Archivo de la categoría: América Latina en bicicleta

Día 7 (27 de marzo) – de Mandinga a Antón Lizardo

Una mañana más. Listos para salir. Vamos a saludar a Mara y a entregar la llave y nos encontramos con una mesa repleta de platos servidos. Hay de todo, carne asada, huevos revueltos con jamón, frijoles, las tortillas calientitas. Mara ha preparado el desayuno para nosotros. La gente es increíble. El ser humano, las personas de las que todos los días las noticias denuncian abusos y crímenes. Me pregunto cuál será el porcentaje de maldad en la humanidad si somos tantos, si la gente ha brotado durante este largo viaje como hormigas de un hormiguero que cubre todo el planeta y siempre, todos los días, todostodos, nos ha acogido y nos ha regalado algo aún cuando no hemos pedido nada. Acaso alguien se imagina llegar a una esquina cualquiera de un pueblo completamente desconocido y preguntarle a alguien si sabe de un lugar para pasar la noche, un cuarto para rentar, y te dicen que le preguntes a esa señora y llegás a otra señora que saca una llave del bolsillo como si te estuviera esperando y te abre un departamento nuevo, vacío de muebles, con tres cuartos y un baño y te dice que te lo presta. ¿Acaso esto es posible? y luego, en la mañana, esa señora de la que apenas sabés su nombre, Mara, te dice que ha preparado un desayuno y te sentás a desayunar con toda la familia, Mara, Raúl, Susana, Imeris, y charlás con ellos como si los conocieras de toda la vida y después ya no quieren que uno se vaya o desean, y lo hacen sinceramente, que uno vuelva a visitarlos.

No querían que nos fuéramos pero el viento norte nos empujó a irnos. Susana estudiaba turismo y tenía problemas con inglés, hablamos de algunas características del idioma y le di unos tips claves para poder estudiarlo sin bloquearse. El inglés es el idioma más fácil del mundo por eso todo el mundo lo habla y a los nativos les cuesta tanto aprender otro. Si todos pueden, Susana también.

Nos despidieron en la puerta. Abrazos, deseos mutuos, bendiciones, intercambio de direcciones, promesas. Subimos la colina empinada empujando las bicicletas y confiando en el descenso, pero el Norte era tan fuerte que las bicicletas no se precipitaban sino que quedaban estancadas en el medio de la calle y el polvo. Contra viento y marea tomamos la ruta principal que se cubría de ráfagas de arena. Una máquina trabajaba quitando los montículos de la ruta, una tarea inútil ya que, al darse vuelta la máquina, los remolinos de viento desbarataban el trabajo y más arena interfería el paso formando una barrera. Masticamos arena hasta por las orejas. No se podía respirar. Embestimos hacia adelante. Con los ojos cerrados y la cabeza entre los hombros. El terreno es llano y el viento a favor, pero es tan desequilibrado y potente que no nos sirve de ayuda sino todo lo contrario, nos entorpece. Fue el día de menor avance del viaje. Solamente 13 kilómetros. Pero nos sentamos a comer pescado frente al mar. Atrincherados en el restaurante La Intimidad de Antón Lizardo. Detrás de las ventanas. El clásico Norte soplaba a velocidades de 43 a 68 kilómetros por hora.

La Intimidad es restaurante y hotel. El cuarto es colorido, con una cama grande, sofá cama, tv, aire acondicionado, baño. Cuesta 400 pesos mexicanos pero nos hicieron un descuento, 100 por cada uno. En el restaurante donde pasamos la mayor parte del tiempo hay internet, tv, y enormes ventanales de frente al mar. Comimos una fuente de arroz tumbada por 140 pesos, abundante y rico. Como aperitivo sirven totopos con dos salsas, una de chipotle y otra de habanero. Allí conocimos a Omianca, el sereno, un señor sencillo y humilde a quien le enseñamos a escribir su nombre y a mandar mensajes -o señales ya que no sabía escribir- por su teléfono celular. Conversamos con Omianca hasta las diez y media de la noche.

-Va a empezar la novela, nos dijo. Y le mandó un mensaje de señales a la hermana para avisarle que ya estaba por empezar.

Datos técnicos:


Mandinga-Antón Lizardo 13 km
0.58.03 hs
Total: 469.23 km.

Día 6 (26 de Marzo) – km 24, Cuitlahuac a Mandinga

La temporada de lluvias es consecuente con el ciclo del agua, primero se evapora, después se condensa, y más tarde, llueve. Por eso yo insistía en salir temprano. Aunque cómo uno podría salir temprano cuando eso signifi ca alejarse y quizás alejarse para siempre de alguien que sin conocerlo le ha dado la mano, un plato de comida, un techo, un abrazo, la sonrisa, un rincón íntimo del hogar.

El sol salió con toda su potencia y la inefable misión de evaporar toda el agua caída durante la noche.

-Nos vamos a ir, Lupita, porque ya no está lloviendo, y el camino es tan largo, Alexa, como quinientas veces a Córdoba, Rosario. La mitad de mil, Charis.

Un hachazo de sol corta en dos la sonrisa de Clara que nos dice adiós con la manito de Ivette. Miro atrás como una promesa. Adivino que la hilera escalonada de manos se sigue sacudiendo a mis espaldas.

El calor abrasador se presume mediodía, es la mañana apenas, pero el sol se ha encaramado en la altura azul sin matices. Un sol que raja la tierra, que te raja el casco. No hay sombra. Cada árbol es una bendición que dura un suspiro. Pasamos
una infinidad de pueblitos. No los vemos. Se esconden detrás de bambalinas de polvo, de caminos vecinales que se bifurcan a un lado y al otro de la carretera principal. La Lagunilla, 442 habitantes, Tamarindo -el olfato lo anticipa- 818 habitantes. Los carteles de madera, rústicos, anuncian pintado el nombre del pueblo y la cantidad de habitantes. Mata Espino, 273 habitantes, Los Capulines, 70 habitantes, La Capilla, 1364 habitantes. La tendencia de la pendiente es en bajada aunque nos sorprenden seguidillas de columpios. La razón lógica es que ya hemos caído de
la cordillera volcánica que atraviesa transversalmente el corazón de México pero nos hemos encontrado con las últimas estribaciones de la Sierra Madre Oriental que escuda el este del Golfo. América Latina no es llana. Vamos descubriendo su intrínseca juventud geológica. Desvanece la imagen en cámara lenta del pedalear placentero lisa y llanamente. El esfuerzo es duro al principio. Sin entrenamiento y con carga. Vale la pena, ya lo verán. El disfrute será muy grande. A menos de una semana de haber salido, no sé lo que pueda pasar.

El calor caribeño se ha metido en el continente y nos embota y nos aletarga. Avanzamos con la frecuencia del mediodía hacia la siesta. Es agobiante. Tomamos agua y metemos la cabeza debajo de cualquier chorro en cada oportunidad posible. La mira puesta en la ilusión del horizonte marino nos anima. Llegar al mar y sentarnos en la playa a comer pescado. No fue posible. Si bien llegamos a Boca del Río, muy cerca de Veracruz, no hubo lugar donde pudiéramos hospedarnos. Las
villas de lujo y los barrios cerrados han ocupado la costa. No hay espacio público. No hay hoteles, sólo dos residenciales carísimos. Nos conformamos con respirar la sal y dejamos que el viento nos vuele el deseo de sentarnos en la playa a comer pescado. Venía el Norte. Ya estábamos sobreaviso. El mapa nos sugirió ir a
Mandinga. Tremenda subida para terminar el itinerario diario. Subida y bajada al pueblo de Mandinga junto a la laguna del mismo nombre. En Mandinga hay unos cuartos de alquiler que son francamente horribles. Nos mostraron una habitación lúgubre, con colchones viejos en camas sin tender y asqueroso olor a humedad. Nos dijeron que era lo único que había pero no nos quedamos. Cualquier cosa era mejor que esa pocilga. Preguntamos a unas personas que iban caminando y ellos nos señalaron a la señora de la tienda. La señora de la tienda llamó a otra señora
de la misma tienda que tenía a cargo un departamento. Justo se había desocupado, nos dijo. Estaba vacío, con algunos escombros, polvo, recién pintado porque habían estado acondicionándolo para nuevos inquilinos.

-¿Cuánto nos cobraría para pasar la noche?

-¿Una noche?

-Solamente una noche.

-¡Y pos nada!

Esta señora, Mara, resultó ser otro ángel del camino. Cuando nada parece salir es porque vendrá algo y será mejor. Palabra santa. No pudimos sentarnos frente al mar. No hubo alojamiento en Boca del Río. Era un asco el único lugar disponible en Mandinga, y cosa de Mandinga que se guardaba un ángel en la manga. El departamento de Mara era amplio, no tenía muebles, pero tenía agua, una ducha potente, electricidad, una pileta en la cocina. Barrimos el polvo. Entramos con las bicicletas. Emparchamos lo que había que emparchar. Nos bañamos de todo ese calor pegoteado y salimos a cenar tapaditas, sopes y martajas. Riquísimo, abundante y barato, de a 10 pesos.

Datos técnicos:


Km 24 Autopista Córdoba. Veracruz-Mandinga 85.96 km
6.05.43 hs
Total: 456.23 km.

Día 5 (25 de Marzo) – de Ciudad Mendoza al km 24 de la autopista Córdoba-Veracruz, Cuitlahuac

Con la ropa casi seca y otra vez por el acotamiento de la autopista seguimos descubriendo Veracruz. El verde es cada vez más uniforme e intenso. La temperatura tropical se instala sobre la humedad de la tierra y el calor acentúa los olores del campo impregnados de melaza. Los pómulos salientes, la tez bronceada, testigos mansos y eternos de la esclavitud. El olor a caña quemada se fijará en nosotros como en la historia misma de los pueblos engrillados a la zafra.

El borde de la autopista está sucio. Hay basura, piedras, vidrios rotos, restos de caña y, sobre todo, llantas de camión reventadas. Estas llantas tienen una red de alambrecitos entre el caucho. Cuando la llanta revienta y se despedaza, esos alambrecitos microscópicos, quedan desperdigados y son la causa de que empecemos a pinchar o ponchar, como se dice en México. Martín y Alex ponchan una tras otra, dos veces cada uno en menos de 50 kilómetros y, cuando todo parece resuelto y nos paramos sobre un puente alto para observar el paso de un tren, nos damos cuenta de que yo también estoy ponchada. No ha llovido durante el día y el calor nos ha dado una mano para que se sequen los resabios de la lluvia de ayer. Las pinchaduras nos demoran más allá de las vistas o los descansos en las garitas. Nunca salimos de preferencia temprano y aunque pedaleamos muchas horas, el ritmo de la bicicleta requiere tiempo para avanzar y paciencia para emparchar. En ese ritmo nuevo y que se impone, vamos descubriendo que al viajar en bicicleta no nos perdemos nada. Ya sea porque tenemos que parar a pedir agua o cambiar una cubierta, ya sea porque no podemos acelerar más allá del esfuerzo posible de nuestras piernas y saltearnos los campos con ruedas de siete leguas, la bicicleta nos obliga a conocerlo todo. Cada árbol cada pájaro cada bicho cada sinuosidad cada hombre en la extensión del paisaje.

La pesadez del clima se espesa en el cielo plomizo. Caen las primeras gotas gordas. Desde proa no vemos tierra de acampe a la vista. Martín pincha otra vez y avanzamos caminando en busca de un techo donde hacer la reparación. En eso, vislumbramos una casita.

La casita resulta ser un restaurante de paso. Se llama Las Palmas y está en el Km 24 de la autopista Córdoba-Veracruz en el distrito de Cuitlahuac. Nos presentamos.

-Somos tres viajeros que… y la lluvia y si nos agarra la noche…

Clara, la dueña del restaurante, está sola con sus tres hijas, Alexa, Charis e Ivette, y dos amiguitas de ellas, Rosario y Lupita. Las nenas tienen entre 3 y 9 años y juegan a la maestra. Las tres hijas de Clara les dan clases a las dos amiguitas que no van a la escuela. Clara, a pesar de estar sola con las niñas en esa ermita de la autopista, no desconfía de nosotros. Nos hace pasar y despeja un espacio techado del fondo del local debajo del cual podremos armar nuestras carpas. Desarma en dos movimientos la escuela de juguete de las nenas quienes movidas por la curiosidad giran alrededor nuestro y de las bicicletas haciendo preguntas. De qué país vienen, a qué país van. En qué idioma hablan. Sacan un manual y marcamos la ruta y el destino en un mapa. Les explicamos cuán largas son en la realidad esas líneas de menos de 20 centímetros en la foto. Es como si viajaran más de quinientas veces a Córdoba. (Córdoba a 27 kilómetros de Cuitláhuac).

-Quinientas veces, la mitad de mil -calcula Charis.

-¡Pero yo no voy ni una sola vez a Córdoba en bicicleta! -alega Rosario-¿y qué idioma hablan?

-Castellano, igual que ustedes.

Sin embargo quieren saber más. Ávidas de saber qué es lo que hay más allá de la autopista Córdoba-Veracruz. Clara se suma, atiende a los clientes y entre plato y plato se recrea participando de la algarabía y la historieta en el fondo. Nos ofrecemos a colaborar, Martín lava los platos que se amontonan en una palangana junto a la pileta. La velada se alarga. Toman nota. Escriben. Cantamos ‘Frère Jacques’ en francés, la aprenden en un santiamén y la copian junto con otros versos en inglés y todos sus nombres en árabe y en griego. Está garuando fi nito detrás de las cortinas de plástico.

-A lo mejor se tienen que quedar un día más -dice Lupita con evidente ilusiónporque está lloviendo.

Clara sonríe y acuna a Ivette que se ha quedado dormida en sus brazos.

Datos técnicos:


Ciudad Mendoza-Km 24, Cuitlahuac 77 km
5.03.45 hs
Total: 370.27 km.

Día 4 (24 de marzo) – de Tepeaca a Ciudad Mendoza

La cocina de fierro en el largo pasillo estaría encendida desde mucho antes de que nosotros despegáramos los ojos. Los jarros hervían agua para té común o de jengibre, el café se asentaba, y las salsas disputaban sus aromas entre el patio y la calle. No nos apuramos en salir, presentíamos que por mucho tiempo, muchos meses, no nos volvería a acoger el calor o el amor de un hogar. Además la ropa empapada del día anterior tenía que secarse. Había salido el sol. Un sol momentáneo encargado de levantar las humedades para condensarse otra vez cuando refrescara la tarde. Cruzamos desde la casa de Alfredo y desayunamos con Maribel. Los poblanos tienen fama de mochos -conservadores y pacatos. Sin embargo, en lo personal, los caminos me han llevado a tierras poblanas más de una vez y siempre he sido maravillosamente bien tratada. Una vez, en otro viaje, iba con el mate y el termo bajo el brazo y un poblano me ofreció sin que se lo pidiera, calentarme más agua. Que te den o no el agua caliente para el mate, para mí es clave y, en ese caso, ni siquiera tuve que pedirla. La familia de Pipiz nos conmovió con tanta dedicación. La casa y el corazón abierto. Pensión completa y algo más. Afuera serpenteaba el itinerario, casi escapándose de nosotros hacia el sur.

Cruzamos todo el centro de Tepeaca, atravesamos las vías y luego, al llegar al bulevar, doblamos a la izquierda rumbo a Guadalupe Calderón. El aire huele a cilantro. Más adelante, manzanilla. Y otra vez refresca el aliento del cilantro. Paramos a inflar las ruedas y derechoderecho tomamos la autopista Puebla-Córdoba. Circulamos por el acotamiento, lo que en Argentina llamamos banquina. Mis primeras sensaciones fueron de terror. Martín exclamaba: -“¡este es el viaje más fascinante de mi vida!” A mí, a pocos días de partir, me parecía el más peligroso. Y eso que yo había estado en zonas de conflicto, había estado en campamentos de paz y como voluntaria y hasta de escudo humano en países sometidos por invasiones y bombardeos. Nunca me había sentido tan expuesta al peligro. Los camiones me zumbaban por la izquierda en cada abrir y cerrar de ojos, la bicicleta con toda su carga se tambaleaba, mi cuerpo flameaba como una banderita liviana suspendida en la nada y sólo con mucha tensión en los brazos podía mantener el equilibrio. Me apabullaba el ruido de los motores, el calor de los caños de escape me depilaba la pantorrilla. Los chicos se adelantaban y me dejaban sola. Iba sola
durante horas, vulnerable a cualquier cosa que pudiera pasar al borde de una ruta transitada. Cualquier cosa. En algún momento ellos me esperaban en una garita o en un puesto de venta o una estación de servicios. Ese día de estrés autopístico me esperaron al cruzar un peaje, los vendedores se acercaron con sus bolsitas. Descansamos comiendo platanito con salsa Valentina y masitas caseras. La autopista Puebla-Córdoba es recta, las subidas no son pronunciadas, hay pendiente, pero es leve, y alguna que otra bajadita.

Entramos a Veracruz y nos perdimos en la niebla. Invisibles. Sólo nuestras lucecitas titilando adentro de una nube densa. A partir de Esperanza todo el camino es en bajada. Bajada y bajada. Pero fue bajada con lluvia. Diluvió. Nos servimos de los esporádicos túneles y puentes para esperar a que amainara un chaparrón y le dábamos duro hasta el próximo pero en lugar de amainar -qué Esperanza ni esperanza-, recrudecía. Granizó. Era un espectáculo de la naturaleza pura y salvaje. La naturaleza a su libre albedrío. Los cúmulos de niebla jugando carreras con el viento, el granizo haciendo añicos ese juego y la lluvia como queriendo retar al espectáculo a chancletazos de agua.

“Wow, definitivamente éste se está convirtiendo en mi viaje favorito de los que he hecho. Nunca podría captar en una foto o video la sensación de lluvia con sol y el arcoiris en el agua que levantaban las ruedas de los autos. Los caballos relinchando parados en el granizo, bajando las cumbres hacia Veracruz en medio de una niebla de película, y, para terminar, la adrenalina de ir rápido y de noche bajo la lluvia. Sí, ya sé que estoy loco. Y qué.” (Martín Murzone)

La noche inundaba en reflejos la entrada a Ciudad Mendoza. Muy cerca del acceso a la ciudad hay un hotel que fue el muelle de anclaje. Todo estaba mojado otra vez. Si bien teníamos los cobertores impermeables de tela de paraguas, la lluvia se reiteraba caprichosamente de abajo hacia arriba. Optamos por comprar bolsas grandes de plástico para forrar el interior de las alforjas. El cuarto tenía un balcón techado, colgamos todo y mientras tanto nos dimos una regia ducha caliente y salimos a cenar a un puestito de la calle. Magnífico, 5 pesos las gorditas, 5 pesos las empanadas.

Datos técnicos:De Tepeaca a Ciudad Mendoza 8.98 km6.51.48 hsTotal: 293.27 km.

Día 3 (23 de marzo) – de Cholula a Tepeaca

No podíamos dejar Cholula sin visitar la pirámide. Fue construida en sus inicios para honrar a Tláloc, el dios de la lluvia, y creció con el tiempo y las civilizaciones que pasaron por allí atraídas por su posición estratégica, nudo de peregrinaje e intercambio entre los pueblos de todas las orillas. La pirámide de Cholula fue
considerada por mucho tiempo la más voluminosa de Mesoamérica. Alberga en su interior siete pirámides más, pasadizos, murales y túneles. Los conquistadores arrasaron a los cholutecas con una de sus matanzas más despiadadas y construyeron sobre la pirámide la iglesia que aún domina la ciudad desde toda perspectiva.

Después de una vuelta por los patios ceremoniales, retomamos nuestra ruta de Cholula hacia Tepeaca. La ruta está muy bien. Hay unas bajaditas muy lisas y placenteras. Y hay algunas subidas que se pueden, se pueden.

Atravesamos el centro de Puebla. Un tráfico terrible. Abundan los buses de pasajeros que parece que no lo vieran a uno allá abajo, pequeño y frágil; desde la cabina del bus, si es que se ve, la bicicleta debe parecer un artilugio de alambre retorcido. El tráfico no nos detuvo. Nos colamos por donde pudimos; para el artilugio de alambre retorcido o a retorcerse, resulta más sencillo colarse en un hueco. Luego nos metimos al carril del Metrobús que aún no circula y fue como ir por una ciclopista exclusiva y ancha. De lujo. Al final tomamos la ruta a Valquesillo y terminando esta ruta, la ruta a Tecalli. Entonces, nos azotó la lluvia.

Nos agarró la tormenta. El primer día habíamos descubierto el factor viento. Enfrentar al viento en la ruta, en bicicleta, es lo peor. En principio equiparé al viento a la dificultad de una subida pero a medida que el viaje fue avanzando en recorrido y tiempo, a medida que las piernas se fueron fortaleciendo, llegué a la conclusión de que el viento es la peor inclemencia para andar en bicicleta. Hoy estrenamos el viento más la lluvia. Tuvimos que parar a buscar refugio en cualquier techito del camino. Esperar a que escampe. La lluvia amainó y decidimos seguir, pero a pocos kilómetros tronó y rayos y centellas y tuvimos que volver a parar en San José Morelos, camino de Tecalli.

Esperamos dos horas sentados en una cantina donde nos calentaron agua para el mate. Asomando la nariz de vez en cuando para otear el cielo que venía plomizo y con más tormenta. Teníamos que llegar a Tepeaca donde Pipiz, la novia de Alex, y su familia, nos esperaban con cena y ganas de compartir nuestra aventura. Hicimos un esfuerzo, ya había oscurecido. Encendimos nuestras titilantes luces rojas y avanzamos un poco más. Faltaban 8 kilómetros para entrar a Tepeaca. Estábamos hechos sopa. Entre el barullo del agua que caía de arriba hacia abajo pero nos mojaba de abajo hacia arriba, veíamos poco y nada. Nos movíamos inmersos en una nube de bruma y humedad. En eso los bocinazos y la risa de Alfredo que había salido al rescate y nos escoltó hasta su casa. Dormimos allí. Tuvimos todo a disposición, habitaciones, baño con ducha caliente, no podíamos mencionar nada porque lo mencionado caía del cielo de las manos de Alfredo. Enfrente viven la mamá y la abuelita de Pipiz. La abuela y la enorme cocina de fierro son piezas de una misma cosa. Funcionan juntas. El hervor de las hornallas parece salir de las manos de la abuela y llegar en bandejas con aroma a ajonjolí y chile tostado. Entre la puerta de calle y el comedor hay un pasillo largo. En ese pasillo largo se extiende la cocina toda encendida, las alacenas de donde la abuela manotea de memoria las sartenes, la despensa de donde a ciegas toma los ingredientes que agrega al dedillo y sin pensar. El pasillo es el nexo entre los mundos, afuera la inclemencia de la libertad, adentro el calor del hogar. Tentador, pero el viaje nos llama a pesar de la lluvia persistente.

Décnicos:
Cholula-Tepeaca 55.46 km
4.52.44 hs
Total: 194.29 km.

DíA 2 (22 de Marzo de 2015) – de San Pedro a Cholula

Continúa la subida constante hacia el Paso de Cortés. Es terrible. Muy difícil de poder remontar con bicicleta de montaña y carga. Miraba el manillar de cambios de velocidades y deseaba que la cuenta regresiva tuviera más numeritos, más para eliminar resistencia y subir más rápido. O subir, simplemente subir pedaleando. No hubo caso. Tuvimos que bajarnos de las bicis en buena parte de la subida y empujar. En mi caso y hasta ese momento, segundo día de viaje sin entrenamiento ciclista, caminar empujando resultaba más fácil y más rápido que tratar de pedalear. El camino es precioso. Puro bosque de pinos y ese olor fresco de la resina. El bosque nos alivia con su sombra y nos da respiro. Paramos a descansar y a tomar agua muchas veces. La altura también se hace sentir. Estamos por encima de los 3000 metros, tirando pa’elante y empujando. Nos llevan nuestras piernas pero también el deseo y la curiosidad de pasar entre los dos volcanes. Hay otras rutas para viajar desde México a Cholula, pero quién podría desistir de esta oportunidad cuando ya vio que existe. Quién puede bordear la osadía e irse por la tangente casi con disimulo. Xalepa ta kalá, la antigua sentencia griega, lo bueno cuesta, lo bello es difícil, por eso, y porque nos corroe la adrenalina de la aventura, el sabor de la conquista, vamos por la montaña. Fue durísimo pero hermoso. Y llegamos. Llegamos andando por nuestros propios medios. La tenacidad y la fuerza interior pudieron más que el cansancio, lento pero avanza, como el caracol avanza, avanza y llegamos, Paso de Cortés. Y luego de unas quesadillas, tacos y tlacollos, vino el sabor más delicioso, la bajada. Fue gratificante. Placentero. Alucinante. Primero es un camino de tierra, un poco arenoso, una bajada imparable e impagable. Los bultos volvían a desmoronarse aunque intentáramos esquivar los pozos y las piedras. Paramos a acomodar; por lo demás, no necesitábamos parar, la bajada de la tarde fue la devolución al sacrificio de la mañana.

Al cabo de 18 kilómetros desde el Paso, acaba la ruta de tierra y empieza un liso pavimento, super confortable y con poco tráfico pero igualmente en saludable bajada. Fue lo más. Una hermosura. Alcanzamos velocidades de 50 a 70 kilómetros por hora. Una sensación única la de llevarse al viento por delante, escabullirse de sus lengüetazos de viento. Así, aunque más adelante con algunas subiditas pero tranquilas y que remontábamos con el envión de la bajada, fuimos llegando a Cholula. Y llegamos. Cholula, la ciudad milenaria de América que siempre estuvo habitada y albergó desde el confín de los siglos prehispánicos a pueblos originarios de México. Empezaba a oscurecer, la iglesia de Nuestra Señora de los Remedios resplandece desde la pirámide ante la caída tenue de la tarde. Dimos muchas vueltas para encontrar el camping Las Américas de Moisés Méndez. Que si estaba en San Pedro -otra vez San Pedro- o estaba en San Andrés; una vía de tren divide los dos poblados cholulenses. Cruzamos el centro de San Andrés tan colorido como mexicano y colonial. Por todas partes, la gente a la que preguntábamos era amable, aunque pocos sabían dónde estaba el tráiler park Las Américas. Tras dar muchas vueltas fuimos llegando, y llegamos. Baños grandes, limpios, agua caliente super bienvenida. Pastito mullido sobre el que armar las carpas. Tienen también habitaciones, e internet.

“En dos días recorrí tantos pueblos y municipios que no podría recordar el nombre ni de la mitad.” (Martín Murzone)

Datos técnicos:

San Pedro-Cholula 68.40 km8.30.52 hsTotal: 138.83 km.

Día 1 (21 de marzo de 2015) – De Coyoacán a San Pedro

Llegó el día de empezar a escribir la verdadera historia de cada día de este viaje. Historia que ya había empezado con el sueño en ciernes y los preparativos para llevarlo a cabo. Un amigo de Martín, Alex, compañero de la universidad y de la banda de música, se sumó a hacer la travesía con nosotros. Él viajaría en una bicicleta similar a la mía pero rodada 29 como la de Martín. Salimos de mi última guarida en el barrio de Coyoacán. Coyoacán es uno de los barrios más pintorescos de la ciudad de México y me atrevería decir que del mundo. Una joyita. Abundan las calles con bulevares y jardines en el medio, las avenidas que embotellan en una sola arteria el murmullo de los callejones tranquilos, los frentes barrocos, una plaza que sigue de otra, los bancos a la sombra y las fuentes encendidas. Hay museos, artistas y gatos, historias de amor y de guerra.

El primer escollo con que nos encontramos fue el de amarrar los bártulos. Armar la carga el primer día nos tomó más de dos horas. Empezamos a las 6 de la mañana. Habíamos dormido poco, quién podía pegar un ojo esa noche previa. Estuvimos probando, cambiando la mochila y la carpa de lugar, desarmando las alforjas, sacando una cosa de acá para ponerla allá. Era un lío. Atamos con sogas plásticas comunes. Cada uno trataba de descubrir la mejor estrategia para ajustar la carga con nudos infalibles, sin embargo, apenas habíamos avanzado uno o dos kilómetros, en plena Avenida División del Norte de México Distrito Federal, el bulto de Martín ya se había caído por completo a un costado. Tuvimos que hacer un alto y acomodar otra vez. Para entonces yo ya había parado a poner la cadena. Se me zafó a dos cuadras de la casa y por primera vez en mi vida. Ahí descubrí que no era tan sencillo bajar de la bici y sostenerla con el peso de la carga. Bajar sin revolear la pierna por encima del asiento como de costumbre porque la carga es alta y se atraviesa. Flexionar la pierna a través del caño para subir y para bajar y encontrar un lugar donde poder sostener la bici sin que el peso la tumbe.

Yo había salido antes para no interferir con las despedidas. Salí aullando de felicidad. ¡Al fin el camino! ¡Al fin, vamos! Varios amigos de los chicos se habían congregado frente a la casa de Coyoacán. Uno de ellos, Pablo, nos acompañó con su bicicleta más de 10 kilómetros. Pedaleó junto a nosotros, desacelerando la partida. Por suerte o por desgracia no sufro el apego-desapego. Quizás sea porque siento que mis afectos más entrañables, pocos pero muy entrañables, viajan conmigo a todas partes y me abrazo a ellos en el recuerdo y los sueños. Van de verdad conmigo. En mí. Les escribo desde la carpa. Les escribo esta historia a cada uno y los veo muy cerca, al lado mío, sentados en ronda, acá están todos, y eso que mi carpa es la carpa más chica del mundo.

Salir del DF es como salir de una maraña. Estábamos en una de las metrópolis más grandes del planeta. Mareados de calles, diagonales, avenidas, periféricos; mareados de ilusión e insomnio. A pesar de conocer la ciudad y de haber vivido ahí bastante tiempo, no encontrábamos la salida. La ciudad de México parece eternizarse a lo largo y a lo ancho, parece reproducirse en colonias y delegaciones de nunca acabar. Tuvimos que parar a preguntar muchas veces. Pero fuimos saliendo. Ya estábamos en Xochimilco que nos despedía con la postal viva de las trajineras de chalupas de colores. Arrastramos esta postal en la mirada que se nubló poco a poco al cruzar el enorme Canal de Chalco. Olía a hierbas desgajadas del río y en su interior más profundo olía a podrido, pero salimos de Chalco y tras mucho preguntar otra vez, respiramos el viento y la polvareda hacia Tenango del Aire. Tenango del Aire con su iglesia color violeta y, sin subir a la autopista, un pueblo y otro más, todos derrochando colores y estridencia. Eran las fiestas de San José. México siempre tiene un santo para celebrar y las plazas de los pueblos se inundan de ruido y mercados, puestos y calesitas, y trajes y comidas típicas que conjugan la religión del colonizador con ritos y danzas ancestrales. Nuestras bicicletas obesas de equipaje se abrían paso entre el bullicio popular esquivando copos de azúcar y vendedores de pochoclo. En Amecameca paramos en la plaza central a comer rico pozole y otros sabores mexicanos para acumular nuevas fuerzas y encarar la subida hacia Paso de Cortés, el paso que se abre entre dos volcanes legendarios, Iztaccíhuatl y Popocatepetl. Los vendedores se acercaban con sus bolsitas de aguacate, granada, duraznos. De a 15 pesos la bolsita de fruta. Muy barato. Lástima que ya cargábamos mucho peso y que el viaje en bicicleta requiere liviandad y pocas cosas. Hubiéramos querido comprarles para complacerlos. Insistían con evidente necesidad de vender algo aprovechando el convivio. Me enternece y entristece el recuerdo de los rostros arrugados, las caras de los viejitos, la silbatina desdentada, la voz baja y el silencio. Otra vuelta a la plaza. Quién sabe desde dónde acarrean las bolsitas de frutas hasta el centro del pueblo.

Amecameca marca un hito. El pie de la montaña. Allí empieza el ascenso al Paso de Cortés. Es subida y punto. Si uno mira la carretera hacia adelante parece llana, pero a medida que uno avanza y mira hacia atrás, ve cómo es una ladera sin altibajos, sólo subida. Hicimos 7 kilómetros de esta subida sin tregua hasta descubrir el “Ecoparque San Pedro”. Llegar a un paraje llamado ‘San Pedro’, el primer día, no podía ser más auspicioso. No sabíamos de su existencia y lo interpretamos como una buena señal. Llegar a San Pedro era resueltamente nuestro destino del viaje que acababa de comenzar. De México a San Pedro en bicicleta. Estábamos fuera de temporada, las instalaciones del ecoparque no estaban habilitadas pero nos dejaron acampar sin cobrarnos. Nos atendieron Vicente y Emuel con el beneplácito del propietario, Víctor Plazas. Vicente y Emuel, carabina en mesa, fueron nuestros vigías. Nos advirtieron que esos parajes, alejados y solitarios, son peligrosos. La advertencia de peligro se repetiría prácticamente durante los siete meses y medio de viaje. “Ecoparque San Pedro” está en un bosque de pinos sumergido en la cordillera volcánica. La vista de cráteres extintos y humeantes es increíble. El lugar, parquizado por la naturaleza, incluye un laberinto, juegos infantiles, asadores, canchas, y varias construcciones más, estilo quinchos.

Datos técnicos:


Coyoacán-San Pedro 70.43 km
7.02.52 hs
Total: 70.43 km.

Introducción de un viaje de 15mil kilómetros, 235 días y miles de historias. De México a Argentina en bicicleta.

Vamos. La palabra nos traslada. Enseguida se nos viene a la mente una imagen: un camino y nosotros en el camino. Vamos puede implicar la realización de un sueño acuñado o el hartazgo ante una situación agotada. Un lugar aprendido de memoria, la rutina, o el simple deseo de andar o de volver. Cuando uno dice “vamos”, la palabra puede enredarse en una ilusión cuya madeja es interminable, entonces el enredo es más grande y dados a la tarea de dejar todo acomodado, no nos vamos nunca. No arrancamos. Una forma de apaciguar la cobardía. El miedo a lo desconocido. Este no es nuestro primer viaje. Sí es el primer viaje largo en bicicleta. Ya habíamos recorrido los mil templos de Angkor en Camboya y el Valle de los Reyes en Egipto pedaleando de la mañana a la noche unos cuantos kilómetros, pero lo que se dice viajeviaje en bicicleta, no teníamos nada de experiencia. Sin embargo Martín tiró la idea y yo, María, dije la palabra transportadora, “vamos”. Sin cobardía y sin miedo a lo desconocido porque ya desde hace muchos años mis hijos y yo venimos recorriendo el mundo. Viajando de manera sencilla pero intensa. Con poco dinero pero involucrándonos hasta el caracú con la historia y la actualidad de los pueblos y sin dejar de apreciar lo más destacado de la naturaleza. Seguramente desde otro punto de vista del que muestran las fotografías de un tour organizado. El lado salvaje. El lado oscuro. El lado agreste que obliga a marcar la huella por caminos que no están parquizados para el turismo. La naturaleza virgen, las ruinas cuyas columnas apenas se asoman entre los escombros. Lo menos visitado y, a veces, por otra entrada, por donde sólo saben y van los lugareños, acceder gratuitamente a lo que está privatizado y maquetado bonito para el turista convencional. Se puede llegar a todas partes y así me lo ratificaba Martín cuando nos hacíamos preguntas acerca de tal o cuál ruta para este viaje, nada es intransitable. Los otros muchos viajes que hicimos son parte de otras muchas historias, la mayoría de ellas sin publicar aunque escritas en borrador en nuestra memoria. A pesar de las andanzas anteriores este es el primer libro con que nos atrevemos. Lo escribimos para ustedes. Para los que se animan a dejar la madeja en banda y cumplir con los sueños y para los que prefieren quedarse desmadejando detrás de la ventana. Para los que echan raíces y son como los árboles que nos miran pasar y para los que, como nosotros, prefieren aprender el idioma de todos los árboles del mundo, el idioma de los pájaros, el aullido de los monos, y el grito o el silencio de la gente y el ruido o la música de las diferentes culturas del planeta.

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Poner fecha es primordial, aunque sea una fecha tentativa, una fecha marginal, entre tal y tal día, entre tal y tal mes, es mejor no alargar el objetivo a “entre tal y tal año” sino corremos el riesgo de que el sueño se desvanezca en la espera o naufrague en lo inesperado de un incierto futuro. Mejor ver más cerca y ver más claro.

Era noviembre de 2014, Martín cumplía doce años de vivir en México con ciertas interrupciones: viajes, siempre viajes y alguna que otra mudanza temporal a otro país. En definitiva, para él, México era el lugar de retorno durante esos doce años. Yo me había ido en 2010 y había vuelto a principios de ese mismo año, 2014. El camino me llevó de Chiapas a Nicaragua ida y vuelta y, a la vuelta, quedé empantanada en las quebraditas sinuosas de la Realidad entre los surcos de sandía y pepino que había sembrado con esperanza. Me fui a la Ciudad de México donde estaba Martín y alquilé una cabaña en la cima del Ajusco. Lo más lejos posible de la realidad. Sin proyectos. Trabajando. Viviendo. Sin mucha idea de qué vendría después. Cuál viaje, cuál camino. En medio de esa incertidumbre Martín me hizo la mejor propuesta del año: -¿y si nos vamos a la mierda?- una forma de decir. Un impulso que para los dos significaba que era hora de salir y dar un portazo. Vamos a Argentina en bicicleta. Él se planteaba la idea con calma, quizás en agosto, o septiembre del año siguiente; yo redoblé la apuesta de manera terminante: entre febrero y marzo, salimos. Ni siquiera tenía bicicleta. Martín, sí; hacía casi un año que se movilizaba raudamente a través de los barrios del Distrito Federal -barrios que son como pequeños pueblo vecinos-, en una bicicleta italiana bastante buena. Un rodado 29, de aluminio, con freno a disco en la rueda delantera y 24 tiempos. Yo no sólo no tenía bicicleta sino que, además, no tenía ni la más pálida idea de todas estas especificaciones que ahora describo con total discernimiento. En enero fui a la calle San Pablo del Distrito Federal donde están todas las bicicleterías baratas y me compré eso, una bicicleta barata. Una segunda marca mexicana, rodado 27 y medio, una novedosa rareza, de aluminio, sin freno a disco, con frenos llamados V-brake, de gomitas, y 21 tiempos.

En México, salvo las casas de marcas caras y reconocidas internacionalmente, en este barrio de la calle San Pablo, la venta de bicicletas es netamente comercial, minorista y mayorista. Si bien los mexicanos suelen ser dedicados al cliente, en este lugar no me dieron ni pelota. Nadie me midió o sugirió qué talla o tipo de bicicleta era conveniente para un viaje de tal envergadura. Compré esa bici sin que me dieran mayores detalles ni garantía, sólo un ticket en papel de fax que en menos de una semana ya se había borrado. Me subí a la bici y cuando llegué a la esquina me di cuenta de que los cambios de la mano izquierda -reitero que yo no tenía ni la más pálida idea de nada- no funcionaban. Volví a la bicicletería a quejarme y me indicaron que la palanca de esos cambios iba debajo del manubrio. Algo obvio, pero yo era la primera vez en mi vida que me montaba en una bici con cambios. El barrio de la calle San Pablo se encuentra a 11 kilómetros de Coyoacán donde yo me había mudado a una habitación con la finalidad de abaratar mi costo de vida y ahorrar. Llegué sana y salva aunque transpirando, más que por la pedaleada, por el estrés de las calles del Distrito Federal y el temor a equivocarme y salir a cualquier parte. Perderme, aunque soy viajera, es un suceso cotidiano.

Era enero y aunque ya teníamos lo primordial, un plan y las bicicletas, nos faltaba todo lo demás para concretarlo. Equipamiento básico, repuestos, y ¡dinero! La fecha tentativa de salida era entre el 28 de febrero y el 25 de marzo así que apuramos el trámite. Hicimos varias ‘ventas de garaje’ sacándonos de encima todo lo que no podríamos cargar en las bicis, todo lo que no nos haría falta por un buen tiempo; vendimos cosas nuestras y cosas que no eran de nadie, cosas que habían quedado arrumbadas en el departamento que Martín, a través de sus años en México, supo compartir con otros. Ahorramos y empezamos a promocionar este libro, idea que se nos ocurrió como parte del financiamiento necesario del viaje que pronosticábamos nos demandaría alrededor de un año. Un año durante el que andaríamos por ahí. Trabajando a veces si se daba la oportunidad y cobrando casi nunca ya que la idea era hacer trabajos voluntarios a cambio de comida en comunidades y pueblitos. Conocer lo auténtico, el mundo real latinoamericano. Conseguimos algunos mapas de carretera, muy poco, y analizamos las rutas de google maps y los sitios interesantes a los que podíamos llegar sin desviar demasiado el rumbo y aunque hiciéramos un poco de zigzag. Al mismo tiempo frecuentábamos la calle San Pablo para equipar las bicis. Fue complicado. No se conseguían los aditamentos porque los rodados 29 y 27 y medio son rodados nuevos para cuyas medidas aún no existen muchos accesorios. Hicimos adaptaciones, portaequipajes rudimentarios de rodado 26 con abrazadera al asiento, las alforjas fueron alforjas de rutina, de las que se usan en la ciudad para llevar lo cotidiano de la casa al trabajo. No eran impermeables ni tenían gran capacidad ni ganchos para agarrarse a los portaequipajes, ni buenas hebillas, ni bolsillos extras. Todo muy rudimentario y bastante barato. Portaequipajes de un equivalente de 3 dólares y alforjas de menos de 15. Además incorporamos repuestos, cámaras, cadena, zapatas o pastillas de frenos, y herramientas básicas. Guantes, algunas calzas con badana que estaban en oferta, y tela impermeable de paraguas con la que fabricamos dos cubre-equipajes.

Fijamos la fecha inamovible, 21 de marzo. Mi entrenamiento se redujo a tres paseos por las calles del DF cerradas para ciclistas en fin de semana. Un circuito dominguero de casi 50 kilómetros que no me pesó en absoluto y que me llenó de optimismo, si podía hacer los 50 kilómetros en menos de tres horas y sin ninguna molestia, avanzar en la ruta no sería imposible.

Dos días antes de le fecha prevista, hicimos un servicio completo a las bicicletas. Fuimos a la Bicicletería Albatros, a la vuelta del departamentito de Martín, por Delfín Madrigal y Escuinapa. Sus dueños, Juvenal Illescas y Arturo Illescas, nos atendieron con entusiasmo y nos regalaron consejos y una cajita con parches y herramientas. Juvenal auguró con una sonrisa un buen desempeño de la bicicleta italiana de Martín. Yo esperaba mi diagnóstico junto al cordón de la vereda y apoyaba la ansiedad en el cuadro demasiado alto de la mía. Juvenal me miró y no dijo nada. Cerró la boca y alargó un dudoso mmmm.

Mmmmm. Y así nos fuimos.

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