón. Quería volver a tocar esa mezcla de piel blanda con barba incipiente de su cuello. Según el obituario Froloff había muerto hacía siete años; según yo, aún sigue vivo; pero tocarlo, lo que se dice tocarlo, sólo puedo hacerlo en sueños. La manía humana de desear tocar me persigue y me enferma. La carencia del tocar me angustia. Una vez pensé en hundirme en un lago helado, congelar la enfermedad. Sin embargo ante la asquerosa humanidad freudiana del impulso sexual, ante el vacío de la enfermedad, ante la angustia, Froloff me regala una hoja o un pétalo, ofrenda que es como un caramelo para calmar el berrinche. Supe que el extranjero aparecía en mi camino puesto por él mismo, por Froloff. Justo en ese momento y en ese lugar, el Tapón de Darién. Hasta ahí había llegado en auto, “la autita”, pero a partir de ahí, no se podía seguir, no hay más ruta, no hay más carreteras. Son solamente cien kilómetros que desconectan el cuerpo de América. Dicen que es por la selva, porque esa selva devora con tanta ferocidad lo que se le interpone, que es posible ver cómo brotan las plantas ante nuestros propios ojos. Dicen que la selva del Darién se mueve más rápido que el minutero de un reloj, que las ramas se multiplican el doble de lo que podrían ser taladas, que las lianas se enredan en las piernas antes de que estas puedan dar un paso más, atrapan en una red, y asfixian. Dicen que el Darién se mueve y podemos verlo si estamos dispuestos a morir en el intento. Nadie ha dado más pruebas que palabras o historias como esta. Pocos escaparon a las lenguas voraces dejando tras de sí el misterio sin revelar, la cámara de fotos y la cordura sepultadas en una parva verde infinita y húmeda. A riesgo de todo eso decidí cruzar el Darién a pie. No hay riesgo fatal si pienso en Froloff. Uno junto al otro nos veo ir por una nebulosa, una cornisa en medio del aire, codo a codo entre las sombras y los disparos de la luz, vamos, vagamente entre la muerte y la vida. Codo a codo con Froloff, cualquier sendero, cualquier cumbre, cualquier selva es posible.
Después de muchos días de averiguaciones en Panamá -todo el mes de diciembre estuve dando vueltas con esto-, encontré una compañía naviera que se ajustaba a mi presupuesto. Me explicaron que podían trasladar a la autita en ro-ro y que eso era más barato que dentro de un contenedor. Yo debía llevarla y entregarla con la llave puesta en el Puerto Manzanillo, luego ellos la subirían a la cubierta de un barco que la llevaría hasta Cartagena de Indias, Colombia. La autita debía pasar el Darién por mar en un barco de carga, era la única manera, y yo, en avión o en lancha. O caminando.
Hacía dos meses que había arrancado en Guanajuato, México, y había recorrido, cantando, la cintura delgada pero sinuosa de América Central. Cantaba a viva voz a los colores sin nombre, los verdes incalificables que pasaban por las ventanillas. Cantaba a Froloff, a su aura erguida entre los verdes de la ventanilla y mi mirada. Él, el acompañante, iba sentadito al lado mío, la transparencia de su mano se dejaba caer sobre mis venas alertas en la palanca de cambios. Sentaditos los dos, nos quedamos mirando a la autita que se mezclaba sin timidez aunque sonrojada -al rojo vivo- entre miles de autos estacionados, como si ella fuera la única. Un puntito avanzando en el espacio de un playón interminable.
La miramos, tomando mates con el agua que quedaba en el termo y un injusto sabor a desprendimiento. Una amargura que no valía la pena pero que tenía que ver con la desprotección de pronto. La autita era la casa, la casa con ruedas, y la casa se alejaba de nosotros para cuadrarse en un lote de vehículos con número de orden y bill of lading.
Pero no había forma de seguir en ella en ese angosto tramo del camino, y abrigué a la nostalgia con la ilusión del reencuentro. En pocos días más. Ellos dijeron “una semana”. Sonreí y, sin soledad pero a simple vista sola, acomodé la mochila de entretiempo, y caminé a la salida del puerto.
El Puerto Manzanillo está en Colón. Colón tiene fama de ser una de las ciudades más peligrosas del mundo. La gente que pasa por Colón va al hotel y se moviliza en taxi. Del hotel, taxi al centro, taxi al hotel. Nadie camina por las calles de Colón. Es el segundo puerto libre más grande del mundo después de Hong Kong. Los trámites son enrevesados pero como por debajo de la mesa, la mercadería circula rápido. Uno no alcanza a ver nada. Tampoco a entender. Aunque en Panamá hablan castellano, uno no entiende. Las maniobras se hacen solas mientras una voz que sale de una coladera de metal, nos automatiza, y, embobados, pasamos papeles sellados en una caja que va y que vuelve por debajo de una ventanilla negra.
Con la mochila liviana colgando de un solo hombro, me paré en el borde de la ruta para hacer dedo. Sintecho. No andaba nadie. El vaho del calor de la siesta levantaba un reflejo alucinante hasta la altura de mis ojos. Recordé a ese tipo, el extranjero. Él también andaba viajando en auto al sur, en una camioneta. Nos habíamos conocido entre esas idas y vueltas tratando de encontrar una naviera. Yo le había visto el cuello y se lo había deseado. Esa mezcla de piel blanda y barba incipiente. Hablé con él como si no hablara con él, él no me interesaba. Imaginé que si así eran los pliegues de su cuello, que si hacía esa arruga en el borde de la sonrisa, posiblemente tendría más de Froloff para darme. No tenía su mirada. Nadie la tiene. Pero al menos era una mirada clara. Y quizás si se callara, si lograra hacerlo callar y que no hablara en inglés, entonces podría volver a tocarlo a él, a Froloff. La manía humana de querer tocar. La enfermedad asquerosa. El extranjero también tenía que embarcar algún día de esos. También tenía que hacer el trámite, contratar la naviera, ir a Colón, no cruzar el puente y seguir de largo para entrar en Manzanillo, hablar con el robot por la coladera de la ventana negra, pasar los papeles por la caja, equivocarse, ir otra vez abajo del toldo, poner otro sello, volver al edificio de la naviera, volver a pasar la caja, volver a hablar con nadie y salir a esta calle, esta ruta donde el vaho de la siesta levanta un reflejo alucinante hasta la altura de mis ojos y entre el vaho se ve llegar, como otra alucinación, una camioneta azul.
Dijo que estaba verificando el camino, que era un hombre precavido y quería asegurarse cómo era eso de ir a Manzanillo y no cruzar el puente, pasar de largo, entrar a puerto; familiarizarse con el lugar, las ventanillas negras, los edificios, el toldo, el playón interminable. Lo invité a invitarme. Querés que te acompañe, yo ya hice todo. Así que lo llevé. Le mostré la secuencia de oficinas por las que debería pasar a sellar algún día de esos, cuando embarcara la camioneta. Y ahora cómo te vas a ir, me preguntó. Caminando, me encogí de hombros.
Estábamos sobre la costa del Atlántico, el Caribe, y yo debía volver al interior y viajar hacia el sur hasta el final de la ruta. Luego adentrarme en el Darién. Al principio habría un camino de tierra, después senderos de poblados, caseríos cada vez más ralos, y la selva. El Tapón de Darién que cerraba su propia fronda de secretos y al que yo, lejos de temer, ansiaba. El carguero saldría en una semana y ahí estaba el extranjero, hablando en inglés, admirándose en inglés oh, my god, de la sorpresa de volver a encontrarnos, y preguntándome en inglés si quería pasar un par de días con él recorriendo la costa del Caribe panameño. Pasaríamos por Puerto Lindo donde él se había alojado, recogeríamos sus cosas, compraríamos algo para comer, y nos iríamos a una finca de unos conocidos suyos que ahora no estaban. Como si lo hubiera planeado. Sonaba bien, aún en inglés. Podía quedarme ahí, al borde de la ruta, hacer dedo hasta el centro de Colón donde todo el mundo toma taxis, ir a la terminal y tomar un autobús que me acercara lo más posible al Tapón, quizás hasta Metetí, uno de los últimos pueblos al que la carretera se las arregla para llegar antes de enmadejarse en la jungla. O podía irme con él. Subirme en la camioneta azul, viajar a Puerto Lindo y después adónde, le pregunté. A Nombre de Dios, me dijo con esa arruga al costado de la sonrisa. Nombre de Dios, digna paradoja para esta aceptación al infierno, pensé, y me subí a la camioneta.
Froloff es francés, a pesar del apellido ruso y los ancestros, y además tiene una voz grave de esas que hacen tambalear los cimientos. El extranjero, no. Tampoco era desagradable sino todo lo contrario, era simpático, era muy amable, ni siquiera era denso ni un tipo baboso. Me habló de su historia, de su pasado, de por qué viajaba. Yo prefería mirarlo a escucharlo. Buscarle a Froloff entre los dedos. El extranjero era de su misma edad, esa edad en la que Froloff ya no podía gemir más que de dolor. Yo quería saber, tocar más acá de los sueños, como sería él, cómo sería su piel, y yo sabía, además, que esa oferta de la realidad, tan visible, y tangible, no era una casualidad. Mi soledad no era la soledad plena. Podía sobrevivir a la vacuidad del tacto. Podía ser feliz, era feliz, lo estaba siendo aún sintecho y a simple vista sola, en el peor lugar imaginable del mundo y ante las peores perspectivas. Era el propio Froloff el motor de esa camioneta azul que me estaba llevando al mismísimo Nombre de Dios. Lo dejé hacer. Y al otro, lo dejé hablar en inglés. Íbamos rodeando los vericuetos rocosos de la costa, el ruido del motor, música en inglés más inglés, el chasquido de las olas, mi brazo afuera de la ventanilla dejándose remontar por el viento. Yo ya había sido transportada a otra galaxia. A la cornisa de la nebulosa. Y si lo miraba, la arruga en la sonrisa. No tenía dudas. Me entregué.
Llegamos a la tardecita a Puerto Lindo y salimos a caminar entre dos hileras de árboles al costado de la bahía. La transpiración de la tierra se condensaba en la corola de las ramas.
Las olas débiles se rendían agonizando contra la voluptuosidad de las rocas. Nos sentamos frente al agua por una súplica de frescor para nuestras mejillas. Apenas por una súplica de frescor. Pero él sonrió con la arruga al lado de la boca.
Dos botes se apareaban sin temor a la incertidumbre. Dos botes entre la costa tan cercana como inaccesible y el océano impreciso. Dos botes horizontales. Dos cuerpos anclados.
Cuando la noche se tendió sobre las sombras y uniformó el pudor en un solo tono oscuro, volvimos a la camioneta. Tomamos la ruta de la costa, una ruta sencilla, de pavimento o alisado de material pero sin marcas. Aparecen curvas y caseríos a la luz de la luna y de las candelas. A estas horas, únicas en las que se apacigua el calor, la gente saca las reposeras a la calle. Hay chicos jugando. Un muchacho trata de besar a una mujer contra el marco de un zaguán. Unos chicos manotean chicles de una mesita iluminada con velas, la mesita es un quiosco y lo atiende una viejita doblada en dos. Como en Iquitos, recuerdo. Voy mirando. No escucho nada de lo que me habla. No quiero escuchar. Sólo cuando paramos me doy cuenta que hubo una decisión imprevista. Vamos a comer algo en ese lugar. El lugar es el patio de una casa. Bajamos y me propongo no ser injusta. El hombre es definitivamente amable. Gracias a la vida, y gracias al hombre que me saca fotos cuando las hijas de la del restaurante juegan a la peluquería con mi pelo largo y me hacen trenzas. Lo dejo que me tome la mano, tal como si fuera él mismo, un amigo, quizás, un amigo por qué no, pero no puedo dejar de encontrarle a Froloff entre los dedos y entonces le beso las manos. La arruga al costado de la sonrisa me lo agradece y yo me acerco a besarlo, se me escurren las trenzas entre los deditos mulatos de las nenas, las trenzas se deshacen en jirones y yo me deshago en lágrimas.
La madre, la que cocina, reta a las nenas pensando que me han hecho mal. Podemos hablar en castellano, pero es difícil encontrar las palabras para explicar lo que me pasa y no me pasa nada. La cena está lista.
Nos indican cómo seguir el camino a Nombre de Dios. Ya no queda nadie ni la noche misma afuera, es lo que dirían una boca de lobo. Entramos con la camioneta azul en la boca del lobo, no puede haber cordero más inocente en Nombre de Dios. Acampamos y nos acostamos largo rato sobre el pasto a mirar las estrellas. Hablamos en susurros aunque nadie vaya a despertarse. Estamos, o él lo cree así, absolutamente solos en esa finca. Los grillos. Las ranas. Las estrellas. Las vemos caer y pienso en todos los deseos que tengo. Los digo en voz alta, él no entiende nada, qué va a entender, cordero de Dios en la boca del lobo en Nombre de Dios. Porque puede haber víboras nos metemos a dormir en la carpa, pero no dormimos. Le busco la piel debajo de la ropa y le encuentro otra piel. Le amo la piel que no es suya. Toda la noche. El cuello y la piel blanda con las asperezas de la barba incipiente. Gracias a la vida maldigo a tu muerte y gracias al hombre que es, y al hombre que fuiste.
El extranjero duerme fulminado. Un tipo macanudo. Empieza a amanecer y yo ya no puedo verlo más. Saco mis cosas de la carpa, me desperezo estirándome en la inmensidad, me sobrecoge un silencio ajeno al mundo y, en ese silencio, sin el más mínimo ruido posible, me visto, cierro mi mochila, y me pierdo en la espesura hacia el interior y hacia el sur en dirección al Darién.
07/05 Dzonglha-Gokyo 8 a 9 horas (4850-4800 metros)
“Tras cruzar un torrente habitualmente congelado por la mañana (atención al hielo), el sendero de alta montaña remonta en zigzag un terraplén con fuerte pendiente para alcanzar la base de una gran pared, iniciando un ascenso en diagonal sobre bloques y placas de granito. En esta sección es necesario utilizar las manos, pero las trepadas son fáciles y entretenidas. En lo que sí hay que prestar atención es a posibles desprendimientos, ya sean naturales o provocados por el paso de porteadores y excursionistas. La verticalidad del ascenso permite ganar altura rápidamente hasta una repisa plana (5270 metros), excelente punto para disfrutar de las vistas, pero sobre todo para descubrir el espectacular glaciar de Cho La que se extiende desde aquí hasta el collado. Siempre situados en el flanco izquierdo, la siguiente sección exige aún más precaución, pues debemos progresar directamente sobre puentes de hielo o sobre el sendero rocoso cubierto parcialmente por hielo. El uso de los bastones de trekking, pues, es del todo obligado si queremos cubrir la marcha con la mayor seguridad posible.
A mano derecha, las grandes grietas del glaciar son bastante impresionantes, pero nuestra ruta está bien definida y es suficientemente segura con el debido cuidado. Sólo al alcanzar el plateau o meseta de nieve de la sección final, los resbalones son casi inevitables, aunque sin riesgo de sufrir una caída fatal. Sobre una maravillosa superficie de hielo y nieve, vale la pena disfrutar al máximo de la travesía inolvidable que conduce hasta el collado de Cho La (5420 metros), aunque como en todos los lugares alpinos, siempre hay un último punto expuesto. Este punto queda a pocos metros del collado, debajo de una pared muy rota y que se ha cobrado algún accidente mortal. Simplemente se trata de pasarlo rápido o esquivarlo trepando directamente sobre las rocas que coronan el paso. Al otro lado, el marco de montañas del valle de Gokyo completa una instantánea de grandes emociones para sentirse muy satisfechos.”